viernes, 14 de julio de 2023

La inmortalidad. Capítulo 5. Parte I. Milan Kundera.

Aparcó el coche, bajó y se puso a caminar por una ancha avenida. Sentía cansancio y hambre y, como le resultaba triste almorzar sola en un restaurante, pensaba comer algo rápido en el primer bistrot que encontrase. Tiempo atrás hubo en ese barrio muchos simpáticos restaurantes bretones y tascas baratas en las que podían comerse cómodamente crêpes y galettes acompañadas de sidra. Pero un día desaparecieron todas esas tascas y en su lugar aparecieron unos comedores modernos que llevan el triste nombre de fast food. Venció su repugnancia y se dirigió a uno de ellos. A través del cristal veía a la gente en las mesas, inclinada sobre grasientas bandejas de papel. Su mirada se detuvo en una chica con la piel muy pálida y los labios pintados de rojo. Terminó de comer en ese momento, apartó a un lado un vaso de Coca-Cola vacío, echó hacia atrás la cabeza y se metió entero en la boca el dedo índice; le dio vueltas durante largo rato, poniendo los ojos en blanco. El hombre de la mesa de al lado estaba casi tumbado en la silla y, los ojos fijos en la calle, abría la boca. No era un bostezo que tuviera principio y fin, era un bostezo interminable como una melodía de Wagner: la boca iba cerrándose a ratos pero nunca del todo, sino que volvía una y otra vez a abrirse de par en par, mientras que en un movimiento contrario al de la boca sus ojos fijos en la calle se entrecerraban y volvían a abrirse. Bastantes personas más bostezaban, enseñando los dientes, los empastes, las coronas, las dentaduras postizas y ninguna de ellas se tapaba la boca. Un niño vestido de rosa recorría las mesas, con un osito cogido por una pierna, y él también abría la boca; pero era evidente que no bostezaba sino que gritaba. De vez en cuando le daba con el osito a alguno de los clientes. Las mesas estaban muy juntas, de modo que incluso a través del cristal era evidente que cada uno de ellos tenía que tragar, junto con la comida, el olor del sudor que exhalaba la piel del vecino debido al calor de aquel día de junio. La ola de fealdad visual, olfativa, gustativa (imaginaba con intensidad el sabor de la grasienta hamburguesa rociada con agua dulce) le golpeó en la cara con tal fuerza que dio media vuelta, decidida a buscar otro sitio donde calmar el hambre.
La acera estaba tan llena que se caminaba con dificultad. Las altas figuras de dos nórdicos pálidos de cabellos rubios se abrían paso entre la multitud delante de ella: un hombre y una mujer, que sobresalían ambos dos cabezas por encima de la masa de franceses y árabes. A cada uno le colgaba de la espalda una mochila rosada y del vientre una criatura sujeta con un correaje especial. Al cabo de un rato desaparecieron de su vista y vio ante sí a una mujer vestida con unos pantalones anchos que le llegaban justo por encima de la rodilla, como correspondía a la moda de ese año. Su trasero parecía con ese atuendo aún más grueso y próximo al suelo, y los muslos desnudos y pálidos parecían un jarrón de artesanía decorado con el relieve de las varices, de un azul intenso, retorcidas como un ovillo de pequeñas serpientes. Agnes se dijo: esa mujer podría encontrar veinte vestidos distintos que harían su trasero menos monstruoso y cubrirían las venas azules. ¿Por qué no lo hace? ¡Ya no se trata sólo de que la gente no procure ser más guapa cuando sale, se trata de que ni siquiera intenta ser menos fea!
Se dijo: cuando el asalto de la fealdad se vuelva completamente insoportable, compraré en la floristería un nomeolvides, un único nomeolvides, ese delgado tallo con una florecita azul en miniatura, saldré con él a la calle y lo sostendré delante de la cara con la vista fija en él para no ver más que ese único hermoso punto azul, para verlo como lo último que quiero conservar para mí y para mis ojos de un mundo al que he dejado de querer. Iré así por las calles de París, la gente comenzará pronto a conocerme, los niños irán corriendo pronto tras de mí, se reirán de mí, me tirarán cosas y todo París me llamará: la loca del nomeolvides…
Siguió su camino: con el oído derecho registraba la marea musical, el golpear rítmico de la percusión que llegaba hasta ella desde las tiendas, las peluquerías, los restaurantes: en el oído izquierdo caían todos los sonidos de la calzada: el zumbido monolítico de los coches, el ruido aplastante del autobús que se ponía en marcha. Después la atravesó el sonido agudo de una motocicleta. No pudo evitar ponerse a investigar de inmediato quién le producía ese dolor físico: una chica con vaqueros, con el pelo negro ondeando tras ella, erguida en una pequeña motocicleta como si estuviera ante una máquina de escribir; la motocicleta no tenía silenciador y hacía un ruido horrendo.
Agnes recordó a la joven que había entrado unas horas antes en la sauna para enseñarles su yo, para obligar a otros a aceptarlo, exclamando ya desde el umbral que odiaba la ducha caliente y la modestia. Agnes estaba segura de que era la misma motivación la que llevaba a la chica del pelo negro a desmontar el silenciador de la motocicleta. No era la máquina la que hacía ruido, era el yo de la chica de pelo negro; aquella chica, para hacerse oír, para penetrar en la conciencia de los demás, había fijado a su alma el ruidoso escape del motor. Agnes miraba el pelo ondulante de aquella alma ruidosa y se daba cuenta de que deseaba intensamente la muerte de la chica. Si ahora chocase contra el autobús y quedase en medio de un charco de sangre en el asfalto, Agnes no sentiría horror ni tristeza, sólo satisfacción.
Inmediatamente se asustó de su odio y se dijo: el mundo ha llegado al límite de una frontera; si la cruza todo puede convertirse en una locura: la gente andará por la calle con un nomeolvides en la mano o se matará a primera vista. Y bastará muy poco, una gota de agua que haga que se desborde el vaso: que haya por ejemplo en la calle un coche, una persona o un decibelio más. Hay una especie de límite cuantitativo que no debe superarse, sólo que nadie lo vigila y es probable que ni siquiera se sepa que existe.
Siguió caminando por la acera y había cada vez más gente y nadie le cedía el paso, de modo que bajó a la calzada y siguió su camino entre la acera y los coches en marcha. Era una antigua experiencia suya: la gente no le cedía el paso. Lo sabía, lo sentía como un infausto sino y con frecuencia trataba de quebrantarlo: intentaba armarse de valor, avanzar con coraje, no apartarse de su camino y obligar al que venía hacia ella a hacerse a un lado, pero nunca lo lograba. En esta cotidiana, trivial prueba de fuerzas ella era siempre la derrotada. Una vez vino hacia ella un niño de unos siete años, Agnes trató de no apartarse de su camino pero al final no le quedó otro remedio para evitar chocar contra el niño.
Le vino a la mente un recuerdo: tenía unos diez años cuando fue una vez con sus padres de paseo a la montaña. En medio de un ancho camino, en un bosque, les cerraron el paso dos chicos del lugar: uno de ellos llevaba en la mano un palo en posición horizontal para impedir que pasaran: «¡Esto es un camino privado! ¡Aquí se paga peaje!», decía y esgrimía el palo de modo que llegó a rozar la barriga del padre.
No era probablemente sino una jugarreta infantil y hubiera bastado con apartar al chiquillo. O una forma de mendicidad y bastaba con sacar un franco del bolsillo. Pero el padre dio media vuelta y prefirió buscar otro camino. Francamente, les daba lo mismo, porque estaban paseando sin rumbo y poco les importaba ir a un sitio u otro; sin embargo la madre se enfadó con el padre y no pudo evitar decirle: «¡No le hace frente ni a unos chicos de doce años!». Agnes también se quedó entonces un poco desencantada por la manera de actuar del padre.
Una nueva ofensiva de ruido interrumpió el recuerdo: unos hombres con cascos en la cabeza se apoyaban en martillos neumáticos sobre el asfalto de la calzada. En medio de ese estruendo se oyó de pronto, desde algún lugar en lo alto, como proveniente del cielo, una fuga de Bach al piano. Era evidente que alguien en la planta más alta había abierto la ventana y puesto la música a toda potencia para que la severa belleza de Bach sonara como una amenazadora advertencia a un mundo que ha elegido el mal camino. Pero la fuga de Bach no era capaz de hacer frente adecuadamente a los martillos y a los coches, por el contrario, los coches y los martillos se apoderaban de la fuga de Bach como parte de su propia fuga, así que Agnes se llevó las manos a las orejas y prosiguió de ese modo su camino.
En ese momento un peatón que iba en sentido contrario la miró con odio y se llevó un dedo a la frente, lo cual en el idioma de los gestos de todos los países del mundo significa que se le indica a alguien que está loco, tocado o mal de la cabeza. Agnes percibió esa mirada, ese odio, y se apoderó de ella una rabia enloquecida. Se detuvo. Quería lanzarse contra aquel hombre. Quería pegarle. Pero no podía, la multitud ya se lo llevaba y alguien chocó con ella, porque en la acera era imposible detenerse más de tres segundos.
Tuvo que seguir su camino pero no pudo dejar de pensar en él: los dos caminaban en medio del mismo ruido pero a pesar de eso él consideraba necesario darle a entender que no tenía motivo alguno y quién sabe si derecho alguno a taparse los oídos. Aquel hombre la llamaba al orden que con su gesto había perturbado. Era la igualdad misma la que en la persona de él la regañaba, dispuesta a no tolerar que nadie se negara a pasar por lo que todos tienen que pasar. La igualdad misma le prohibía no estar de acuerdo con el mundo en el que todos vivimos.
El deseo de matar a aquel hombre no fue sólo una reacción momentánea. Cuando se alejó la excitación inmediata, el deseo quedó dentro de ella y a él se unió el asombro de ver que era capaz de semejante inquina. La imagen del hombre que se lleva el dedo a la frente se revolvía en sus entrañas como un pescado envenenado que se descompone lentamente y no consigue ser expulsado.
Volvió a recordar a su padre. Desde que lo había visto retroceder ante dos chiquillos de doce años, se lo había imaginado con frecuencia en esta situación: se encuentra en un barco que se hunde; hay pocos botes salvavidas y no habrá en ellos sitio para todos; por eso en cubierta hay un furioso tumulto. El padre corre al principio junto a los demás, pero, cuando ve cómo se empujan todos, dispuestos a pisarse unos a otros, y cuando por fin una dama enfadada le da un puñetazo porque le estorba en su camino, de pronto se detiene y después se aparta por completo. Y al final se queda mirando cómo descienden lentamente hacia las olas encrespadas los botes repletos de gente que grita y maldice.
¿Cómo denominar la actitud del padre? ¿Cobardía? No. Los cobardes temen por su vida y por eso son capaces de pelear furiosamente por ella. ¿Nobleza? Podría hablarse de ella si lo que guiase al padre fuese consideración para con el prójimo. Pero Agnes no creía en esta motivación. ¿De qué se trataba entonces? No sabía responder. Sólo una cosa era segura: en un barco que se hunde y en el que es necesario pegarse con otras personas para acceder a los botes salvavidas, su padre habría estado de antemano condenado a muerte.
Sí, eso era seguro. La pregunta que ahora se hacía era ésta: ¿sentía su padre hacia aquella gente del barco el odio que ella sentía hacia la motociclista o hacia el hombre que se burlaba de ella porque se tapaba los oídos? No, Agnes no puede imaginar que su padre supiera odiar. El peligro del odio consiste en que nos ata al adversario en un estrecho abrazo. En eso radica la obscenidad de la guerra: la intimidad de la sangre que se mezcla, la lasciva proximidad de dos soldados que se apuñalan y se miran a los ojos. Agnes está segura de que era precisamente esta intimidad la que le repugnaba al padre. El tumulto en el barco le asqueaba tanto que prefería ahogarse. El contacto físico con gentes que se empujan unas a otras y se envían mutuamente a la muerte le parecía mucho peor que terminar su vida solo en la límpida pureza de las aguas.
El recuerdo de su padre empezó a liberarla del odio que la había invadido hacía un instante. La imagen envenenada del hombre que se lleva el dedo a la frente iba desapareciendo lentamente de su mente, que se llenaba de esta frase: no puedo odiarlos porque nada me une a ellos; no tengo nada que ver con ellos.

La inmortalidad, 1988.

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