Aparcó el coche, bajó y se puso a
caminar por una ancha avenida. Sentía cansancio y hambre y, como le
resultaba triste almorzar sola en un restaurante, pensaba comer algo
rápido en el primer bistrot que encontrase. Tiempo atrás
hubo en ese barrio muchos simpáticos restaurantes bretones y tascas
baratas en las que podían comerse cómodamente crêpes y
galettes acompañadas de sidra. Pero un día desaparecieron
todas esas tascas y en su lugar aparecieron unos comedores modernos
que llevan el triste nombre de fast food. Venció su
repugnancia y se dirigió a uno de ellos. A través del cristal veía
a la gente en las mesas, inclinada sobre grasientas bandejas de
papel. Su mirada se detuvo en una chica con la piel muy pálida y los
labios pintados de rojo. Terminó de comer en ese momento, apartó a
un lado un vaso de Coca-Cola vacío, echó hacia atrás la cabeza y
se metió entero en la boca el dedo índice; le dio vueltas durante
largo rato, poniendo los ojos en blanco. El hombre de la mesa de al
lado estaba casi tumbado en la silla y, los ojos fijos en la calle,
abría la boca. No era un bostezo que tuviera principio y fin, era un
bostezo interminable como una melodía de Wagner: la boca iba
cerrándose a ratos pero nunca del todo, sino que volvía una y otra
vez a abrirse de par en par, mientras que en un movimiento contrario
al de la boca sus ojos fijos en la calle se entrecerraban y volvían
a abrirse. Bastantes personas más bostezaban, enseñando los
dientes, los empastes, las coronas, las dentaduras postizas y ninguna
de ellas se tapaba la boca. Un niño vestido de rosa recorría las
mesas, con un osito cogido por una pierna, y él también abría la
boca; pero era evidente que no bostezaba sino que gritaba. De vez en
cuando le daba con el osito a alguno de los clientes. Las mesas
estaban muy juntas, de modo que incluso a través del cristal era
evidente que cada uno de ellos tenía que tragar, junto con la
comida, el olor del sudor que exhalaba la piel del vecino debido al
calor de aquel día de junio. La ola de fealdad visual, olfativa,
gustativa (imaginaba con intensidad el sabor de la grasienta
hamburguesa rociada con agua dulce) le golpeó en la cara con tal
fuerza que dio media vuelta, decidida a buscar otro sitio donde
calmar el hambre.
La
acera estaba tan llena que se caminaba con dificultad. Las altas
figuras de dos nórdicos pálidos de cabellos rubios se abrían paso
entre la multitud delante de ella: un hombre y una mujer, que
sobresalían ambos dos cabezas por encima de la masa de franceses y
árabes. A cada uno le colgaba de la espalda una mochila rosada y del
vientre una criatura sujeta con un correaje especial. Al cabo de un
rato desaparecieron de su vista y vio ante sí a una mujer vestida
con unos pantalones anchos que le llegaban justo por encima de la
rodilla, como correspondía a la moda de ese año. Su trasero parecía
con ese atuendo aún más grueso y próximo al suelo, y los muslos
desnudos y pálidos parecían un jarrón de artesanía decorado con
el relieve de las varices, de un azul intenso, retorcidas como un
ovillo de pequeñas serpientes. Agnes se dijo: esa mujer podría
encontrar veinte vestidos distintos que harían su trasero menos
monstruoso y cubrirían las venas azules. ¿Por qué no lo hace? ¡Ya
no se trata sólo de que la gente no procure ser más guapa cuando
sale, se trata de que ni siquiera intenta ser menos fea!
Se
dijo: cuando el asalto de la fealdad se vuelva completamente
insoportable, compraré en la floristería un nomeolvides, un único
nomeolvides, ese delgado tallo con una florecita azul en miniatura,
saldré con él a la calle y lo sostendré delante de la cara con la
vista fija en él para no ver más que ese único hermoso punto azul,
para verlo como lo último que quiero conservar para mí y para mis
ojos de un mundo al que he dejado de querer. Iré así por las calles
de París, la gente comenzará pronto a conocerme, los niños irán
corriendo pronto tras de mí, se reirán de mí, me tirarán cosas y
todo París me llamará: la loca del nomeolvides…
Siguió
su camino: con el oído derecho registraba la marea musical, el
golpear rítmico de la percusión que llegaba hasta ella desde las
tiendas, las peluquerías, los restaurantes: en el oído izquierdo
caían todos los sonidos de la calzada: el zumbido monolítico de los
coches, el ruido aplastante del autobús que se ponía en marcha.
Después la atravesó el sonido agudo de una motocicleta. No pudo
evitar ponerse a investigar de inmediato quién le producía ese
dolor físico: una chica con vaqueros, con el pelo negro ondeando
tras ella, erguida en una pequeña motocicleta como si estuviera ante
una máquina de escribir; la motocicleta no tenía silenciador y
hacía un ruido horrendo.
Agnes
recordó a la joven que había entrado unas horas antes en la sauna
para enseñarles su yo, para obligar a otros a aceptarlo, exclamando
ya desde el umbral que odiaba la ducha caliente y la modestia. Agnes
estaba segura de que era la misma motivación la que llevaba a la
chica del pelo negro a desmontar el silenciador de la motocicleta. No
era la máquina la que hacía ruido, era el yo de la chica de pelo
negro; aquella chica, para hacerse oír, para penetrar en la
conciencia de los demás, había fijado a su alma el ruidoso escape
del motor. Agnes miraba el pelo ondulante de aquella alma ruidosa y
se daba cuenta de que deseaba intensamente la muerte de la chica. Si
ahora chocase contra el autobús y quedase en medio de un charco de
sangre en el asfalto, Agnes no sentiría horror ni tristeza, sólo
satisfacción.
Inmediatamente
se asustó de su odio y se dijo: el mundo ha llegado al límite de
una frontera; si la cruza todo puede convertirse en una locura: la
gente andará por la calle con un nomeolvides en la mano o se matará
a primera vista. Y bastará muy poco, una gota de agua que haga que
se desborde el vaso: que haya por ejemplo en la calle un coche, una
persona o un decibelio más. Hay una especie de límite cuantitativo
que no debe superarse, sólo que nadie lo vigila y es probable que ni
siquiera se sepa que existe.
Siguió
caminando por la acera y había cada vez más gente y nadie le cedía
el paso, de modo que bajó a la calzada y siguió su camino entre la
acera y los coches en marcha. Era una antigua experiencia suya: la
gente no le cedía el paso. Lo sabía, lo sentía como un infausto
sino y con frecuencia trataba de quebrantarlo: intentaba armarse de
valor, avanzar con coraje, no apartarse de su camino y obligar al que
venía hacia ella a hacerse a un lado, pero nunca lo lograba. En esta
cotidiana, trivial prueba de fuerzas ella era siempre la derrotada.
Una vez vino hacia ella un niño de unos siete años, Agnes trató de
no apartarse de su camino pero al final no le quedó otro remedio
para evitar chocar contra el niño.
Le
vino a la mente un recuerdo: tenía unos diez años cuando fue una
vez con sus padres de paseo a la montaña. En medio de un ancho
camino, en un bosque, les cerraron el paso dos chicos del lugar: uno
de ellos llevaba en la mano un palo en posición horizontal para
impedir que pasaran: «¡Esto es un camino privado! ¡Aquí se paga
peaje!», decía y esgrimía el palo de modo que llegó a rozar la
barriga del padre.
No
era probablemente sino una jugarreta infantil y hubiera bastado con
apartar al chiquillo. O una forma de mendicidad y bastaba con sacar
un franco del bolsillo. Pero el padre dio media vuelta y prefirió
buscar otro camino. Francamente, les daba lo mismo, porque estaban
paseando sin rumbo y poco les importaba ir a un sitio u otro; sin
embargo la madre se enfadó con el padre y no pudo evitar decirle:
«¡No le hace frente ni a unos chicos de doce años!». Agnes
también se quedó entonces un poco desencantada por la manera de
actuar del padre.
Una
nueva ofensiva de ruido interrumpió el recuerdo: unos hombres con
cascos en la cabeza se apoyaban en martillos neumáticos sobre el
asfalto de la calzada. En medio de ese estruendo se oyó de pronto,
desde algún lugar en lo alto, como proveniente del cielo, una fuga
de Bach al piano. Era evidente que alguien en la planta más alta
había abierto la ventana y puesto la música a toda potencia para
que la severa belleza de Bach sonara como una amenazadora advertencia
a un mundo que ha elegido el mal camino. Pero la fuga de Bach no era
capaz de hacer frente adecuadamente a los martillos y a los coches,
por el contrario, los coches y los martillos se apoderaban de la fuga
de Bach como parte de su propia fuga, así que Agnes se llevó las
manos a las orejas y prosiguió de ese modo su camino.
En
ese momento un peatón que iba en sentido contrario la miró con odio
y se llevó un dedo a la frente, lo cual en el idioma de los gestos
de todos los países del mundo significa que se le indica a alguien
que está loco, tocado o mal de la cabeza. Agnes percibió esa
mirada, ese odio, y se apoderó de ella una rabia enloquecida. Se
detuvo. Quería lanzarse contra aquel hombre. Quería pegarle. Pero
no podía, la multitud ya se lo llevaba y alguien chocó con ella,
porque en la acera era imposible detenerse más de tres segundos.
Tuvo
que seguir su camino pero no pudo dejar de pensar en él: los dos
caminaban en medio del mismo ruido pero a pesar de eso él
consideraba necesario darle a entender que no tenía motivo alguno y
quién sabe si derecho alguno a taparse los oídos. Aquel hombre la
llamaba al orden que con su gesto había perturbado. Era la igualdad
misma la que en la persona de él la regañaba, dispuesta a no
tolerar que nadie se negara a pasar por lo que todos tienen que
pasar. La igualdad misma le prohibía no estar de acuerdo con el
mundo en el que todos vivimos.
El
deseo de matar a aquel hombre no fue sólo una reacción momentánea.
Cuando se alejó la excitación inmediata, el deseo quedó dentro de
ella y a él se unió el asombro de ver que era capaz de semejante
inquina. La imagen del hombre que se lleva el dedo a la frente se
revolvía en sus entrañas como un pescado envenenado que se
descompone lentamente y no consigue ser expulsado.
Volvió
a recordar a su padre. Desde que lo había visto retroceder ante dos
chiquillos de doce años, se lo había imaginado con frecuencia en
esta situación: se encuentra en un barco que se hunde; hay pocos
botes salvavidas y no habrá en ellos sitio para todos; por eso en
cubierta hay un furioso tumulto. El padre corre al principio junto a
los demás, pero, cuando ve cómo se empujan todos, dispuestos a
pisarse unos a otros, y cuando por fin una dama enfadada le da un
puñetazo porque le estorba en su camino, de pronto se detiene y
después se aparta por completo. Y al final se queda mirando cómo
descienden lentamente hacia las olas encrespadas los botes repletos
de gente que grita y maldice.
¿Cómo
denominar la actitud del padre? ¿Cobardía? No. Los cobardes temen
por su vida y por eso son capaces de pelear furiosamente por ella.
¿Nobleza? Podría hablarse de ella si lo que guiase al padre fuese
consideración para con el prójimo. Pero Agnes no creía en esta
motivación. ¿De qué se trataba entonces? No sabía responder. Sólo
una cosa era segura: en un barco que se hunde y en el que es
necesario pegarse con otras personas para acceder a los botes
salvavidas, su padre habría estado de antemano condenado a muerte.
Sí,
eso era seguro. La pregunta que ahora se hacía era ésta: ¿sentía
su padre hacia aquella gente del barco el odio que ella sentía hacia
la motociclista o hacia el hombre que se burlaba de ella porque se
tapaba los oídos? No, Agnes no puede imaginar que su padre supiera
odiar. El peligro del odio consiste en que nos ata al adversario en
un estrecho abrazo. En eso radica la obscenidad de la guerra: la
intimidad de la sangre que se mezcla, la lasciva proximidad de dos
soldados que se apuñalan y se miran a los ojos. Agnes está segura
de que era precisamente esta intimidad la que le repugnaba al padre.
El tumulto en el barco le asqueaba tanto que prefería ahogarse. El
contacto físico con gentes que se empujan unas a otras y se envían
mutuamente a la muerte le parecía mucho peor que terminar su vida
solo en la límpida pureza de las aguas.
El
recuerdo de su padre empezó a liberarla del odio que la había
invadido hacía un instante. La imagen envenenada del hombre que se
lleva el dedo a la frente iba desapareciendo lentamente de su mente,
que se llenaba de esta frase: no puedo odiarlos porque nada me une a
ellos; no tengo nada que ver con ellos.
La inmortalidad, 1988.
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