martes, 4 de julio de 2023

Destinitos fatales II. Andrés Caicedo.

Un empleado público se monta a las dos del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, en la siestecita de cinco minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada cuatro cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por qué será que todos están así de flacos y por qué a todos se les ve el hambre en la cara, por qué, sobre todo el chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico.
Pero mañana no va a salir nada en el periódico.

Calicalabozo, 1998.
 

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