Sentado en el patio central,
empedrado, rodeado de celdas. Después, supuse, sentado en un rincón,
mirando, se habían construido los otros pabellones, unos encima de
otros, o tocándose por los vértices, o enlazándose, y las antiguas
celdas habían pasado a ser oficinas y depósitos. El resultado era
una confusión de construcciones de distintas formas y tamaños,
puestas de cualquier modo y en cualquier parte, y todas altamente
descorazonadoras. Había ventanas que daban a otras ventanas,
escaleras en medio de un baño, pasillos que daban una vuelta para ir
a terminar contra una pared ciega, galerías que alguna vez habrían,
quizá, dominado un espacio en el que más tarde se había
construido, de modo que ahora eran corredores con barandas y
antepechos, puertas que no se abrían o se abrían sobre una pared,
cúpulas que se habían transformado en cuartos a los que había que
entrar doblado en dos, habitaciones contiguas que no se comunicaban
sino dando un largo rodeo.
Pero
me adelantó a los hechos. Me detuvieron apenas puse un pie en
tierra, me leyeron un largo memorándum en el que exponían los
cargos, y me llevaron al Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor. Nadie
quiso contestar a mis preguntas sobre el resto de la tripulación,
sobre si habría un juicio, sobre si podían tener un defensor. Nadie
quiso escuchar mis explicaciones. Simplemente, estaba preso. Se
alzaron las rejas de la entrada para dejarnos pasar, y mis guardianes
me entregaron al Director de la prisión, previa lectura del mismo
memorándum. El Director dijo ¡ajá!,
y me miró, creo, con desprecio; no, no creo, estoy seguro. Apretó
un timbre y entraron dos carceleros de uniforme, con látigos en la
mano y pistolas a la cintura.
El
Director dijo llévenselo y
me llevaron. Así de simple. Me metieron en un cuartito y me dijeron
desnúdese. Pensé me van a pegar, pero me desnudé, qué
remedio. No me pegaron, sin embargo. Después de rebuscar en mi ropa
y de quitarme papeles, lapicera, pañuelo, reloj, el dinero, y todo,
absolutamente todo lo que encontraron, me revisaron la boca, las
orejas, el pelo, el ombligo, las axilas, la entrepierna, haciendo
gestos sonrientes de aprobación, y comentarios sobre el tamaño,
forma y posibilidades de mis genitales. Me tendieron en el suelo, no
muy suavemente, me separaron las nalgas y los dedos de los pies, y me
hicieron abrir la boca nuevamente. Al fin me dejaron pararme y me
tendieron un pantalón y una camisa y nada más y me dijeron vístase.
¿Y
mi ropa?, pregunté. Tiraron todo en un rincón, el dinero y los
documentos también, y se encogieron de hombros. Vamos, dijeron. Ésa
fue la primera vez que me desorienté dentro del edificio. Ellos no:
pisaban con la seguridad de un elefante sabio y daban portazos y
recorrían pasillos con toda tranquilidad. Desembocamos en el patio y
ahí me largaron.
Descalzo
sobre las piedras no precisamente redondeadas del pavimento, dolorido
por todas partes pero sobre todo en lo más hondo de mi dignidad, con
un peso en el estómago y otro en el ánimo, miré lo que había para
mirar. Era un patio ovalado, enorme como un anfiteatro poblado por
grupos de hombres vestidos como yo. Ellos también me miraban. Y
ahora qué hago, pensé, y recordé manteos, brea y plumas, y cosas
peores, por aquello de los novatos, y yo ahí con las manos desnudas.
Qué iba a poder con tantos.
Me
dejaron solo un buen rato. Ensayé caras de criminal avezado, pero
estaba cosido de miedo. Al fin uno se desprendió y se me acercó:
muy jovencito, con el pelo enrulado y la cara hinchada del lado
izquierdo.
—Uno
de mis deseos más vehementes en este momento —me dijo—, junto
con el de la libertad y el perdón de mis mayores, es que su dios le
depare horas venturosas y plácidas, amable señor.
Debí
haber contestado algo, pero no pude. Primero me quedé absorto,
después pensé que era el prólogo a una cruel broma colectiva, y
después que era un homosexual dueño de una curiosa táctica para
insinuarse. Y bien, no. El chico sonreía y movía un brazo
invitador.
—Me
envía el Anciano Maestro a preguntarle si querría unirse a
nosotros.
Dije:
—Encantado
—y empecé a caminar.
Pero
el chico se quedó plantado ahí y batió palmas:
—¿Oyeron?
—grito a todo pulmón dirigiéndose a los presos en el patio
enorme—. ¿Oyeron? ¡El señor extranjero está encantado de unirse
a nosotros! Aquí, pensé, empieza el gran lío. Otra vez me
equivoqué, dentro de poco eso iba a ser una costumbre. Los demás se
desentendieron de nosotros después de aprobar con la cabeza, y el
chico me tomó del brazo y me llevó al extremo más alejado del
patio.
Había
diez o doce hombres rodeando a un viejo viejísimo y nos acercábamos
a ellos.
—Me
mandaron a mí —decía el muchacho hablando con dificultad—
porque soy el más joven y puede esperarse de mí que sea lo bastante
indiscreto para preguntar algo a una persona, por ilustre que sea.
Aquí
hay algo, concluí, por lo menos sé que no hay que andar preguntando
cosas.
—Bienvenido
sea, excelente señor —el viejo viejísimo había levantado su cara
llena de arrugas con una boca desdentada, hablándome con voz de
contralto—. Su dios, por lo que veo, lo ha acompañado hasta este
remoto sitio.
Confieso
que miré a mí alrededor buscando a mi dios.
Los
que estaban en cuclillas se levantaron y se corrieron para hacerme
lugar. Cuando volvieron a sentarse, el muchachito esperó a que yo
también lo hiciera, de modo que me agaché imitando a los demás, y
sólo entonces él también tomó su lugar.
Al
parecer yo no había interrumpido nada porque todos estaban en
silencio y así siguieron por un rato. Me pregunté si se esperaba
que yo dijera algo, pero qué podría decir si lo único que se me
ocurría eran preguntas y ya me había enterado de que eso era algo
que no se hacía.
De
pronto el viejo viejísimo dijo que el amable extranjero debía sin
duda tener hambre, y como el amable extranjero era yo, me di cuenta
que el peso en el estómago era, efectivamente, hambre. El peso en el
ánimo no, y no me lo saqué de allí hasta que no salí del Dulce
Recuerdo de las Jubeas en Flor, y aun entonces, no del todo. Dije que
sí, que tenía hambre, pero que no quería molestar a nadie y que
solamente me gustaría saber cuáles eran las horas de las comidas.
Esperaba haber respetado el estilo y que eso último no hubiera
sonado a pregunta. El viejo viejísimo asintió y dijo sin dirigirse
a nadie en especial:
—Tráigale
algo con que restaurar sus fuerzas al amable señor y compañero, si
es que desde ya podemos llamarlo así.
Imitando
en lo posible los cabeceos de los demás, asentí con una sonrisa a
medias. Me dolían las pantorrillas, pero seguí acuclillado.
Uno
de los del grupo se levantó y se fue.
Entonces
el viejo viejísimo dijo:
—Prosigamos.
Y
uno de los acuclillados empezó a hablar, como si continuara una
conversación recién interrumpida:
—Según
mi opinión, hay dos clases de números: los que sirven para medir lo
real y los que sirven para interpretar el universo. Estos últimos no
necesitan conexión alguna con la realidad porque no están
compuestos por unidades sino por significados.
Otros
dos hablaron al mismo tiempo.
—Superficialmente
puede ser que parezca que existen sólo dos clases de números. Pero
yo creo que las clases son infinitas —dijo uno.
—El
número en sí no existe, si bien puede ser representado. Pero
debemos tener en cuenta que la representación de una cosa no es la
cosa sino el vacío de la cosa —dijo el otro.
El
viejo viejísimo levantó una mano y dijo que no se podría continuar
hablando si se producían esos desórdenes. Y mientras yo trataba de
adivinar lo que se esperaba de mí, si debía decir alguna cosa o no,
y qué cosa en el caso de que sí, llegó el que había ido a
buscarme comida y comí.
En
un cuenco de madera había una pasta rojiza y brillante, nadando en
un caldo espeso. Con la cuchara también de madera me llevé a la
boca el asunto que resultó tener un sabor lejanamente marino, como
de mariscos muy cocidos en una salsa suave con un regusto agrio. Al
segundo bocado me pareció apetecible, y al tercero, exquisito. Para
cuando me enteré de que eran embriones de solomántides cocidos en
su jugo, ya los había comido durante demasiado tiempo, y me gustaban
y no me importaba. Pero ese primer día dejé el cuenco limpio a
fuerza de rasparlo, y después me trajeron agua. Quedé satisfecho,
muy satisfecho, y me pregunté si debía o no eructar. La cuestión
se resolvió por sí sola entre la presión física y mi cuerpo
encogido, y como todos sonrieron, me quedé tranquilo. Ya entonces
tenía las piernas dormidas y los codos clavados en los muslos, pero
seguí aguantando. Y ellos siguieron hablando de números. Cuando
alguien dijo que los números no sólo no existían sino que no
existían tampoco como representación, y aún más, que no existían
en absoluto, otro alguien entró a poner en duda la existencia de
toda representación, y de ahí la existencia de todas las cosas, de
todos los seres, y del universo mismo. Yo estaba seguro de que yo por
lo menos, existía.
Y
entonces empezó a oscurecer y a hacer frío.
Sin
embargo nadie se movió, hasta que el viejo viejísimo no dijo que el
día había terminado: así, como si hubiera sido el mismísimo Dios
Padre. Lo que me hizo acordar de mi dios personal, y empecé a
preguntarme dónde se habría metido.
El
viejo viejísimo se levantó y los demás también y yo también. Los
otros grupos empezaron a hacer lo mismo, hacía frío y me dolía el
cuerpo, sobre todo las piernas. Nos fuimos caminando despacio, hacia
una puerta por la que entramos. Segunda vez que me desorienté.
Caminamos bien hacia adentro del edificio, atravesando los sitios más
complicados, hasta llegar a una sala grande, con ventanas a un
costado, por lo menos ventanas que daban a un espacio libre por el
que mirando para arriba se veía el cielo, porque en la otra pared
más corta, no sé si dije que era una sala vagamente hexagonal,
había ventanas que daban a una pared de piedra. En el suelo había
jergones, a un costado una gran estufa, y puertas, incluso una que
abarcaba un ángulo. El viejo viejísimo me señaló un lugar y me
advirtió que me acostaría allí después de pasar a higienizarme.
Adonde
pasamos todos y nos lavamos, hicimos buches y abluciones en
palanganas fijas al piso y evacuamos en agujeros bajo los cuales se
oía correr el agua. Y al volver, como cuando había descubierto que
tenía hambre, descubrí que tenía sueño y decidí relegar el
problema de mi porvenir, es decir mi situación legal y eventualmente
mi fuga, para el día siguiente. Pero alertado como estaba sobre las
costumbres de los presos, esperé a ver qué hacían los demás, y
los demás esperaban a que se acostara el viejo viejísimo. Cosa que
hizo inesperadamente sobre las tablas del piso y no sobre un jergón
más grande o más mullido que yo había tratado de identificar en
vano. Otros también se acostaron y yo hice lo mismo.
Pero
no fue tan fácil dormir. Estaba a un paso del sueño cuando tuve que
resignarme a esperar, porque todos los demás parecían hablar al
mismo tiempo. Se me ocurrió que estarían hablando de mí, cosa
bastante comprensible, y abrí los ojos disimuladamente para mirarles
las caras y volví a equivocarme. Como yo, otros dos estaban echados
y parecían dormir. Pero los restantes debatían alguna cuestión
difícil con el viejo viejísimo como árbitro. Hasta que uno de los
hombres le pidió que designara a tres porque esa noche eran muchos.
Muchos qué, pensé, tres qué. Cerré los ojos.
Cuando
los volví a abrir el viejo viejísimo había designado a tres presos
que en silencio se desnudaban. Me puse a mirar, sin cuidarme de si me
veían o no. Uno de los tres era el muchachito de la cara hinchada.
Los otros miraban a los tres hombres desnudos, los tocaban, parecían
decidirse por uno y se le quedaban al lado, ordenadamente, sin
precipitación ni ansiedad, y vi cómo iban echándoseles encima,
cómo los gozaban y se retiraban luego para dar paso al siguiente.
Los tres se dejaban hacer con los ojos cerrados, sin protestas ni
éxtasis, y el viejo viejísimo seguía acostado sobre las maderas
del suelo. Cuando todos estuvieron satisfechos, cada uno se acostó
en su jergón y el muchachito y los otros dos entraron a los baños y
por la puerta abierta oí correr el agua.
Me
dormí.
Al
día siguiente me despertaron a gritos. No los presos, claro está,
sino los carceleros.
Estaban
en la puerta del ángulo, los látigos en la mano, la pistola a la
cintura, gritando insultos, arriba carroña basuras inmundas hijos de
perra emputecida asquerosos porquerías, pero no entraban ni se
acercaban. Los hombres se levantaban manoteando la ropa, estaba
caldeado allí dentro con el calor de la estufa retenido por las
maderas y las piedras, y muchos dormían desnudos. Yo también me
levanté. Los carceleros se fueron y volvimos a pasar por las
ceremonias del baño y las abluciones. Hubiera dado cualquier cosa
por un café, pero guiados por el viejo viejísimo nos fuimos al
patio, al mismo lugar en el que habíamos estado el día anterior.
Todos se acuclillaron alrededor del viejo viejísimo, y yo decidí
ver qué pasaba si me sentaba en el suelo con las piernas cruzadas.
No pasó nada, y así me quedé, soñando con un desayuno caliente.
Antes
de que el viejo viejísimo dijera prosigamos, yo hubiera apostado
cualquier cosa a que estaba a punto de decirlo, se acercó un hombre
de otro grupo y todas las caras de los del nuestro, la mía también,
se levantaron para mirarlo.
—Que
el nuevo día —dijo el que llegaba— esté formado por horas
felices, meditación y reposo.
El
viejo viejísimo sonrió y le dijo a alguien:
—Invite
al amable compañero a unirse a nosotros.
Uno
de los nuestros dijo:
—Considere
que nos sentiremos sumamente alegres si accede a unirse a nosotros,
amable compañero.
—Sólo
vengo —contestó el otro— enviado por mi Maestro, quien suplica
la autorización del Anciano Maestro para que uno de nosotros,
deseoso de ampliar su visión de la sabiduría del mundo, pase
algunas horas con ustedes, en la inteligencia de que proveeremos a
sus necesidades de alimento e higiene.
—Dígale
a su amable compañero —dijo el Anciano Maestro— que sentiremos
el gozo de que así lo haga.
El
hombre de nuestro grupo que había hablado antes repitió el mensaje
y el otro se fue y al rato llegó el invitado que se unió a nosotros
y otra vez empezó una conversación incomprensible acerca de
números. Yo traté de entender algo, pero todo me parecía o muy
tonto o muy profundo y además tenía hambre.
Empecé
a pensar en mi problema, no en el del hambre, que eso podía esperar,
sino en cómo salir de allí. Era muy claro que tendría que
preguntar cómo conseguir una entrevista con el Director, pero no me
animaba a hacer preguntas, por lo que había dicho el chico de la
cara hinchada. Y al pensar en él se me presentaron dos cosas:
primero, lo que había pasado la noche anterior en el dormitorio, y
segundo una idea para convertirlo en mi aliado y llegado el caso
hacerme ayudar por él. Lo busqué con la mirada y no lo encontré.
Medio
me di vuelta y lo vi acuclillado a mi derecha, un poco atrás mío,
casi rozándome.
Espléndido,
me dije, y esperé un silencio de los que eran frecuentes, entre eso
de los números. Cuando todos se callaron, tratando de no pensar en
el aplastado desnudo bajo los otros hombres del dormitorio, me di
vuelta y le dije:
—Habría
que hacer algo para que ese diente no lo molestara más.
Me
sonrió como el día anterior, como si no le hubiera pasado nada, y
me contestó que su dios determinaría el momento en el que
finalizaría su dolor. Sigamos, decidí. Le contesté que podía ver,
así, que podía ver, que su dios había dispuesto que su dolor
cesara, porque yo era el instrumento designado para detenerlo. Me
miró como si no me comprendiera y tuve miedo de haber cometido un
error, pero al segundo le brillaron los ojos y se veía que hubiera
saltado de alegría.
—Todo
lo que tiene que hacer —le dije— es conseguirme una pinza.
Hizo
que sí con la cabeza y fue a arrodillarse frente al Anciano Maestro.
Hubo una larga conversación en la que el chico pedía autorización
y explicaba sus motivos, y el viejo viejísimo aceptaba y autorizaba.
El muchachito se fue, el invitado me miraba con asombro como si yo
hubiera sido un monstruo de tres cabezas, y las disquisiciones sobre
los números o lo que fuera terminaron por completo. Yo seguía
teniendo hambre y el Anciano Maestro la emprendió con una parábola.
—Hubo
en tiempos muy lejanos —se puso a contar— un pobre hombre que
tallaba figuras para subsistir. Pero pocos eran los que compraban y
el tallador estaba cada vez más pobre, de modo que las figuras eran
cada vez menos bellas y cada vez menos parecidas al modelo. Cuando el
tallador hubo pasado varios días sin comer, las figuras que salían
de sus manos eran desatinadas y no se parecían ya a nada. Entonces
su dios se apiadó de él y determinó hacer tan gran prodigio que
acudirían de todas partes a contemplarlo. Y así hizo que las
figuras talladas cobraran vida. Mucho se espantó el tallador al ver
esto, pero después pensó: Vendrán curiosos y sabios y gentes de
lejanas tierras a ver tal prodigio y seré rico y poderoso. Las
bellas figuras animadas talladas en los días de pobreza pero antes
del hambre, lo saludaban y le sonreían. Pero las figuras monstruosas
lo amenazaban y le hacían muecas malignas, y la última que había
tallado, arrastrándose sobre sus miembros informes, se le acercó
para devorarlo. Empavorecido el tallador pidió clemencia con tales
voces que su dios se apiadó nuevamente de él y redujo a cenizas las
figuras monstruosas conservando animadas a las más bellas. Y el
tallador descubrió entre éstas a una mujer hermosísima con la que
se desposó y fue feliz durante un tiempo, y rico también exhibiendo
a los curiosos y a los sabios sus figuras animadas. Pero la mujer, si
bien de carne debido al prodigio del dios del tallador, había
conservado su alma de madera, y lo martirizó sin piedad durante el
resto de su vida, haciendo que a menudo pidiera a su dios entre
lágrimas que volviera a la vida inanimada a sus figuras aunque
tuviera que perder sus riquezas, si con ello se libraba de su mujer.
Pero
su dios, esta vez, no quiso escucharlo.
Me
quedé pensando en el significado de la cosa y en qué tendría que
ver con la muela del chico.
Por
cierto que todos los demás parecían haber comprendido porque
sonreían y cabeceaban y miraban al Anciano Maestro y me miraban a
mí, pero yo no pude sacar nada en limpio de modo que sonreí sin
mirar a nadie, y esta vez acerté. Todos, salvo mi estómago,
parecíamos estar muy contentos.
En
eso volvió el chico con una pinza. De madera. Y me la ofreció. Iba
a tener que arreglarme con eso y lo lamenté por él. Agarré la
pinza y le dije lo más suavemente que pude, que para actuar como
instrumento de su dios, primero tenía que saber su nombre.
Se
me había puesto que tenía que saber cómo se llamaba.
—Cuál
de mis nombres —dijo.
Por
lo visto había preguntas que sí se podían hacer. Pero lo malo era
que yo no sabía qué contestarle.
—El
nombre que debo usar yo —se me ocurrió.
Había
acertado otra vez.
—Sadropersi
—me dijo.
Para
mí, siempre fue Percy.
—Y
bien, Sadropersi, acuéstese en el suelo y abra la boca.
Me
parecía que había dejado de equivocarme y me sentía seguro.
Se
acostó y abrió la boca no sin antes mirar para el lado del Anciano
Maestro, y les indiqué a algunos de los otros que le sujetaran los
brazos, las piernas y la cabeza. Me dio un trabajo terrible pero le
saqué la muela. Tuve que andar muy despacio, moviéndola de un lado
para el otro antes de tirar para que no se rompiera la pinza. Y a él
tenía que dolerle como las torturas del infierno. Pero no se movió
ni se quejó una sola vez. Las lágrimas le corrían por la cara y la
sangre le inundaba la boca; tenía miedo de que se me ahogara y de
vez en cuando le levantaba la cabeza y lo hacía escupir. Finalmente
mostré la muela sostenida en la pinza, y todos suspiraron como si
les hubiera sacado una muela a cada uno.
El
Anciano Maestro sonrió y contó otra parábola:
—Estaba
una mujer cociendo tortas en aceite en espera de su marido. Pero se
le terminó el aceite y aún quedaba masa por cocer. Se dirigió a
uno de sus vecinos en procura de aceite, y éste se lo negó. Se
dirigió entonces a otro de sus vecinos quien también le negó el
aceite para terminar de cocer la masa.
Contrariada,
la mujer empezó a dar gritos y a lanzar imprecaciones a la puerta de
su vivienda, suscitando la curiosidad de los que pasaban, hasta que
uno de ellos le gritó:
«¡Haz
tú tu propio aceite y no alborotes!». Entonces la mujer se dirigió
a los fondos de su casa y cortó las semillas de la planta llamada
zyminia, las molió y las estrujó dentro de un lienzo, extrayendo
así el aceite que necesitaba. Cuando llegó el marido, le presentó
las tortas en dos fuentes y díjole: «Éstas son preparadas con el
aceite comprado al aceitero, y estas otras son preparadas con el
aceite extraído por mí de la planta llamada zyminia», y el marido
comió de las dos fuentes y las cocidas con el aceite extraído por
su mujer le supieron mejor que las otras.
Percy
sonreía más abiertamente que los otros, y yo también, cabeceando.
Ahora estaría en condiciones, dejando pasar un poco de tiempo, de
pedirle al muchacho que me indicara cómo llegar al Director. Y
mientras pensaba en eso y en mi estómago vacío, llegó la hora de
comer. No hubo nada que la anunciara, ni campana, ni llamado, ni
carceleros con látigo, nada. Pero el Anciano Maestro se levantó, y
después de él todos los demás, y nos encaminamos a una de las
puertas y llegamos al interior cálido de la prisión. Después de
vericuetos que recorríamos con el viejo viejísimo a la cabeza,
llegamos al gran comedor que estaba en el primer piso. Subimos y
bajamos tantas veces tantas escaleras, que si me hubieran dicho que
estaba en el sexto piso, lo hubiera creído. Pero desde las ventanas
se veían la planta baja, los aleros y los balcones de los otros
pisos y la llanura blanca bajo el sol. Muchos hombres cocinaban en
fogones de piedra instalados en el suelo, y los que entrábamos
íbamos dividiéndonos en grupos y nos dirigíamos a los fogones. Nos
acuclillamos todos alrededor del nuestro, y el hombre que cocinaba
nos repartió los cuencos de madera con la pasta rojiza y comimos.
Vi
que otros hacían lo que yo quería hacer, pedir más, y cuando
terminé mi ración pedí otra. Tomé mucha agua, y como el día
anterior, estaba satisfecho.
Ese
día se deslizó sin otro incidente, y la noche fue tranquila. Percy
parecía feliz y me miraba con agradecimiento. No hubo otra comida en
el día, pero no volví a tener hambre.
Terminados
el problema de la alimentación y el de la muela de Percy, tenía que
pensar en qué haría para llegar hasta el Director y en lo que diría
cuando lo viera.
Pero
cuando me acosté tenía tanto sueño, que me dormí antes de haber
podido planear algo.
A
la mañana del otro día fueron los insultos y los gritos de los
carceleros, recibidos con la misma indiferencia por los presos.
Después fueron las conversaciones en el patio, la comida, más
conversaciones, siempre sobre números, y otra noche. Decidí que al
día siguiente hablaría con Percy. Pero en ese momento necesitaba
algo más urgente: quería darme un baño. Antes de acostarnos le
dije a Percy:
—Sadropersi,
estimado amigo —trataba de aprender o por lo menos de remedar la
manera de hablar de los presos—, quisiera bañarme.
Percy
se inquietó muchísimo:
—¿Bañarse,
amable señor? —Miró para todos lados—. Nos bañan los señores
carceleros.
—No
me diga que esos brutos nos restriegan la espalda con guantes de
crin.
—Los
apreciados carceleros —(parecía que no debía haberlos calificado
de brutos)— fumigan, desinfectan y bañan a los presos
periódicamente, excelente señor y compañero.
—Está
bien —dije—. ¿Cuándo es la próxima función de fumigación,
desinfección y baño?
Pero
Percy no sabía. Calculó que podría ser pronto porque la última
sesión había tenido lugar hacía bastante tiempo, y tuve que
conformarme con las abluciones en la palangana.
Esta
noche también fue tranquila y antes de dormirme me compadecí un
poco de mí mismo. Aquí estaba yo, un descubridor de mundos, preso
en una cárcel ridícula con un nombre ridículo, entre gente que
hablaba en forma ridícula, humillado y no victorioso, degradado y no
ensalzado. ¿Y qué sería de mi nave y de mis hombres? Y lo que era
más importante: ¿Cómo iba a hacer para salir de allí? Y al llegar
al final de ese negro pensamiento, me dormí.
Al
día siguiente volví a apartarme con Percy en el baño y le planteé
mi necesidad de ver al Director.
—Al
egregio Director no puede llegar nadie, amable señor.
Me
contuve para no acordarme en voz alta y desconsideradamente de la
madre del Director y de la madre de Percy.
—Dígame,
amable Sadropersi, y si uno provoca un tumulto, ¿no lo llevan a ver
al Director?
Estaba
haciendo preguntas, demasiadas preguntas, pero no era eso lo que
parecía llamarle la atención a Percy.
—¡Un
tumulto, excelente señor extranjero y amable compañero! Nadie
provoca un tumulto.
—Ya
sé, claro, por supuesto. Pero en el caso teórico y altamente
improbable de que yo empezara una pelea en el patio, ¿no me
llevarían hasta el Director para que me castigara?
Pareció
pensar en el asunto.
—Nadie
pelearía con usted, amable compañero —dijo por fin.
Maldito
seas, Percy, pensé, y le sonreí con toda la boca:
—Bueno,
bueno, olvidemos el asunto, era una cuestión académica.
Él
también sonrió:
—Hay
mucho que decir en favor de las academias, egregio señor.
Me
había llamado egregio, lo cual era un honor, tal vez recordando lo
de la muela. Con la cara deshinchada era un lindo muchacho y uno se
explicaba que lo eligieran para el amor: me sentí realmente
inquieto. En cuanto a la enigmática observación sobre las
academias, la dejé pasar, no fuera que se le ocurriera hacer cambiar
en mi honor el tema de los números al que ya me estaba
acostumbrando, por el de las academias, sobre las que yo no sabía
nada. Sobre eso de los números tampoco, desde luego, no por lo menos
así como lo hablaban ellos.
Nos
sentamos en el patio hasta la hora de comer, comimos y volvimos al
patio, y el Anciano Maestro contó otra parábola.
—Antiguamente
los hombres eran muy desdichados pues perdían sus posesiones, aun
las más insignificantes y pequeñas, cada vez que se trasladaban de
lugar. Llevaban sólo su mujer y sus hijos y sus parientes, al menos
los que estaban en condiciones de caminar: los muy viejos quedaban
atrás. Y todo eso porque aún no se había inventado el transporte.
Los hombres viajaban con las manos vacías lamentando los enseres y
las vestiduras que quedaban en el lugar de donde partían. Pero un
hombre que debía trasladarse a una lejana ciudad, tenía una mujer a
la que amaba entrañablemente. La mujer estaba enferma, no podía
caminar, y el hombre se lamentaba llorando al pensar que debía
abandonarla.
Se
acercó al lecho en el que ella yacía y la abrazó con tal fuerza
que la levantó.
Sorprendido,
dio unos pasos con la mujer entre sus brazos, y dio otros pasos, y
salió caminando de su casa cargando a la mujer, y emprendió el
camino. De todas partes salían las gentes a verlo pasar, y de pronto
todos comprendieron que era posible llevar de un lugar a otro cuantas
cosas se pudieran cargar. Y entonces se vio a multitudes que iban de
un lugar a otro cargando muebles, enseres, colgaduras, textos, joyas
y adornos. Esto duró por mucho tiempo, con las gentes viajando en
todas direcciones y los caminos y senderos atestados de personas
felices que se mostraban unas a las otras lo que llevaban, hasta que
todos se acostumbraron y ya no llamó la atención de nadie ver pasar
a un hombre con un saco cargado en los brazos.
Cada
vez que el viejo viejísimo contaba una parábola, yo me esforzaba
honestamente por comprender el significado. De más está decir que
nunca lo conseguí. Tampoco con ésta de la invención del
transporte, que me pareció una tontería, aunque de cuando en cuando
la recuerdo y vuelvo a preguntarme si no habría algo importante
detrás de eso.
Esa
noche maldita volvió a producirse una asamblea porque los hombres
querían fornicar, y yo no me acosté, me quedé junto a los demás y
a nadie pareció llamarle la atención. El Anciano Maestro volvió a
elegir a Percy y a otros dos, que no eran los mismos de la vez
pasada. Los dos se desnudaron inmediatamente, pero Percy se echó
llorando a los pies del viejo viejísimo pidiéndole que le
permitiera estar en el otro bando.
Yo,
a mí no sé lo que me pasaba. Me daba lástima el chico, y me
parecía que era una porquería que lo sacrificara dos veces seguidas
si él no quería, pero al mismo tiempo estaba contento porque lo
deseaba, y me daba vergüenza por las dos cosas, por desearlo y por
estar contento.
El
Anciano Maestro le dijo con su suave voz de contralto que lo
perdonaba porque era muy joven para distinguir entre lo conveniente y
lo inconveniente, pero que ya sabía él, Percy, que no estaba
permitido apelar sus mandatos y que debía plegarse y obedecer a lo
que se le ordenaba. Percy entonces dejó de llorar y dijo que sí, y
el viejo viejísimo le dijo que le pidiera él mismo, como favor, que
le permitiera ser gozado por los demás.
Ahí
lo odié al viejo, pero a todos les parecía muy bien lo que había
dicho, hasta a Percy, que sonrió y dijo:
—Oh
Anciano, venerable y egregio maestro, te ruego como favor especial e
inmerecido hacia mi despreciable persona, que permitas que despierte
el goce de mis amables compañeros.
El
viejo viejísimo se permitió todavía la inmunda comedia de hacer
como que no se decidía, y Percy tuvo que insistir. Retrocedí
enfurecido, y decidí que no tomaría parte en esa bajeza. Pero
cuando Percy se desnudó y nos sonrió, me acerqué a él si bien
cuidando de estar siempre a sus espaldas para que no me viera la
cara. Cuando todo terminó, me fui a dormir, tranquilo y triste.
Ya
estaba hecho a la rutina del despertar, pero esa mañana me pareció
que los insultos de los carceleros iban dirigidos personal y
directamente a mí. Casi deseaba que se acercaran con los látigos y
me azotaran. No por haber montado a Percy, sino por sentirme tan
feliz como me sentía. Percy, por otra parte, me trataba como todos
los días, y yo tenía que hacer esfuerzos para contestarle con
naturalidad, y para mirarlo.
Tenía
que distraerme, a toda costa tenía que pensar en otra cosa y sentir
otra cosa. En el patio, mientras se hablaba de números (he aquí una
buena pregunta que oí esa mañana: ¿Se puede, con otros números
construir otro universo, o bien cambiar el universo cambiando los
números?), pensé otra vez en cómo salir de allí. La fuga parecía
ser la única posibilidad que se me dejaba, si le creía a Percy, y
por qué no habría de creerle, eso de que nadie podía llegar al
Director. Pero antes iba a intentar franquearme con el Anciano
Maestro por mucho que lo despreciara por lo que le había hecho a
Percy, ya que parecía ser la persona más importante entre los
presos. Me pregunté por qué estaría allí el viejo viejísimo. Por
corromper jovencitos, seguramente. Pero ¿y Percy? Y ésas eran
preguntas de las que no se podían hacer, seguro.
Después
de la comida se nos acercó otro hombre de otro grupo a pedir permiso
para saludar al egregio extranjero. Ya era egregio dos veces, yo. Con
las formalidades de costumbre, el viejo viejísimo se lo concedió, y
nos cambiamos saludos y buenos deseos.
Lo
que quería, él no me lo dijo, tuve que decírselo yo cuando me di
cuenta, era que le mirara la boca porque le dolía una muela. Le
encontré en un molar de arriba un agujero grande y feo.
Le
dije que se la sacaría y hubo otra retahíla de buenos deseos e
inevitablemente el Anciano Maestro contó una parábola.
—Hubo
una vez hace mucho tiempo un hombre que tenía un multicornio con el
que roturaba su campo. Sembraba después en la época propicia y se
sentaba a mirar crecer las plantas tiernas, y llegado el tiempo
recogía abundante cosecha. Pero un día nefasto el animal se
enfermó, y viendo que no curaba el hombre determinó matarlo y
vender su carne y su lana, y así lo hizo. No teniendo entonces
animal para el trabajo, él mismo tiraba de la reja para roturar la
tierra, pero el trabajo se hacía muy lentamente y se atrasaban la
siembra y la cosecha, y ésta no era tan abundante como antes.
Viéndolo un vecino en esos menesteres, díjole: «Desdichado, si
hubieras sido prudente y hubieras esperado, probablemente el animal
habría sanado y ahora no estarías agotado por el trabajo y
empobrecido por la falta de buenas cosechas». Y comprendiendo el
hombre que su vecino tenía razón, se sentó a la vera de su campo y
se lamentó llorando durante largo tiempo.
Clarísimo,
me dijo. Si el hombre no hubiera matado al animal, podían haber
pasado dos cosas: o que sanara, en cuyo caso podría haber seguido
trabajando el campo con él, o que muriera, en cuyo caso hubiera
podido vender de todas maneras la carne y la lana.
Pero
aparte de una superficial condena al apresuramiento, no veía yo qué
había allí de tan importante como para suscitar la veneración de
todos. Dejé la cuestión de lado porque la inminente sacada de otra
muela había puesto a mi persona sobre el tapete y el viejo viejísimo
le explicaba a mi paciente el delito que yo había cometido.
—El
honorable señor extranjero desembarcó en nuestra tierra sin
transmitir previamente saludo alguno con las luces de su nave y sin
dar tres vueltas sobre sí mismo —decía.
Me
sentí obligado a defenderme al ver la cara de pena con que me miraba
el de la muela cariada.
—En
primer lugar —dije—, yo ignoraba que esta tierra estuviera
habitada; y en segundo lugar, aunque lo hubiera sabido, ¿cómo podía
estar enterado del protocolo que exige los saludos luminosos y las
vueltas sobre uno mismo? Además, no se me ha hecho comparecer ante
juez alguno, ni se me ha permitido defenderme, lo cual en mi tierra
sería considerado como una muestra de barbarie.
Todos
estaban muy serios y el Anciano Maestro me dijo que la naturaleza es
la misma en todas partes, cosa con la que yo podía estar de acuerdo
o no pero que no venía al caso, y que no se podía alegar
desconocimiento de una ley para no cumplirla. No le di una trompada
en el hocico porque la llegada de Percy con la pinza de madera me
permitió pensarlo un poco y recordar que necesitaba la benevolencia
del viejo viejísimo. Hablé otra vez de los nombres, cuál de mis
nombres, el que debo usar yo, y el de la muela cariada me dijo que se
llamaba Sematrodio. Lo hice acostar y empecé otra vez mi trabajo. Me
costó más que con Percy porque estaba más agarrada que la muela
podrida del pobre chico, pero en compensación hubo menos sangre y
volví a tener un éxito retumbante y a ser egregio.
Por
suerte ese día no hubo más parábolas, pero a la noche el Anciano
Maestro me llamó junto a él y después de propinarme una cantidad
de alabanzas me dijo que quizá mi condena sería corta en vista de
mi condición de extranjero venido de tierras distantes, a lo sumo
veinte años. Creo que casi me desmayé. ¡Veinte años!, con
seguridad que cerré los ojos y me incliné hacia el suelo.
—Comprendo
su emoción —me dijo el viejo viejísimo—, yo moriré
probablemente aquí adentro, ya que se me acusó, con toda justicia,
de uso impropio de dos adjetivos calificativos, dos, advierta usted,
en el curso de un banquete oficial —suspiró—. Por eso quiero
darle, honorable extranjero y amigo, un recuerdo para que lleve a sus
tierras lejanas cuando vuelva a ellas.
Y
sacó de bajo su camisa un alto de papeles atados con un cordel. Yo
no podía pensar más que en una cosa: ¡Veinte años, veinte años,
veinte años!
—Es
—me decía el viejo viejísimo y yo me obligué a escucharlo— un
ejemplar del Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon De Las Apariencias.
Guárdelo, egregio señor extranjero, léalo y medite sobre él; yo
sé que le servirá de consuelo, ilustración y báculo.
Agarré
los papeles. Veinte años, ¿cómo era posible?, ¡veinte años!
El
viejo viejísimo se dio vuelta y cerró los ojos y yo me fui y me
acosté pero poco fue lo que dormí esa noche.
Y
a la madrugada, para tratar de olvidarme de los veinte años,
pensamiento que me impedía planear una fuga, una manera de ver al
Director, algo que me permitiera salir de allí buscar a mi
tripulación y llegar a la nave, saqué los papeles y me puse a
hojearlos al resplandor de la llanura blanca que entraba por una
ventana. Entendí tanto como lo de los números o las parábolas del
viejo viejísimo. Era como un catálogo con explicaciones, pero sin
sentido alguno. Recuerdo, tanta veces lo leí: «El Sistema ordena al
mundo en tres categorías: ante, cabe y so. A la primera pertenecen
las fuerzas, los insectos, los números, la música, el agua y los
minerales blancos. A la segunda los hombres, las frutas, el dibujo,
los licores, los templos, los pájaros, los metales rojos, la
adivinación y los vegetales de sol. A la tercera los alimentos, los
animales cubiertos de pelos y escamas, la palabra, los sacrificios,
las armas, los espejos, los metales negros, las cuerdas, los
vegetales de sombra y las llaves». Y así sucesivamente, lleno de
enumeraciones y enumeraciones que se iban haciendo cada vez más
absurdas. Al final, preceptos y poemas, y al final de toda una frase
que hablaba de un cordel que ataba todas las ideas, y que supuse que
era el cordel atando los papeles que me había dado el viejo
viejísimo, en cuyo caso los papeles serían las ideas. Pero lo
importante no era eso sino mi condena. Y pensando en mi condena, con
los papeles atados con el cordel guardados bajo mi camisa, me levanté
fui al patio, comí y pasé el resto del día.
A
la noche hubo otro conciliábulo de los hombres que reclamaban con
quién fornicar y yo temí por Percy y por mí. Pero si bien mis
temores por mí mismo estaban justificados, no era por la alegría
que hubiera podido sentir al ver elegido nuevamente a Percy, sino
porque al siniestro viejo se le ocurrió designarme a mí, a mí,
para que hiciera de mujer de los otros, a mí. Me indigné y le dije
que me importaba muy poco lo que se podía y lo que no se podía
hacer, que yo era muy macho y que de mí no se iba a aprovechar
nadie. El viejo viejísimo se sonrió y dijo un par de estupideces
pomposas: según parecía, ser elegido para eso era una muestra de
deferencia, afecto y respeto. Le dije que podían empezar a respetar
a otros porque yo no pensaba dejarme respetar.
—Ah
honorable señor extranjero y amigo —dijo el viejo viejísimo—,
pero entonces ¿quién le dará de comer, quién le proporcionará
asilo, quién lo recibirá en su grupo, quién le hará la vida
soportable en el Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor? Ojalá te
mueras, pensé, y estuve a punto de contestar: Percy. Pero no lo
hice, claro, pensando en lo que le esperaría al chico si yo lo
decía. El viejo viejísimo esperaba, supongo que esperaba que yo me
bajara los pantalones, cosa que no hice. En cambio di dos pasos y le
encaje la trompada que había estado deseando darle desde aquella
noche en que había obligado a Percy a dejarse gozar. La sangre le
corrió por la cara, hubo un silencio pesado en todo el dormitorio, y
el viejo viejísimo contó una parábola. Contó una parábola allí,
así, con los labios partidos y la nariz sangrante, y yo lo escuché
esperando que terminara para ir y darle otra trompada.
—Hubo
hace muchísimo tiempo —dijo— un niño que creció hasta
convertirse en hombre, y una vez llegado a ese estado en el que se
necesita mujer, se prendó de una prima en tercer grado y quiso
desposarla. Pero su padre había elegido para él a la hija de su
vecino a fin de unir las dos heredades, y le mandó que le
obedeciera. El joven hizo oídos sordos a las palabras de su padre, y
una noche robó a su prima y escapó con ella hacia los montes.
Vivieron felices alimentándose de frutas y de pequeñas aves y
bebiendo el agua de los arroyos hasta que los criados de su padre los
encontraron y los llevaron de vuelta a la casa. Allí celebraron con
fastos la boda del joven con la hija del vecino de su padre, y
encerraron a la prima en tercer grado en una jaula que fue expuesta
al escarnio público en la plaza.
Esa
parábola sí la entendí. Y como la entendí, en vez de darle otra
trompada al viejo viejísimo, lo agarré del cuello y se lo apreté
hasta quebrárselo. Lo dejé ahí, tirado en el suelo sobre el que
siempre dormía, con la cara ensangrentada y la cabeza formando un
ángulo recto con el cuello, y les grité a los demás:
—¡A
dormir!
Y
todos me obedecieron y se fueron a sus jergones. Me quedé dormido
instantáneamente y al día siguiente no me despertaron los insultos
de los carceleros sino una gritería atronadora. Todo el mundo corría
de un lado para otro gritando ¡la desinfección, la desinfección!
Vi
entrar a un grupo grande de carceleros con los látigos en las manos.
Esta vez los usaron: repartían latigazos a ciegas y los hombres
escapaban desnudos por el dormitorio desnudo. Yo también escapé,
tan inútilmente como los otros. De pronto los carceleros se
replegaron hacia la puerta del ángulo, y entraron otros que traían
mangueras. Nos alcanzaron los chorros de agua helada, aquí estaba el
baño que yo había andado deseando, que se estrellaban contra
nuestros cuerpos y nos clavaban a las paredes y al piso. Entonces vi
que el único que no se movía era el Anciano Maestro y me acordé
que lo había matado y por qué, y los carceleros también debieron
verlo al mismo tiempo que yo porque hubo una voz de mando y las
mangueras dejaron de vomitar agua helada. Uno de los carceleros se
acercó al cuerpo del viejo, lo tocó, con lo que la cabeza ahora
negra se bamboleó de un lado a otro, y gritó:
—Quién
hizo esto.
Me
adelanté:
—Yo.
Pensé:
si por no saludar me condenaron a veinte años, ahora me fusilan en
el acto. Ni miedo tenía.
—Vístase
y síganos.
Me
puse la camisa y los pantalones, agarré, vaya a saber por qué, los
papeles que me había dado el viejo viejísimo, lo miré a Percy y me
fui con los carceleros.
Había
conseguido al menos lo que quería: me llevaron a ver al Director.
—Estoy
enterado —me dijo—. Ha matado a un Maestro.
—Sí
—le contesté.
—Llévenselo
—les dijo a los carceleros.
Me
llevaron otra vez a la pieza en la que me habían desnudado y
revisado y vestido de presidiario, y me devolvieron todas mis cosas.
Por lo menos iba a morir como Capitán y no como presidiario, como si
eso tuviera alguna importancia. Pero me reconfortó. Puse el
Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon De Las Apariencias en el bolsillo
derecho de la chaqueta. Volvimos al despacho del Director.
—Señor
extranjero —me dijo—, será llevado hasta su nave y se le ruega
emprenda el regreso a sus tierras lo más rápidamente posible. La
acción por usted cometida no tiene precedentes en nuestra larga
historia, y hará el bien de perdonarnos y de comprendernos cuando le
decimos que nos es imposible mantener por más tiempo en uno de
nuestros establecimientos públicos a una persona como usted. Adiós.
—¿Y
mis hombre? —pregunté.
—Adiós
—repitió el Director, y los carceleros me sacaron de allí.
Me
llevaron a la nave. Parada sobre una llanura verde, tan distinta a la
superficie salitrosa sobre la que se alzaba el Dulce Recuerdo de las
Jubeas en Flor, parecía estar esperándome. La saludé militarmente,
cosa que no dejó de asombrar a los carceleros, me acerqué a ella y
abrí la escotilla.
—Adiós
—dije yo también pero no me contestaron, y no me importó porque
no era de ellos de quienes me despedía.
Miré
a mí alrededor para saber si mi dios personal se venía conmigo, y
despegué rumbo a la Tierra, con el sol de Colatino, como yo mismo
había llamado al mundo descubierto por mí, dando de plano sobre el
fuselaje y los campos y las montañas lejanas.
Adiós,
volví a decir, y me puse a leer el Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon
De Las Apariencias con la cierta atención, para distraerme en mi
solitario viaje de vuelta.
Bajo las jubeas en flor, 1973.
No hay comentarios:
Publicar un comentario