lunes, 3 de julio de 2023

Bajo las jubeas en flor. Angélica Gorodischer.

Sentado en el patio central, empedrado, rodeado de celdas. Después, supuse, sentado en un rincón, mirando, se habían construido los otros pabellones, unos encima de otros, o tocándose por los vértices, o enlazándose, y las antiguas celdas habían pasado a ser oficinas y depósitos. El resultado era una confusión de construcciones de distintas formas y tamaños, puestas de cualquier modo y en cualquier parte, y todas altamente descorazonadoras. Había ventanas que daban a otras ventanas, escaleras en medio de un baño, pasillos que daban una vuelta para ir a terminar contra una pared ciega, galerías que alguna vez habrían, quizá, dominado un espacio en el que más tarde se había construido, de modo que ahora eran corredores con barandas y antepechos, puertas que no se abrían o se abrían sobre una pared, cúpulas que se habían transformado en cuartos a los que había que entrar doblado en dos, habitaciones contiguas que no se comunicaban sino dando un largo rodeo.
Pero me adelantó a los hechos. Me detuvieron apenas puse un pie en tierra, me leyeron un largo memorándum en el que exponían los cargos, y me llevaron al Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor. Nadie quiso contestar a mis preguntas sobre el resto de la tripulación, sobre si habría un juicio, sobre si podían tener un defensor. Nadie quiso escuchar mis explicaciones. Simplemente, estaba preso. Se alzaron las rejas de la entrada para dejarnos pasar, y mis guardianes me entregaron al Director de la prisión, previa lectura del mismo memorándum. El Director dijo ¡ajá!, y me miró, creo, con desprecio; no, no creo, estoy seguro. Apretó un timbre y entraron dos carceleros de uniforme, con látigos en la mano y pistolas a la cintura.
El Director dijo llévenselo y me llevaron. Así de simple. Me metieron en un cuartito y me dijeron desnúdese. Pensé me van a pegar, pero me desnudé, qué remedio. No me pegaron, sin embargo. Después de rebuscar en mi ropa y de quitarme papeles, lapicera, pañuelo, reloj, el dinero, y todo, absolutamente todo lo que encontraron, me revisaron la boca, las orejas, el pelo, el ombligo, las axilas, la entrepierna, haciendo gestos sonrientes de aprobación, y comentarios sobre el tamaño, forma y posibilidades de mis genitales. Me tendieron en el suelo, no muy suavemente, me separaron las nalgas y los dedos de los pies, y me hicieron abrir la boca nuevamente. Al fin me dejaron pararme y me tendieron un pantalón y una camisa y nada más y me dijeron vístase.
¿Y mi ropa?, pregunté. Tiraron todo en un rincón, el dinero y los documentos también, y se encogieron de hombros. Vamos, dijeron. Ésa fue la primera vez que me desorienté dentro del edificio. Ellos no: pisaban con la seguridad de un elefante sabio y daban portazos y recorrían pasillos con toda tranquilidad. Desembocamos en el patio y ahí me largaron.
Descalzo sobre las piedras no precisamente redondeadas del pavimento, dolorido por todas partes pero sobre todo en lo más hondo de mi dignidad, con un peso en el estómago y otro en el ánimo, miré lo que había para mirar. Era un patio ovalado, enorme como un anfiteatro poblado por grupos de hombres vestidos como yo. Ellos también me miraban. Y ahora qué hago, pensé, y recordé manteos, brea y plumas, y cosas peores, por aquello de los novatos, y yo ahí con las manos desnudas. Qué iba a poder con tantos.
Me dejaron solo un buen rato. Ensayé caras de criminal avezado, pero estaba cosido de miedo. Al fin uno se desprendió y se me acercó: muy jovencito, con el pelo enrulado y la cara hinchada del lado izquierdo.
Uno de mis deseos más vehementes en este momento —me dijo—, junto con el de la libertad y el perdón de mis mayores, es que su dios le depare horas venturosas y plácidas, amable señor.
Debí haber contestado algo, pero no pude. Primero me quedé absorto, después pensé que era el prólogo a una cruel broma colectiva, y después que era un homosexual dueño de una curiosa táctica para insinuarse. Y bien, no. El chico sonreía y movía un brazo invitador.
Me envía el Anciano Maestro a preguntarle si querría unirse a nosotros.
Dije:
Encantado —y empecé a caminar.
Pero el chico se quedó plantado ahí y batió palmas:
¿Oyeron? —grito a todo pulmón dirigiéndose a los presos en el patio enorme—. ¿Oyeron? ¡El señor extranjero está encantado de unirse a nosotros! Aquí, pensé, empieza el gran lío. Otra vez me equivoqué, dentro de poco eso iba a ser una costumbre. Los demás se desentendieron de nosotros después de aprobar con la cabeza, y el chico me tomó del brazo y me llevó al extremo más alejado del patio.
Había diez o doce hombres rodeando a un viejo viejísimo y nos acercábamos a ellos.
Me mandaron a mí —decía el muchacho hablando con dificultad— porque soy el más joven y puede esperarse de mí que sea lo bastante indiscreto para preguntar algo a una persona, por ilustre que sea.
Aquí hay algo, concluí, por lo menos sé que no hay que andar preguntando cosas.
Bienvenido sea, excelente señor —el viejo viejísimo había levantado su cara llena de arrugas con una boca desdentada, hablándome con voz de contralto—. Su dios, por lo que veo, lo ha acompañado hasta este remoto sitio.
Confieso que miré a mí alrededor buscando a mi dios.
Los que estaban en cuclillas se levantaron y se corrieron para hacerme lugar. Cuando volvieron a sentarse, el muchachito esperó a que yo también lo hiciera, de modo que me agaché imitando a los demás, y sólo entonces él también tomó su lugar.
Al parecer yo no había interrumpido nada porque todos estaban en silencio y así siguieron por un rato. Me pregunté si se esperaba que yo dijera algo, pero qué podría decir si lo único que se me ocurría eran preguntas y ya me había enterado de que eso era algo que no se hacía.
De pronto el viejo viejísimo dijo que el amable extranjero debía sin duda tener hambre, y como el amable extranjero era yo, me di cuenta que el peso en el estómago era, efectivamente, hambre. El peso en el ánimo no, y no me lo saqué de allí hasta que no salí del Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor, y aun entonces, no del todo. Dije que sí, que tenía hambre, pero que no quería molestar a nadie y que solamente me gustaría saber cuáles eran las horas de las comidas. Esperaba haber respetado el estilo y que eso último no hubiera sonado a pregunta. El viejo viejísimo asintió y dijo sin dirigirse a nadie en especial:
Tráigale algo con que restaurar sus fuerzas al amable señor y compañero, si es que desde ya podemos llamarlo así.
Imitando en lo posible los cabeceos de los demás, asentí con una sonrisa a medias. Me dolían las pantorrillas, pero seguí acuclillado.
Uno de los del grupo se levantó y se fue.
Entonces el viejo viejísimo dijo:
Prosigamos.
Y uno de los acuclillados empezó a hablar, como si continuara una conversación recién interrumpida:
Según mi opinión, hay dos clases de números: los que sirven para medir lo real y los que sirven para interpretar el universo. Estos últimos no necesitan conexión alguna con la realidad porque no están compuestos por unidades sino por significados.
Otros dos hablaron al mismo tiempo.
Superficialmente puede ser que parezca que existen sólo dos clases de números. Pero yo creo que las clases son infinitas —dijo uno.
El número en sí no existe, si bien puede ser representado. Pero debemos tener en cuenta que la representación de una cosa no es la cosa sino el vacío de la cosa —dijo el otro.
El viejo viejísimo levantó una mano y dijo que no se podría continuar hablando si se producían esos desórdenes. Y mientras yo trataba de adivinar lo que se esperaba de mí, si debía decir alguna cosa o no, y qué cosa en el caso de que sí, llegó el que había ido a buscarme comida y comí.
En un cuenco de madera había una pasta rojiza y brillante, nadando en un caldo espeso. Con la cuchara también de madera me llevé a la boca el asunto que resultó tener un sabor lejanamente marino, como de mariscos muy cocidos en una salsa suave con un regusto agrio. Al segundo bocado me pareció apetecible, y al tercero, exquisito. Para cuando me enteré de que eran embriones de solomántides cocidos en su jugo, ya los había comido durante demasiado tiempo, y me gustaban y no me importaba. Pero ese primer día dejé el cuenco limpio a fuerza de rasparlo, y después me trajeron agua. Quedé satisfecho, muy satisfecho, y me pregunté si debía o no eructar. La cuestión se resolvió por sí sola entre la presión física y mi cuerpo encogido, y como todos sonrieron, me quedé tranquilo. Ya entonces tenía las piernas dormidas y los codos clavados en los muslos, pero seguí aguantando. Y ellos siguieron hablando de números. Cuando alguien dijo que los números no sólo no existían sino que no existían tampoco como representación, y aún más, que no existían en absoluto, otro alguien entró a poner en duda la existencia de toda representación, y de ahí la existencia de todas las cosas, de todos los seres, y del universo mismo. Yo estaba seguro de que yo por lo menos, existía.
Y entonces empezó a oscurecer y a hacer frío.
Sin embargo nadie se movió, hasta que el viejo viejísimo no dijo que el día había terminado: así, como si hubiera sido el mismísimo Dios Padre. Lo que me hizo acordar de mi dios personal, y empecé a preguntarme dónde se habría metido.
El viejo viejísimo se levantó y los demás también y yo también. Los otros grupos empezaron a hacer lo mismo, hacía frío y me dolía el cuerpo, sobre todo las piernas. Nos fuimos caminando despacio, hacia una puerta por la que entramos. Segunda vez que me desorienté. Caminamos bien hacia adentro del edificio, atravesando los sitios más complicados, hasta llegar a una sala grande, con ventanas a un costado, por lo menos ventanas que daban a un espacio libre por el que mirando para arriba se veía el cielo, porque en la otra pared más corta, no sé si dije que era una sala vagamente hexagonal, había ventanas que daban a una pared de piedra. En el suelo había jergones, a un costado una gran estufa, y puertas, incluso una que abarcaba un ángulo. El viejo viejísimo me señaló un lugar y me advirtió que me acostaría allí después de pasar a higienizarme.
Adonde pasamos todos y nos lavamos, hicimos buches y abluciones en palanganas fijas al piso y evacuamos en agujeros bajo los cuales se oía correr el agua. Y al volver, como cuando había descubierto que tenía hambre, descubrí que tenía sueño y decidí relegar el problema de mi porvenir, es decir mi situación legal y eventualmente mi fuga, para el día siguiente. Pero alertado como estaba sobre las costumbres de los presos, esperé a ver qué hacían los demás, y los demás esperaban a que se acostara el viejo viejísimo. Cosa que hizo inesperadamente sobre las tablas del piso y no sobre un jergón más grande o más mullido que yo había tratado de identificar en vano. Otros también se acostaron y yo hice lo mismo.
Pero no fue tan fácil dormir. Estaba a un paso del sueño cuando tuve que resignarme a esperar, porque todos los demás parecían hablar al mismo tiempo. Se me ocurrió que estarían hablando de mí, cosa bastante comprensible, y abrí los ojos disimuladamente para mirarles las caras y volví a equivocarme. Como yo, otros dos estaban echados y parecían dormir. Pero los restantes debatían alguna cuestión difícil con el viejo viejísimo como árbitro. Hasta que uno de los hombres le pidió que designara a tres porque esa noche eran muchos. Muchos qué, pensé, tres qué. Cerré los ojos.
Cuando los volví a abrir el viejo viejísimo había designado a tres presos que en silencio se desnudaban. Me puse a mirar, sin cuidarme de si me veían o no. Uno de los tres era el muchachito de la cara hinchada. Los otros miraban a los tres hombres desnudos, los tocaban, parecían decidirse por uno y se le quedaban al lado, ordenadamente, sin precipitación ni ansiedad, y vi cómo iban echándoseles encima, cómo los gozaban y se retiraban luego para dar paso al siguiente. Los tres se dejaban hacer con los ojos cerrados, sin protestas ni éxtasis, y el viejo viejísimo seguía acostado sobre las maderas del suelo. Cuando todos estuvieron satisfechos, cada uno se acostó en su jergón y el muchachito y los otros dos entraron a los baños y por la puerta abierta oí correr el agua.
Me dormí.
Al día siguiente me despertaron a gritos. No los presos, claro está, sino los carceleros.
Estaban en la puerta del ángulo, los látigos en la mano, la pistola a la cintura, gritando insultos, arriba carroña basuras inmundas hijos de perra emputecida asquerosos porquerías, pero no entraban ni se acercaban. Los hombres se levantaban manoteando la ropa, estaba caldeado allí dentro con el calor de la estufa retenido por las maderas y las piedras, y muchos dormían desnudos. Yo también me levanté. Los carceleros se fueron y volvimos a pasar por las ceremonias del baño y las abluciones. Hubiera dado cualquier cosa por un café, pero guiados por el viejo viejísimo nos fuimos al patio, al mismo lugar en el que habíamos estado el día anterior. Todos se acuclillaron alrededor del viejo viejísimo, y yo decidí ver qué pasaba si me sentaba en el suelo con las piernas cruzadas. No pasó nada, y así me quedé, soñando con un desayuno caliente.
Antes de que el viejo viejísimo dijera prosigamos, yo hubiera apostado cualquier cosa a que estaba a punto de decirlo, se acercó un hombre de otro grupo y todas las caras de los del nuestro, la mía también, se levantaron para mirarlo.
Que el nuevo día —dijo el que llegaba— esté formado por horas felices, meditación y reposo.
El viejo viejísimo sonrió y le dijo a alguien:
Invite al amable compañero a unirse a nosotros.
Uno de los nuestros dijo:
Considere que nos sentiremos sumamente alegres si accede a unirse a nosotros, amable compañero.
Sólo vengo —contestó el otro— enviado por mi Maestro, quien suplica la autorización del Anciano Maestro para que uno de nosotros, deseoso de ampliar su visión de la sabiduría del mundo, pase algunas horas con ustedes, en la inteligencia de que proveeremos a sus necesidades de alimento e higiene.
Dígale a su amable compañero —dijo el Anciano Maestro— que sentiremos el gozo de que así lo haga.
El hombre de nuestro grupo que había hablado antes repitió el mensaje y el otro se fue y al rato llegó el invitado que se unió a nosotros y otra vez empezó una conversación incomprensible acerca de números. Yo traté de entender algo, pero todo me parecía o muy tonto o muy profundo y además tenía hambre.
Empecé a pensar en mi problema, no en el del hambre, que eso podía esperar, sino en cómo salir de allí. Era muy claro que tendría que preguntar cómo conseguir una entrevista con el Director, pero no me animaba a hacer preguntas, por lo que había dicho el chico de la cara hinchada. Y al pensar en él se me presentaron dos cosas: primero, lo que había pasado la noche anterior en el dormitorio, y segundo una idea para convertirlo en mi aliado y llegado el caso hacerme ayudar por él. Lo busqué con la mirada y no lo encontré.
Medio me di vuelta y lo vi acuclillado a mi derecha, un poco atrás mío, casi rozándome.
Espléndido, me dije, y esperé un silencio de los que eran frecuentes, entre eso de los números. Cuando todos se callaron, tratando de no pensar en el aplastado desnudo bajo los otros hombres del dormitorio, me di vuelta y le dije:
Habría que hacer algo para que ese diente no lo molestara más.
Me sonrió como el día anterior, como si no le hubiera pasado nada, y me contestó que su dios determinaría el momento en el que finalizaría su dolor. Sigamos, decidí. Le contesté que podía ver, así, que podía ver, que su dios había dispuesto que su dolor cesara, porque yo era el instrumento designado para detenerlo. Me miró como si no me comprendiera y tuve miedo de haber cometido un error, pero al segundo le brillaron los ojos y se veía que hubiera saltado de alegría.
Todo lo que tiene que hacer —le dije— es conseguirme una pinza.
Hizo que sí con la cabeza y fue a arrodillarse frente al Anciano Maestro. Hubo una larga conversación en la que el chico pedía autorización y explicaba sus motivos, y el viejo viejísimo aceptaba y autorizaba. El muchachito se fue, el invitado me miraba con asombro como si yo hubiera sido un monstruo de tres cabezas, y las disquisiciones sobre los números o lo que fuera terminaron por completo. Yo seguía teniendo hambre y el Anciano Maestro la emprendió con una parábola.
Hubo en tiempos muy lejanos —se puso a contar— un pobre hombre que tallaba figuras para subsistir. Pero pocos eran los que compraban y el tallador estaba cada vez más pobre, de modo que las figuras eran cada vez menos bellas y cada vez menos parecidas al modelo. Cuando el tallador hubo pasado varios días sin comer, las figuras que salían de sus manos eran desatinadas y no se parecían ya a nada. Entonces su dios se apiadó de él y determinó hacer tan gran prodigio que acudirían de todas partes a contemplarlo. Y así hizo que las figuras talladas cobraran vida. Mucho se espantó el tallador al ver esto, pero después pensó: Vendrán curiosos y sabios y gentes de lejanas tierras a ver tal prodigio y seré rico y poderoso. Las bellas figuras animadas talladas en los días de pobreza pero antes del hambre, lo saludaban y le sonreían. Pero las figuras monstruosas lo amenazaban y le hacían muecas malignas, y la última que había tallado, arrastrándose sobre sus miembros informes, se le acercó para devorarlo. Empavorecido el tallador pidió clemencia con tales voces que su dios se apiadó nuevamente de él y redujo a cenizas las figuras monstruosas conservando animadas a las más bellas. Y el tallador descubrió entre éstas a una mujer hermosísima con la que se desposó y fue feliz durante un tiempo, y rico también exhibiendo a los curiosos y a los sabios sus figuras animadas. Pero la mujer, si bien de carne debido al prodigio del dios del tallador, había conservado su alma de madera, y lo martirizó sin piedad durante el resto de su vida, haciendo que a menudo pidiera a su dios entre lágrimas que volviera a la vida inanimada a sus figuras aunque tuviera que perder sus riquezas, si con ello se libraba de su mujer.
Pero su dios, esta vez, no quiso escucharlo.
Me quedé pensando en el significado de la cosa y en qué tendría que ver con la muela del chico.
Por cierto que todos los demás parecían haber comprendido porque sonreían y cabeceaban y miraban al Anciano Maestro y me miraban a mí, pero yo no pude sacar nada en limpio de modo que sonreí sin mirar a nadie, y esta vez acerté. Todos, salvo mi estómago, parecíamos estar muy contentos.
En eso volvió el chico con una pinza. De madera. Y me la ofreció. Iba a tener que arreglarme con eso y lo lamenté por él. Agarré la pinza y le dije lo más suavemente que pude, que para actuar como instrumento de su dios, primero tenía que saber su nombre.
Se me había puesto que tenía que saber cómo se llamaba.
Cuál de mis nombres —dijo.
Por lo visto había preguntas que sí se podían hacer. Pero lo malo era que yo no sabía qué contestarle.
El nombre que debo usar yo —se me ocurrió.
Había acertado otra vez.
Sadropersi —me dijo.
Para mí, siempre fue Percy.
Y bien, Sadropersi, acuéstese en el suelo y abra la boca.
Me parecía que había dejado de equivocarme y me sentía seguro.
Se acostó y abrió la boca no sin antes mirar para el lado del Anciano Maestro, y les indiqué a algunos de los otros que le sujetaran los brazos, las piernas y la cabeza. Me dio un trabajo terrible pero le saqué la muela. Tuve que andar muy despacio, moviéndola de un lado para el otro antes de tirar para que no se rompiera la pinza. Y a él tenía que dolerle como las torturas del infierno. Pero no se movió ni se quejó una sola vez. Las lágrimas le corrían por la cara y la sangre le inundaba la boca; tenía miedo de que se me ahogara y de vez en cuando le levantaba la cabeza y lo hacía escupir. Finalmente mostré la muela sostenida en la pinza, y todos suspiraron como si les hubiera sacado una muela a cada uno.
El Anciano Maestro sonrió y contó otra parábola:
Estaba una mujer cociendo tortas en aceite en espera de su marido. Pero se le terminó el aceite y aún quedaba masa por cocer. Se dirigió a uno de sus vecinos en procura de aceite, y éste se lo negó. Se dirigió entonces a otro de sus vecinos quien también le negó el aceite para terminar de cocer la masa.
Contrariada, la mujer empezó a dar gritos y a lanzar imprecaciones a la puerta de su vivienda, suscitando la curiosidad de los que pasaban, hasta que uno de ellos le gritó:
«¡Haz tú tu propio aceite y no alborotes!». Entonces la mujer se dirigió a los fondos de su casa y cortó las semillas de la planta llamada zyminia, las molió y las estrujó dentro de un lienzo, extrayendo así el aceite que necesitaba. Cuando llegó el marido, le presentó las tortas en dos fuentes y díjole: «Éstas son preparadas con el aceite comprado al aceitero, y estas otras son preparadas con el aceite extraído por mí de la planta llamada zyminia», y el marido comió de las dos fuentes y las cocidas con el aceite extraído por su mujer le supieron mejor que las otras.
Percy sonreía más abiertamente que los otros, y yo también, cabeceando. Ahora estaría en condiciones, dejando pasar un poco de tiempo, de pedirle al muchacho que me indicara cómo llegar al Director. Y mientras pensaba en eso y en mi estómago vacío, llegó la hora de comer. No hubo nada que la anunciara, ni campana, ni llamado, ni carceleros con látigo, nada. Pero el Anciano Maestro se levantó, y después de él todos los demás, y nos encaminamos a una de las puertas y llegamos al interior cálido de la prisión. Después de vericuetos que recorríamos con el viejo viejísimo a la cabeza, llegamos al gran comedor que estaba en el primer piso. Subimos y bajamos tantas veces tantas escaleras, que si me hubieran dicho que estaba en el sexto piso, lo hubiera creído. Pero desde las ventanas se veían la planta baja, los aleros y los balcones de los otros pisos y la llanura blanca bajo el sol. Muchos hombres cocinaban en fogones de piedra instalados en el suelo, y los que entrábamos íbamos dividiéndonos en grupos y nos dirigíamos a los fogones. Nos acuclillamos todos alrededor del nuestro, y el hombre que cocinaba nos repartió los cuencos de madera con la pasta rojiza y comimos.
Vi que otros hacían lo que yo quería hacer, pedir más, y cuando terminé mi ración pedí otra. Tomé mucha agua, y como el día anterior, estaba satisfecho.
Ese día se deslizó sin otro incidente, y la noche fue tranquila. Percy parecía feliz y me miraba con agradecimiento. No hubo otra comida en el día, pero no volví a tener hambre.
Terminados el problema de la alimentación y el de la muela de Percy, tenía que pensar en qué haría para llegar hasta el Director y en lo que diría cuando lo viera.
Pero cuando me acosté tenía tanto sueño, que me dormí antes de haber podido planear algo.
A la mañana del otro día fueron los insultos y los gritos de los carceleros, recibidos con la misma indiferencia por los presos. Después fueron las conversaciones en el patio, la comida, más conversaciones, siempre sobre números, y otra noche. Decidí que al día siguiente hablaría con Percy. Pero en ese momento necesitaba algo más urgente: quería darme un baño. Antes de acostarnos le dije a Percy:
Sadropersi, estimado amigo —trataba de aprender o por lo menos de remedar la manera de hablar de los presos—, quisiera bañarme.
Percy se inquietó muchísimo:
¿Bañarse, amable señor? —Miró para todos lados—. Nos bañan los señores carceleros.
No me diga que esos brutos nos restriegan la espalda con guantes de crin.
Los apreciados carceleros —(parecía que no debía haberlos calificado de brutos)— fumigan, desinfectan y bañan a los presos periódicamente, excelente señor y compañero.
Está bien —dije—. ¿Cuándo es la próxima función de fumigación, desinfección y baño?
Pero Percy no sabía. Calculó que podría ser pronto porque la última sesión había tenido lugar hacía bastante tiempo, y tuve que conformarme con las abluciones en la palangana.
Esta noche también fue tranquila y antes de dormirme me compadecí un poco de mí mismo. Aquí estaba yo, un descubridor de mundos, preso en una cárcel ridícula con un nombre ridículo, entre gente que hablaba en forma ridícula, humillado y no victorioso, degradado y no ensalzado. ¿Y qué sería de mi nave y de mis hombres? Y lo que era más importante: ¿Cómo iba a hacer para salir de allí? Y al llegar al final de ese negro pensamiento, me dormí.
Al día siguiente volví a apartarme con Percy en el baño y le planteé mi necesidad de ver al Director.
Al egregio Director no puede llegar nadie, amable señor.
Me contuve para no acordarme en voz alta y desconsideradamente de la madre del Director y de la madre de Percy.
Dígame, amable Sadropersi, y si uno provoca un tumulto, ¿no lo llevan a ver al Director?
Estaba haciendo preguntas, demasiadas preguntas, pero no era eso lo que parecía llamarle la atención a Percy.
¡Un tumulto, excelente señor extranjero y amable compañero! Nadie provoca un tumulto.
Ya sé, claro, por supuesto. Pero en el caso teórico y altamente improbable de que yo empezara una pelea en el patio, ¿no me llevarían hasta el Director para que me castigara?
Pareció pensar en el asunto.
Nadie pelearía con usted, amable compañero —dijo por fin.
Maldito seas, Percy, pensé, y le sonreí con toda la boca:
Bueno, bueno, olvidemos el asunto, era una cuestión académica.
Él también sonrió:
Hay mucho que decir en favor de las academias, egregio señor.
Me había llamado egregio, lo cual era un honor, tal vez recordando lo de la muela. Con la cara deshinchada era un lindo muchacho y uno se explicaba que lo eligieran para el amor: me sentí realmente inquieto. En cuanto a la enigmática observación sobre las academias, la dejé pasar, no fuera que se le ocurriera hacer cambiar en mi honor el tema de los números al que ya me estaba acostumbrando, por el de las academias, sobre las que yo no sabía nada. Sobre eso de los números tampoco, desde luego, no por lo menos así como lo hablaban ellos.
Nos sentamos en el patio hasta la hora de comer, comimos y volvimos al patio, y el Anciano Maestro contó otra parábola.
Antiguamente los hombres eran muy desdichados pues perdían sus posesiones, aun las más insignificantes y pequeñas, cada vez que se trasladaban de lugar. Llevaban sólo su mujer y sus hijos y sus parientes, al menos los que estaban en condiciones de caminar: los muy viejos quedaban atrás. Y todo eso porque aún no se había inventado el transporte. Los hombres viajaban con las manos vacías lamentando los enseres y las vestiduras que quedaban en el lugar de donde partían. Pero un hombre que debía trasladarse a una lejana ciudad, tenía una mujer a la que amaba entrañablemente. La mujer estaba enferma, no podía caminar, y el hombre se lamentaba llorando al pensar que debía abandonarla.
Se acercó al lecho en el que ella yacía y la abrazó con tal fuerza que la levantó.
Sorprendido, dio unos pasos con la mujer entre sus brazos, y dio otros pasos, y salió caminando de su casa cargando a la mujer, y emprendió el camino. De todas partes salían las gentes a verlo pasar, y de pronto todos comprendieron que era posible llevar de un lugar a otro cuantas cosas se pudieran cargar. Y entonces se vio a multitudes que iban de un lugar a otro cargando muebles, enseres, colgaduras, textos, joyas y adornos. Esto duró por mucho tiempo, con las gentes viajando en todas direcciones y los caminos y senderos atestados de personas felices que se mostraban unas a las otras lo que llevaban, hasta que todos se acostumbraron y ya no llamó la atención de nadie ver pasar a un hombre con un saco cargado en los brazos.
Cada vez que el viejo viejísimo contaba una parábola, yo me esforzaba honestamente por comprender el significado. De más está decir que nunca lo conseguí. Tampoco con ésta de la invención del transporte, que me pareció una tontería, aunque de cuando en cuando la recuerdo y vuelvo a preguntarme si no habría algo importante detrás de eso.
Esa noche maldita volvió a producirse una asamblea porque los hombres querían fornicar, y yo no me acosté, me quedé junto a los demás y a nadie pareció llamarle la atención. El Anciano Maestro volvió a elegir a Percy y a otros dos, que no eran los mismos de la vez pasada. Los dos se desnudaron inmediatamente, pero Percy se echó llorando a los pies del viejo viejísimo pidiéndole que le permitiera estar en el otro bando.
Yo, a mí no sé lo que me pasaba. Me daba lástima el chico, y me parecía que era una porquería que lo sacrificara dos veces seguidas si él no quería, pero al mismo tiempo estaba contento porque lo deseaba, y me daba vergüenza por las dos cosas, por desearlo y por estar contento.
El Anciano Maestro le dijo con su suave voz de contralto que lo perdonaba porque era muy joven para distinguir entre lo conveniente y lo inconveniente, pero que ya sabía él, Percy, que no estaba permitido apelar sus mandatos y que debía plegarse y obedecer a lo que se le ordenaba. Percy entonces dejó de llorar y dijo que sí, y el viejo viejísimo le dijo que le pidiera él mismo, como favor, que le permitiera ser gozado por los demás.
Ahí lo odié al viejo, pero a todos les parecía muy bien lo que había dicho, hasta a Percy, que sonrió y dijo:
Oh Anciano, venerable y egregio maestro, te ruego como favor especial e inmerecido hacia mi despreciable persona, que permitas que despierte el goce de mis amables compañeros.
El viejo viejísimo se permitió todavía la inmunda comedia de hacer como que no se decidía, y Percy tuvo que insistir. Retrocedí enfurecido, y decidí que no tomaría parte en esa bajeza. Pero cuando Percy se desnudó y nos sonrió, me acerqué a él si bien cuidando de estar siempre a sus espaldas para que no me viera la cara. Cuando todo terminó, me fui a dormir, tranquilo y triste.
Ya estaba hecho a la rutina del despertar, pero esa mañana me pareció que los insultos de los carceleros iban dirigidos personal y directamente a mí. Casi deseaba que se acercaran con los látigos y me azotaran. No por haber montado a Percy, sino por sentirme tan feliz como me sentía. Percy, por otra parte, me trataba como todos los días, y yo tenía que hacer esfuerzos para contestarle con naturalidad, y para mirarlo.
Tenía que distraerme, a toda costa tenía que pensar en otra cosa y sentir otra cosa. En el patio, mientras se hablaba de números (he aquí una buena pregunta que oí esa mañana: ¿Se puede, con otros números construir otro universo, o bien cambiar el universo cambiando los números?), pensé otra vez en cómo salir de allí. La fuga parecía ser la única posibilidad que se me dejaba, si le creía a Percy, y por qué no habría de creerle, eso de que nadie podía llegar al Director. Pero antes iba a intentar franquearme con el Anciano Maestro por mucho que lo despreciara por lo que le había hecho a Percy, ya que parecía ser la persona más importante entre los presos. Me pregunté por qué estaría allí el viejo viejísimo. Por corromper jovencitos, seguramente. Pero ¿y Percy? Y ésas eran preguntas de las que no se podían hacer, seguro.
Después de la comida se nos acercó otro hombre de otro grupo a pedir permiso para saludar al egregio extranjero. Ya era egregio dos veces, yo. Con las formalidades de costumbre, el viejo viejísimo se lo concedió, y nos cambiamos saludos y buenos deseos.
Lo que quería, él no me lo dijo, tuve que decírselo yo cuando me di cuenta, era que le mirara la boca porque le dolía una muela. Le encontré en un molar de arriba un agujero grande y feo.
Le dije que se la sacaría y hubo otra retahíla de buenos deseos e inevitablemente el Anciano Maestro contó una parábola.
Hubo una vez hace mucho tiempo un hombre que tenía un multicornio con el que roturaba su campo. Sembraba después en la época propicia y se sentaba a mirar crecer las plantas tiernas, y llegado el tiempo recogía abundante cosecha. Pero un día nefasto el animal se enfermó, y viendo que no curaba el hombre determinó matarlo y vender su carne y su lana, y así lo hizo. No teniendo entonces animal para el trabajo, él mismo tiraba de la reja para roturar la tierra, pero el trabajo se hacía muy lentamente y se atrasaban la siembra y la cosecha, y ésta no era tan abundante como antes. Viéndolo un vecino en esos menesteres, díjole: «Desdichado, si hubieras sido prudente y hubieras esperado, probablemente el animal habría sanado y ahora no estarías agotado por el trabajo y empobrecido por la falta de buenas cosechas». Y comprendiendo el hombre que su vecino tenía razón, se sentó a la vera de su campo y se lamentó llorando durante largo tiempo.
Clarísimo, me dijo. Si el hombre no hubiera matado al animal, podían haber pasado dos cosas: o que sanara, en cuyo caso podría haber seguido trabajando el campo con él, o que muriera, en cuyo caso hubiera podido vender de todas maneras la carne y la lana.
Pero aparte de una superficial condena al apresuramiento, no veía yo qué había allí de tan importante como para suscitar la veneración de todos. Dejé la cuestión de lado porque la inminente sacada de otra muela había puesto a mi persona sobre el tapete y el viejo viejísimo le explicaba a mi paciente el delito que yo había cometido.
El honorable señor extranjero desembarcó en nuestra tierra sin transmitir previamente saludo alguno con las luces de su nave y sin dar tres vueltas sobre sí mismo —decía.
Me sentí obligado a defenderme al ver la cara de pena con que me miraba el de la muela cariada.
En primer lugar —dije—, yo ignoraba que esta tierra estuviera habitada; y en segundo lugar, aunque lo hubiera sabido, ¿cómo podía estar enterado del protocolo que exige los saludos luminosos y las vueltas sobre uno mismo? Además, no se me ha hecho comparecer ante juez alguno, ni se me ha permitido defenderme, lo cual en mi tierra sería considerado como una muestra de barbarie.
Todos estaban muy serios y el Anciano Maestro me dijo que la naturaleza es la misma en todas partes, cosa con la que yo podía estar de acuerdo o no pero que no venía al caso, y que no se podía alegar desconocimiento de una ley para no cumplirla. No le di una trompada en el hocico porque la llegada de Percy con la pinza de madera me permitió pensarlo un poco y recordar que necesitaba la benevolencia del viejo viejísimo. Hablé otra vez de los nombres, cuál de mis nombres, el que debo usar yo, y el de la muela cariada me dijo que se llamaba Sematrodio. Lo hice acostar y empecé otra vez mi trabajo. Me costó más que con Percy porque estaba más agarrada que la muela podrida del pobre chico, pero en compensación hubo menos sangre y volví a tener un éxito retumbante y a ser egregio.
Por suerte ese día no hubo más parábolas, pero a la noche el Anciano Maestro me llamó junto a él y después de propinarme una cantidad de alabanzas me dijo que quizá mi condena sería corta en vista de mi condición de extranjero venido de tierras distantes, a lo sumo veinte años. Creo que casi me desmayé. ¡Veinte años!, con seguridad que cerré los ojos y me incliné hacia el suelo.
Comprendo su emoción —me dijo el viejo viejísimo—, yo moriré probablemente aquí adentro, ya que se me acusó, con toda justicia, de uso impropio de dos adjetivos calificativos, dos, advierta usted, en el curso de un banquete oficial —suspiró—. Por eso quiero darle, honorable extranjero y amigo, un recuerdo para que lleve a sus tierras lejanas cuando vuelva a ellas.
Y sacó de bajo su camisa un alto de papeles atados con un cordel. Yo no podía pensar más que en una cosa: ¡Veinte años, veinte años, veinte años!
Es —me decía el viejo viejísimo y yo me obligué a escucharlo— un ejemplar del Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon De Las Apariencias. Guárdelo, egregio señor extranjero, léalo y medite sobre él; yo sé que le servirá de consuelo, ilustración y báculo.
Agarré los papeles. Veinte años, ¿cómo era posible?, ¡veinte años!
El viejo viejísimo se dio vuelta y cerró los ojos y yo me fui y me acosté pero poco fue lo que dormí esa noche.
Y a la madrugada, para tratar de olvidarme de los veinte años, pensamiento que me impedía planear una fuga, una manera de ver al Director, algo que me permitiera salir de allí buscar a mi tripulación y llegar a la nave, saqué los papeles y me puse a hojearlos al resplandor de la llanura blanca que entraba por una ventana. Entendí tanto como lo de los números o las parábolas del viejo viejísimo. Era como un catálogo con explicaciones, pero sin sentido alguno. Recuerdo, tanta veces lo leí: «El Sistema ordena al mundo en tres categorías: ante, cabe y so. A la primera pertenecen las fuerzas, los insectos, los números, la música, el agua y los minerales blancos. A la segunda los hombres, las frutas, el dibujo, los licores, los templos, los pájaros, los metales rojos, la adivinación y los vegetales de sol. A la tercera los alimentos, los animales cubiertos de pelos y escamas, la palabra, los sacrificios, las armas, los espejos, los metales negros, las cuerdas, los vegetales de sombra y las llaves». Y así sucesivamente, lleno de enumeraciones y enumeraciones que se iban haciendo cada vez más absurdas. Al final, preceptos y poemas, y al final de toda una frase que hablaba de un cordel que ataba todas las ideas, y que supuse que era el cordel atando los papeles que me había dado el viejo viejísimo, en cuyo caso los papeles serían las ideas. Pero lo importante no era eso sino mi condena. Y pensando en mi condena, con los papeles atados con el cordel guardados bajo mi camisa, me levanté fui al patio, comí y pasé el resto del día.
A la noche hubo otro conciliábulo de los hombres que reclamaban con quién fornicar y yo temí por Percy y por mí. Pero si bien mis temores por mí mismo estaban justificados, no era por la alegría que hubiera podido sentir al ver elegido nuevamente a Percy, sino porque al siniestro viejo se le ocurrió designarme a mí, a mí, para que hiciera de mujer de los otros, a mí. Me indigné y le dije que me importaba muy poco lo que se podía y lo que no se podía hacer, que yo era muy macho y que de mí no se iba a aprovechar nadie. El viejo viejísimo se sonrió y dijo un par de estupideces pomposas: según parecía, ser elegido para eso era una muestra de deferencia, afecto y respeto. Le dije que podían empezar a respetar a otros porque yo no pensaba dejarme respetar.
Ah honorable señor extranjero y amigo —dijo el viejo viejísimo—, pero entonces ¿quién le dará de comer, quién le proporcionará asilo, quién lo recibirá en su grupo, quién le hará la vida soportable en el Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor? Ojalá te mueras, pensé, y estuve a punto de contestar: Percy. Pero no lo hice, claro, pensando en lo que le esperaría al chico si yo lo decía. El viejo viejísimo esperaba, supongo que esperaba que yo me bajara los pantalones, cosa que no hice. En cambio di dos pasos y le encaje la trompada que había estado deseando darle desde aquella noche en que había obligado a Percy a dejarse gozar. La sangre le corrió por la cara, hubo un silencio pesado en todo el dormitorio, y el viejo viejísimo contó una parábola. Contó una parábola allí, así, con los labios partidos y la nariz sangrante, y yo lo escuché esperando que terminara para ir y darle otra trompada.
Hubo hace muchísimo tiempo —dijo— un niño que creció hasta convertirse en hombre, y una vez llegado a ese estado en el que se necesita mujer, se prendó de una prima en tercer grado y quiso desposarla. Pero su padre había elegido para él a la hija de su vecino a fin de unir las dos heredades, y le mandó que le obedeciera. El joven hizo oídos sordos a las palabras de su padre, y una noche robó a su prima y escapó con ella hacia los montes. Vivieron felices alimentándose de frutas y de pequeñas aves y bebiendo el agua de los arroyos hasta que los criados de su padre los encontraron y los llevaron de vuelta a la casa. Allí celebraron con fastos la boda del joven con la hija del vecino de su padre, y encerraron a la prima en tercer grado en una jaula que fue expuesta al escarnio público en la plaza.
Esa parábola sí la entendí. Y como la entendí, en vez de darle otra trompada al viejo viejísimo, lo agarré del cuello y se lo apreté hasta quebrárselo. Lo dejé ahí, tirado en el suelo sobre el que siempre dormía, con la cara ensangrentada y la cabeza formando un ángulo recto con el cuello, y les grité a los demás:
¡A dormir!
Y todos me obedecieron y se fueron a sus jergones. Me quedé dormido instantáneamente y al día siguiente no me despertaron los insultos de los carceleros sino una gritería atronadora. Todo el mundo corría de un lado para otro gritando ¡la desinfección, la desinfección!
Vi entrar a un grupo grande de carceleros con los látigos en las manos. Esta vez los usaron: repartían latigazos a ciegas y los hombres escapaban desnudos por el dormitorio desnudo. Yo también escapé, tan inútilmente como los otros. De pronto los carceleros se replegaron hacia la puerta del ángulo, y entraron otros que traían mangueras. Nos alcanzaron los chorros de agua helada, aquí estaba el baño que yo había andado deseando, que se estrellaban contra nuestros cuerpos y nos clavaban a las paredes y al piso. Entonces vi que el único que no se movía era el Anciano Maestro y me acordé que lo había matado y por qué, y los carceleros también debieron verlo al mismo tiempo que yo porque hubo una voz de mando y las mangueras dejaron de vomitar agua helada. Uno de los carceleros se acercó al cuerpo del viejo, lo tocó, con lo que la cabeza ahora negra se bamboleó de un lado a otro, y gritó:
Quién hizo esto.
Me adelanté:
Yo.
Pensé: si por no saludar me condenaron a veinte años, ahora me fusilan en el acto. Ni miedo tenía.
Vístase y síganos.
Me puse la camisa y los pantalones, agarré, vaya a saber por qué, los papeles que me había dado el viejo viejísimo, lo miré a Percy y me fui con los carceleros.
Había conseguido al menos lo que quería: me llevaron a ver al Director.
Estoy enterado —me dijo—. Ha matado a un Maestro.
Sí —le contesté.
Llévenselo —les dijo a los carceleros.
Me llevaron otra vez a la pieza en la que me habían desnudado y revisado y vestido de presidiario, y me devolvieron todas mis cosas. Por lo menos iba a morir como Capitán y no como presidiario, como si eso tuviera alguna importancia. Pero me reconfortó. Puse el Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon De Las Apariencias en el bolsillo derecho de la chaqueta. Volvimos al despacho del Director.
Señor extranjero —me dijo—, será llevado hasta su nave y se le ruega emprenda el regreso a sus tierras lo más rápidamente posible. La acción por usted cometida no tiene precedentes en nuestra larga historia, y hará el bien de perdonarnos y de comprendernos cuando le decimos que nos es imposible mantener por más tiempo en uno de nuestros establecimientos públicos a una persona como usted. Adiós.
¿Y mis hombre? —pregunté.
Adiós —repitió el Director, y los carceleros me sacaron de allí.
Me llevaron a la nave. Parada sobre una llanura verde, tan distinta a la superficie salitrosa sobre la que se alzaba el Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor, parecía estar esperándome. La saludé militarmente, cosa que no dejó de asombrar a los carceleros, me acerqué a ella y abrí la escotilla.
Adiós —dije yo también pero no me contestaron, y no me importó porque no era de ellos de quienes me despedía.
Miré a mí alrededor para saber si mi dios personal se venía conmigo, y despegué rumbo a la Tierra, con el sol de Colatino, como yo mismo había llamado al mundo descubierto por mí, dando de plano sobre el fuselaje y los campos y las montañas lejanas.
Adiós, volví a decir, y me puse a leer el Ordenamiento De Lo Que Es Y Canon De Las Apariencias con la cierta atención, para distraerme en mi solitario viaje de vuelta.

Bajo las jubeas en flor, 1973.

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