Natasha tenía dos caramelos.
Entonces se comió un caramelo y solo le quedó uno. Natasha dejó el
caramelo en la mesa que tenía delante y se echó a llorar.
De
repente miró y vio que había otra vez dos caramelos encima de la
mesa.
Natasha
se comió un caramelo y una vez más se echó a llorar.
Natasha
lloraba, pero con el rabillo del ojo miraba a la mesa, no fuera a
aparecer otra vez el segundo caramelo. Pero ese segundo caramelo no
aparecía.
Natasha
dejó de llorar y se puso a cantar. Cantaba y cantaba, y de repente
se murió.
Llegó
el papá de Natasha, la cogió y se la llevó al administrador del
edificio.
-Mire
-dijo el papá de Natasha-, haga el favor de certificar la defunción.
El
administrador sopló en su sello y se lo estampó a Natasha en la
frente.
-Gracias
-dijo el papá de Natasha, y se llevó a Natasha al cementerio.
Pero
en el cementerio estaba Matvéi, el vigilante. Matvéi no se movía
de la puerta y no dejaba pasar a nadie, de manera que a los difuntos
había que enterrarlos en plena calle.
El
papá de Natasha enterró a su hija en la calle, se quitó el
sombrero, lo dejó justo donde había enterrado a Natasha y se fue
para casa.
Llegó
a casa, y Natasha ya estaba allí. ¿Qué había pasado? Pues muy
sencillo: había salido de la tierra y se había marchado corriendo a
casa.
¡Menuda
historia! El padre estaba tan desconcertado que le dio un ataque y se
murió.
Natasha
llamó al administrador y le dijo:
-Haga
el favor de certificar la defunción.
El
administrador sopló en su sello y lo estampó en una hoja, y después
en esa misma hoja anotó unas palabras: «Por la presente certifico
que Fulano de tal ha muerto efectivamente».
Cogió
Natasha la hoja y se la llevó al cementerio para enterrarla. Pero el
vigilante Matvéi le dijo a Natasha:
-Tú
aquí no pasas por nada del mundo.
Le
dice Natasha:
-Yo
solo quiero enterrar esta hoja.
Y
el vigilante:
-Mejor
no insistas.
Natasha
enterró la hoja en la calle, dejó los calcetines en el lugar donde
la había enterrado y se fue para casa.
Llegó
a casa, y allí estaba su padre, jugando solo a un pequeño billar
con bolas metálicas.
Natasha
se sorprendió, pero no dijo nada y se marchó a su cuarto a seguir
creciendo.
Creció
y creció, y cuatro años más tarde ya era toda una señorita. Y el
papá de Natasha había envejecido y andaba encogido. Pero, cada vez
que se acordaban de cómo cada uno de ellos había dado al otro por
muerto, se echaban en el sofá y se partían de risa. A veces se
pasaban veinte minutos riéndose.
Y
los vecinos, en cuanto oían las risas, se ponían corriendo el
abrigo y se marchaban al cine. Y un día se largaron así y ya no
volvieron. Por lo visto, los atropelló un coche.
1
de septiembre de 1936.
Me llaman capuchino, 2006.
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