jueves, 20 de julio de 2023

Libro del desasosiego. Fragmento 39. Fernando Pessoa.

De repente, como si un destino médico me hubiera operado de una ceguera antigua con grandes resultados súbitos, levanto la cabeza, desde mi vida anónima, hacia el conocimiento claro de cómo existo. Y veo que todo cuanto he hecho, todo cuanto he pensado, todo cuanto he sido, es una especie de engaño y de locura. Me maravillo de lo que conseguí no ver. Extraño cuanto fui y que ahora veo que al final no soy.
Contemplo, como en una extensión al sol que rompe nubes, mi vida pasada; y noto con un pasmo metafísico, que todos mis gestos más seguros, mi ideas más claras, y mis propósitos más lógicos, no fueron, al final, más que solemne borrachera, locura natural, gran desconocimiento. Ni siquiera representé. Me representaron. Fui, no el actor, sino sólo sus gestos.
Todo cuanto he hecho, pensado, sido, es una suma de subordinaciones, o a un ente falso que consideré mío, porque actué desde él hacia fuera, o al peso de unas circunstancias que supuse que era el aire que respiraba. Soy, en este momento de ver, un solitario repentino, que se reconoce desterrado donde se halló siempre ciudadano. En lo más íntimo de lo que pensé nunca fui yo.
Me sobreviene entonces un terror sarcástico de la vida, un desaliento que traspasa los límites de mi individualidad consciente. Sé que fui error y descamino, que nunca viví, que existí sólo porque llené tiempo con conciencia y pensamiento. Y mi sensación de mí es la de quien despierta después de un sueño lleno de sueños reales, o la de quien es liberado, por un terremoto, de la luz de la cárcel a la que se había habituado.
Me pesa, me pesa de verdad, como una condena de anuncio inminente, esta noción repentina de mi individualidad verdadera, de ese que siempre anduvo viajando soñolientamente entre lo que siente y lo que ve.
Es tan difícil describir lo que se siente cuando se siente que realmente se existe, y que el alma es una entidad real, que no sé cuáles son las palabras humanas con las que pueda describirlo. No sé si tengo fiebre, como es mi sentir, o si dejé de tener fiebre de ser durmiente de la vida. Sí, lo repito, soy como un viajante que de repente se encuentra en una villa extraña sin saber cómo ha llegado allí; y me suceden casos de esos de quienes pierden la memoria, y son otros durante mucho tiempo. Fui otro durante mucho tiempo -desde el nacimiento y la conciencia-, y me despierto ahora en medio del puente, asomado al río, y sabiendo que existo más firmemente de lo que fui hasta ahora. Pero la ciudad me es desconocida, las calles nuevas, y el mal sin cura. Espero, pues, inclinado sobre el puente, a que me pase la verdad, y yo me restablezca nulo y ficticio, inteligente y natural.
Fue un momento, y ya pasó. Ya veo los muebles que me rodean, los dibujos del papel gastado de las paredes, el sol por la vidrieras polvorientas. Vi la verdad por un momento. Fui un momento, con la conciencia, lo que los grandes hombres son con la vida. ¿Con la vida? Recuerdo sus actos y palabras, y no sé si no fueron también tentados vencedoramente por el Demonio de la Realidad. No saber de sí mismo es vivir. Saber mal de sí mismo es pensar. Saber de sí mismo, de repente, como en este momento lustral, es tener súbitamente la noción de la mónada íntima, de la palabra mágica del alma. Pero esa luz súbita lo chamusca todo, todo lo consume, nos deja desnudos hasta de nosotros mismos.
Fui sólo un momento, y me vi. Después ya ni siquiera sé decir lo que fui. Y, por fin, tengo sueño, porque, no sé por qué, me parece que lo juicioso es dormir.

Libro del desasosiego, 1982.

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