Me había acompañado a todas partes. Se aguantó a mi lado intemperies y maltratos y caídas. Perdió la espiral de alambre y se le salieron las hojas. De las tapas, color lacre, no quedaban más que jirones. La Porky, que supo ser una elegante agenda francesa, se había reducido a un montón de papeles y papelitos atados con un elástico, y andaba toda lajeada y rotosa y sucia de tinta y tierra.
Me costó decidirme. A esa gorda descuajeringada, yo la quería. Me estallaba en las manos cada vez que le pedía una dirección o un teléfono.
Ninguna computadora hubiera podido con ella. La Porky estaba a salvo de espías y policías. En ella yo encontraba lo que buscaba sin esfuerzo: sabía descifrarla manchita por manchita y retazo por retazo.
Entre la A y la Z, la Porky contenía diez años de mi vida.
Nunca la había pasado en limpio. Por pereza, decía; pero era por miedo.
Hoy la maté.
Unos pocos nombres me dolieron de verdad. A la mayoría ya no los reconocía. La libreta estaba llena de muertos; y también de vivos que ya no tenían ningún significado para mí. Confirmé que en estos años, quien había muerto varias veces y varias veces nacido, era yo.
Días y noches de amor y de guerra, 1978.
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