Escribo para aprender el llanto que te
debo.
Ni
una lágrima vertí sobre tu cuerpo muerto,
como
si la sal toda de los siglos
se
hubiera calcificado al fondo de mis ojos
para
siempre.
Mi
voz, habituada
al
trigo de tus palabras más confidenciales,
se
desfondó en la sombra de las aguas
a
las que vuelvo ahora, solitario,
para
anunciarte que la mansa lluvia
-cauce
imperecedero de tu herencia
que
veo caer una vez más sobre los campos-
no
ha podido disuadirnos del dolor.
También
para que sepas que alguno de tus hijos
punteaba
en la ventana un blues interminable
mientras
tú te morías al terminar agosto.
Mis
dedos arañaban el llanto de la arena
para
achicar el agua de tus ojos abiertos.
Desde
entonces, casi todos los jueves
me
pongo con cautela tu camisa de muerto,
huelo
el sudor de tu último minuto,
oigo
la conocida letanía de tu voz
-que
la impiedad del mar no ha podido arrebatarme-
y
me salpica su ronquido final,
mi
propio nombre ahogándose triste
en
la raíz del grito pronunciado
tal
vez sin esperanza, como un salmo tardío
que
no supo recoger la mano del apóstol.
En
el vientre apacible de las olas,
frágil,
¿será arrastrado eternamente
hasta
las simas de lo desconocido, donde
podrá
encallar al fin junto a tu nombre?
Me
prometí regresar a acumular la espuma
para
sentir tus dedos en las algas
enredadas
de los pies y el fuego
de
las sienes, acostumbrar la vista
a
la desolación de tu pupila
-prisionera
en los castillo de arena
que
deshizo la marea-, aceptar que el salitre
de
tu lágrima inauguraba la luz
en
la inocente roca que escondía la muerte.
¿Habrá
sido tu queja, tu mirada sin odio,
cuando
la noche cuida a los que sufren,
un
fragmento de bramido que, insomnes,
temen
los navegantes en los sueños?
¿Tiene
la noche la piel erizada de costras
como
mi corazón?¿Arden restos de la tuya
en
lo más profundo de la arena removida
por
el ritmo imperturbable y callado
de
los días? ¿Pasó por tu garganta?
¿Disgregó
las sílabas quebradas en tu boca?
¿Quemó
tu lengua y tu saliva? ¿Te acariciaba
el
mar, te acariciaba como quisiste siempre?
¿Pudo
la indiferencia de las olas arrastrar
tus
sandalias nuevas, olvidadas bajo el techo
de
caña que cubría las mesas del quiosco?
¿Lamías
tú la conmovida médula del mar?
¿Te
dio tiempo a llorar? ¿Viste la sombra
de
mis ojos y aquel esfuerzo inútil
por
tenderte la maroma podrida
de
mi brazo, la impotencia y el miedo,
mi
carrera de loco entre la gente?
Era
engañosa y dulce la luz de la bahía.
Mis
ojos lo ven todo cada noche
desde
entonces: el trémulo desmoronamiento
de
las nubes, el llanto de Martín, las botellas
vacías,
las camisetas azules
de
las adolescentes y el inseguro paso
de
tus pies descalzos hacia la sal de la muerte.
Te
habías demorado en la penumbra del portal
para
mirar con pena tus últimos zapatos.
Salgo
con ellos a la calle como si huyera
de
las luces del verano. Me ha costado tanto
admitir
que las piedras están vivas
en
los alrededores de la playa.
Regreso
con el ruido del mar en la cabeza.
Mis
manos escribían tu nombre entre las nubes
y
en los árboles y sangraban mis pies
de
escarbar con ahínco entre los restos
del
naufragio. Las gaviotas, torpes,
huyeron
de la ira que nacía en mis ojos,
lanzaron
a los cielos su graznido inexperto,
repitieron
tu nombre, propagaron tu grito.
Me
desperté del sueño para saberme ciego:
comenzaba
la ancianidad en aquel
atardecer.
No pudiste cultivar
la
palabra reservada con pudor
para
el momento de la despedida.
La
buscaré en el patio trasero de los días,
en
el huerto callado de tu infancia
o
en la quietud azul del cementerio,
bajo
la lápida que se extraña de tu nombre.
Donde
la muerte duerme.
¿Se
renueva
ese
rito cuando por un momento
me
olvido del misterio que me veló tu rostro?
¿Se
desvanece, muere? ¿Es el olvido el hueco
por
el que yo me adentro en el mar de tu memoria?
¿Es
el olvido solamente orfandad
o
también tregua, eco de aquella luz
que
nos incita a reanudar la charla?
De
los abismos del sueño, aún convaleciente,
me
dirijo a la roca batida por las olas,
me
hiero una vez más en sus aristas,
me
decido a rescatar tu cuerpo aprisionado
en
los argazos, limpio tus rincones
de
escamas adheridas y moluscos absortos
en
la serena tenacidad de tus nostalgias.
Envidio
el baile desprevenido de los peces
adormeciéndose
sobre el cuenco de tus manos.
Me
aproximo a tu hombro muy despacio,
lo
rozo con la yema de los dedos
y
no puedo llorar. Te acerco nuevas
de
los once hijos congregados a la mesa
y
te pido una palabra para nutrir la paz
de
sus cuerpos, una palabra que te vincule
al
insomnio temeroso de sus almohadas.
Una
sola palabra: no siento frío, llueve
una
vez más sobre mis manos, el mar me arrima
el
llanto de mis huérfanos, me trae la resaca
de
sus voces indecisas, el puro sonido
del
dolor. Una sola palabra
interminable
antes
que el tiempo muera en nuestros brazos.
Sabed
que ya no sufro. Bañaros en mi nombre
sin
temor a morir. Repartiros la caricia
de
la luna
y
el postrero aliento de mi beso.
Las palabras perdidas, 2011.
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