Hubo un momento en que el dolor
comenzó y desde entonces no se detuvo nunca, venía aunque no lo
llamaras, sombra de ala de cuervo repitiéndote al oído: «Ninguno
quedará. Ninguno quedará vivo. Son muchos los errores y las
esperanzas que habrá que pagar».
La
Sarracena arrancó el trapo que cubría el cuerpo de tu hermano Tin,
en Córdoba, y mientras ella se quejaba del calor y del mucho trabajo
le torció la cara para que vieras el agujero del tiro. No te diste
cuenta de las lágrimas hasta que te tocaste la piel mojada.
Cuando
acribillaron a Rodolfo, el primer balazo te alcanzó la boca. Te
inclinaste sobre su cuerpo y no tenías labios para besarlo.
Después…
Iban
cayendo, uno tras otro, los seres queridos, culpables de actuar o de
pensar o de dudar o de nada.
Aquel
muchacho de barba y mirada melancólica llegó al velorio de Silvio
Frondizi muy tempranito, cuando no había nadie. Dejó sobre el cajón
una manzana roja y brillante. Lo viste dejar la manzana y él se
alejó caminando.
Después
supiste que aquel muchacho era el hijo de Silvio. El padre le había
pedido la manzana. Estaban comiendo, al mediodía, y él se levantó
para alcanzarle la manzana cuando irrumpieron, de golpe, los
asesinos.
Días y noches de amor y de guerra, 1978.
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