La tierra por fin será redondeada. Lo difícil ha quedado atrás. El hambre, la sed del Pacífico, la incertidumbre en el paso donde no existe nadie. Pero la tripulación vacila combatir ahora. Les repito que en esta insignificante isla mil paganos no pueden contra una sola de nuestras armaduras. Ni siquiera el rey Manuel pudo detenerme. Ni la derrota y el olvido padecidos entre los infieles de Malaca. Ni la traición de los amotinados en la bahía de San Julián. Ni siquiera mi sórdida tendencia a desaparecer, para que hoy la rebeldía de un monarca indio venga a impedir mi propósito. Los convenzo y somos cuarenta los que bajamos en esta playa surcada de corales. Se inicia, entonces, una batalla que no tiene nada de siniestra. Una hora acaso y la insurgencia será borrada. Los indios gritan. Son bestias que corretean, acosadas. Nuestras armas empiezan a imponerse. Uno tras otro van cayendo. De pronto, siento que de cada uno que matamos surgen cinco, diez, cien, mil flechas, piedras, fango endurecido. El cansancio se cierne sobre mí como un golpe seco. Otro ramalazo de dolor se establece en una de mis piernas. La rabia me crece. Arremeto en vano. Ordeno una retirada, muchos la hacen en desorden. Pigafetta está a mi lado, y el agua es como una mancha de aceite que en vez de unirnos nos separa. Una lanza fustiga mi rostro. Hundo mi espada en el infame y algo me paraliza el brazo. Por un momento, detenida, veo una marea de miradas salvajes lanzarse sobre mí. El mar, insoportablemente azul, se me clava en todo el cuerpo. La luz del día se despedaza entre mis manos. Me tasajean la otra pierna. Me desmorono. El mundo comienza a oscurecerse, y no lo creo.
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