miércoles, 13 de septiembre de 2023

Convivencia. José María Merino.

La primera vez que lo oí, pensé que alguien había entrado en casa. Eran las siete de la tarde, mi mujer se había ido al cine con unas amigas, yo estaba en la sala leyendo el periódico y me llegó su murmullo desde el otro lado del piso. Me levanté: al fondo del pasillo, tras la puerta abierta de mi estudio, brillaba la lámpara de la mesa y una voz tatareaba una melodía familiar. Me quedé escuchándola hasta descubrir que el causante del tarareo era yo mismo: me había quedado allí a pesar de haberme ido a la sala. Muy asustado por el incidente, regresé a la sala y permanecí escuchando el tarareo hasta que se extinguió. Volví a mi estudio: la lámpara estaba apagada y no había nadie.
Unos días después, otra tarde en la que también mi mujer estaba ausente, se repitió el fenómeno: esta vez me encontraba en mi estudio, enfrentado al ordenador, cuando empecé a escuchar la televisión en la sala. Desde el pasillo, vislumbré mi propio bulto sentado en el sofá con el periódico en las manos.
Ahora, cuando me encuentro solo en casa, soy consciente de estar en la sala o en el estudio, pero sé que al mismo tiempo me encuentro en otro lugar. Mi temor inicial se ha ido apaciguando, pero permanezco sin moverme hasta que mi ruido en el otro sitio se extingue y la luz se apaga, horrorizado de que algún día podamos encontrarnos yo y yo.

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