Había una vez un hombre al que se le estaban descomponiendo los pulmones y llenándosele de una cosa negra e inflamándosele en el pecho como champiñones por lo que estuvo asfixiándose durante un periodo de dos años. Se le dijo que al término de aquellos dos años moriría. Cada vez tenía más dificultades para respirar. Finalmente fue al hospital sabiendo que no saldría de allí por su propio pie, y lo llevaron en silla de ruedas por la ancha línea negra y lo metieron en su lecho de muerte y mientras él estaba allí resollando los médicos le pidieron su consentimiento para asignarle un estado Sin Código. (A un paciente Sin Código no se le conecta a un respirador cuando se le para el corazón.) «Deje que la naturaleza siga su curso», dijeron los médicos. El hombre dio su permiso para que no lo intubaran. Pero pasó el tiempo, y pasó su vida, y no podía respirar. Era como un buceador que braceara desesperadamente para alcanzar la superficie y respirar aire fresco con grandes y abundantes bocanadas, pero cuando sacaba la cabeza tenía que hacerlo en medio de espuma y burbujas, y cada vez era más difícil llegar a la superficie y se veía obligado a respirar más tiempo dentro del agua (era como si un agua propia le inundara las células de los pulmones desde su mar linfático putrefacto), y le entró pánico y suplicó que lo intubaran pero, al ser informados, los médicos concluyeron que había perdido la cabeza, pues solicitaba algo que no le beneficiaba: a saber, recobrar el aliento y seguir vivo un poco más; y, además, al hospital le costaba dinero mantener los respiradores, por lo que lo mantuvieron Sin Código y él se ahogó y se ahogó y se ahogó y se murió.
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