Me
aseguraron que en Amaicha del Valle vivía un hombre que era idéntico
a mí: igual en edad, en estatura, en el color del pelo y de los
ojos, en la piel quizá demasiado blanca que no resistía bien los
rayos solares; igual en la manera de caminar, en los hábitos de
sueño y hasta en la forma de relacionarse con la gente. Lo único en
que diferíamos eran las ocupaciones, pero está claro que Amaicha no
es un lugar demasiado propicio para tareas universitarias. “Un
doble tuyo”, me dijo alguien, “que no tiene más remedio que
dedicarse al cultivo de la soja y el arándano”. La situación me
pareció curiosa y me hice el propósito de viajar a los valles para
ver por mí mismo al presunto mellizo: “tu idéntico, como una gota
de agua a la otra”, había dicho Margarita, mi prima política.
Pero lo fui dejando pasar. El otro seguramente compartía mi actitud,
ya que nunca venía a la ciudad y en consecuencia no podía llegar a
conocerme.
Eso
siguió así hasta hace muy poco. Ya era después de medianoche
cuando golpearon reciamente a mi puerta; pensé entonces que quien
llamaba no conocería el uso del timbre. Pregunté quién era y mi
propia voz me contestó desde el otro lado de la puerta: “He venido
de Amaicha para conocerte”. Sentí un miedo horrible y, en lugar de
abrir, eché un cerrojo más a la puerta y corrí a asegurar las
ventanas. Pero no hubo insistencia alguna; el visitante nocturno se
había marchado, como en una situación similar lo habría hecho yo.
Una docena de panadero. David Lagmanovich, 2009.
Imagen: El doble secreto, René Magritte.
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