Había
asumido más mal que bien que su chico (como se decía ahora, por muy
ridículo que a ella le resultara) no iba a sorprenderla nunca con
unos Louboutin, o unos Manolo Blahnik, recién salidos de Sexo en
Nueva York o de Cosmopolitan, y había acabado por reconocer ante los
gestos adustos de sus amigas, que su chico no iba a pagar jamás la
cena, ni las copas, y que por muy bien que guisara, y por muy a gusto
que se estuviera una en casa cenando de tupper, los placeres
gastronómicos de comer fuera de casa estaban cada vez más lejos a
no ser que ella asumiera todos los gastos. Y una noche de confesiones
con sus compañeros de trabajo, hombres estables, casados hace mucho,
con hijos, que le habían ido tirando los tejos año tras año con la
costumbre sin esperanza de las cenas de empresa, terminó por aceptar
que todos los viajes tendría que organizarlos ella, e incluso
conducir, y hasta hacer las maletas si no quería encontrarse en
Groenlandia con dos pareos y un bikini. Pero lo que terminó con su
relación no fue nada de lo anterior, ni siquiera las miradas ni los
gestos ni los comentarios despectivos de todo su círculo. Bien es
cierto que ella no había esperado nunca de ninguno de los hombres
que había conocido una declaración de amor en toda regla, y que
dejaba para sus lecturas íntimas a Garcilaso y Quevedo, pero lo que
no pudo soportar de ninguna manera fue ser despertada en mitad de la
noche por un verso que parpadeaba en la pantalla del móvil, y que
hubiera tenido su aquel, si ella lo hubiera entendido, o no hubiera
tenido que ponerse las gafas de cerca para leer esa canción de amor
desesperada que su chico le enviaba vete tú a saber desde qué
garitos nemorosos, colinas plateadas, grises alcores o cárdenas
roquedas, el silbo de los botellones sonorosos que centelleaba en el
verso heptasílabo tq 1webo, tía, vocativo incluido.
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