A
través de las paredes acolchadas llegaban ruidos, regañinas,
lamentos y alguna que otra carcajada. Las paredes amortiguaban los
ruidos, las aguas los reflejaban y creaban alegres efectos de eco en
los que aparecían vocales, sílabas, silbidos, consonantes simples y
dobles, diptongos, balbuceos, gorjeos y otros sonidos. El chiquitín
estaba allí acurrucado al calor y dormitaba de la mañana a la noche
sin preocupaciones, sin problemas. No sólo no se consideraba
preparado para salir al mundo, sino que, por el contrario, había
decidido que permanecería en su refugio el mayor tiempo posible.
Las
noticias que llegaban de fuera no eran nada buenas: frío en las
casas porque faltaba el gas-oil, muchas horas a oscuras porque
faltaba la electricidad, largas caminatas porque faltaba la gasolina.
También faltaba la carne, el papel, el cáñamo, el carbón; faltaba
la lana, la leche, el trabajo, la leña; faltaba el pan, la paz, la
nata, la pasta; faltaba la sal, el jabón, el sueño, el salami. En
resumen, faltaba casi todo e incluso un poco más. El chiquitín no
tenía ningunas ganas de salir y de encontrarse en un mundo en el que
solamente abundaba la catástrofe y el hambre, la especulación y los
disparates, las tasas y las toses, las estafas y las contiendas, la
censura y la impostura, la burocracia y la melancolía, el trabajo
negro y las muertes blancas, las Brigadas Rojas y las tramas negras.
“¿Quién
va a obligarme a entrar en un mundo así? -se dijo el chiquitín-. Yo
de aquí no me muevo, estoy muy a gusto, nado un rato, me doy la
vuelta de vez en cuando y luego me adormezco. Hasta que no cambien
las cosas yo de aquí no me muevo”, se dijo para sí. Pero no sabía
que no era él quien debía decidir.
Un
día, mientras estaba dormitando como de costumbre, oyó un gran
gorgoteo, extraños movimientos y crujidos, después un motor que
silbaba, una sirena que pitaba, una voz que se quejaba. ¿Qué estaba
ocurriendo? El chiquitín se acurrucó en su refugio, intentó
agarrarse a las paredes porque notaba que se escurría hacia abajo y
no tenía ningunas ganas de ir a un lugar del que había oído cosas
tan terribles. Intentaba estar quieto y, en cambio, se movía,
resbalaba. De repente notó que una mano robusta le cogía de los
pies y tiraba, tiraba. Al llegar a cierto punto ya no entendió nada
más; se encontró bajo una luz deslumbrante y tuvo que cerrar los
ojos. Movió los brazos como para nadar, pero a su alrededor estaba
el vacío, el aire, la nada, sólo dos manos que le sujetaban con
fuerza por los pies, con la cabeza hacia abajo.
“Pero
¿qué quieren de mí? -se preguntó el chiquitín-. ¡Qué
maleducados! ¡Me tienen cogido como un pollo!”. De pronto le
dieron dos azotes en el trasero desnudo. “Pero ¿qué mal os he
hecho? ¿Por qué os metéis conmigo?”. Se puso a gritar con todas
sus fuerzas. Quería protestar, aclarar la situación, contestar,
criticar, pero de su boca sólo salieron dos vocales y dos signos de
admiración. A su alrededor oyó voces de gente que parecía
contenta, quién sabe por qué. Él, no, no estaba nada, nada, nada
contento.
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