Un día llegaron
unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un
poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor.
Subieron luego por él, le prendieron varios hilos metálicos y se
marcharon para continuar el tendido de la línea.
Las plantas que
había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron
durante varios días cohibidas con su presencia, porque su timidez es
muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino
alto, alto, recio y recto, dijo:
-¿Cómo es? ¿Cómo
es?
-Pues es -dijo el
pino- de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de
una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo.
Resulta muy elegante.
-¡Es muy elegante,
muy elegante! -transmitieron unas hojas a otras.
-Sus frutos
-continuó el pino fijándose en los aisladores- son blancos como las
piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del
acebo.
Dejó que la noticia
llegase a los confines de la fraga y siguió:
-Sus ramas son
delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se
extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni
se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un
nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su
época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas las plantas
del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de
tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a
enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban
vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia,
como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción
más precisa porque no había oído nada semejante en los demás
troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en
los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos.
Ninguno se atrevía
a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado
las presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y
recto se decidió… sin saber cómo. Su tronco era magnífico y
valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera lo sospechaba y
acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y sencillo.
El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las
hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones
con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo
húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de
flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud
al Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al
marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter
sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa
como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un
poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso
a cantar.
Como estaba contenta
y en la plenitud de su vigor, prefirió de su repertorio una canción
burlesca: la que copia el atenuado fragor del tren cuando avanza,
todavía muy lejos, entre los pinares de Guísamo. Es la que más
divierte a los árboles, porque lo imitan tan bien que muchos
aldeanos que pasan por las veredas corren al escucharla, creyendo que
el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo. Con
esto los árboles gozan como niños traviesos.
El pino, cantando en
sordina entre los largos dientes de sus hojas, tenía un papel
principal en el coro del bosque y merecía la fama de dominar la
onomatopeya. Su propia felicidad, el alborozo pueril de aquella
diablura, le movió a decirle al poste:
-¿No quiere usted
cantar con nosotros?
El poste no
contestó.
-Seguramente
-insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía- su voz es
delicada y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las
nuestras.
El poste silbó
malhumorado.
-¿Y a qué viene
eso? ¿Qué cantan ustedes?
-Imitamos a un tren
remoto.
-¿Y para qué? ¿Son
ustedes el tren?
-No -reconoció el
pino, avergonzado.
-Entonces, ¿qué
pretenden con esa mixtificación? Ya que usted me interpela, le diré
que no encuentro seria su conducta.
-¿Quizá le agrada
más la canción de la lluvia?
-No.
-¿Acaso la canción
del mar?
-Ninguna de ellas.
Este es un bosque sin formalidad. ¿Quién podría creer que árboles
tan talludos pasasen el tiempo cantando como ranas? Yo no canto
nunca, susurro apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos,
escucharían el murmullo de una conversación, porque a través de mí
pasan las conversaciones de los hombres. Eso sí que es maravilloso.
Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia y
que todo lo que ustedes hacen a mi alrededor lo reputo como bagatela
y sensiblería, si alguna vez me digno abandonar mis abstracciones y
reparar en ello.
La opinión del
poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se atrevieron a
entregarse a aquel entretenimiento que el árbol extraño y solemne,
de ramas de alambre, acusaba de frivolidad.
Llegó el verano y
los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las
mismas hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los
más viejos árboles, daba albergue a una pareja de cuervos y estaba
orgulloso de haber sido elegido, porque esas aves buscan siempre los
cúlmenes muy elevados y de acceso difícil. Un día en que su
esencia se evaporaba al fuerte sol con tanta abundancia que todo el
bosque olía a eucalipto, se decidió a conversar con el poste y le
dijo:
-He notado que no
adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no conoce aún a
los pájaros que aquí viven y no ha hecho su elección. Me gustaría
orientarle, pues supongo que usted sostendría un nido con agrado.
Nos convierten en algo así como un regazo maternal. Yo alojo a unos
cuervos. No molestan, pero confieso que son poco decorativos.
Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que
hay oropéndolas en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta
belleza y originalidad que no desmerecerían de las que a usted le
ennoblecen.
El poste crujió:
-¿Para qué quiero
yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su
prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza? ¿Cree que soy capaz de
alcahuetear amoríos? Puesto que usted me habla de ello, le diré que
repruebo esa debilidad que induce a los árboles de este bosque a
servir de hospederos a tantas avecillas inútiles que no alcanzan más
que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se atreverán a
faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros
que yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hace falta
plumaje de colorines, ni lanzarán un trino por nada del mundo. ¿Cómo
podría yo servir a la civilización y al progreso si perdiese el
tiempo con la cría de pajaritos?
Estas palabras
circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo
posible para desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas
el charloteo de los huéspedes alados que iban a posarse en las
ramas.
Sobre el tronco del
pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron allí,
inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaba
el sol destellos de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de
ser tan esbelto, tan oloroso y tan enjoyado, una maravilla viviente.
-¿Se ha fijado
usted en mis collares? -se atrevió a preguntar al vecino.
-Sí -aprobó esta
vez el poste-; claro que usted llama collares a lo que no son más
que gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino
ignoraba de qué), y es más digno producirla que dedicarse a dar
castañas, como ese árbol gordo que está detrás de usted. Cierto
es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá crear un
aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que
se deje dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así
segregará más resina.
-¿No será muy
debilitante? -temió, estremeciéndose el pino.
-Naturalmente,
debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se
opone a hacer una buena carrera.
-¡Ah! -exclamó el
árbol, que seguía sin entender.
-Hasta le favorece,
si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados
abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera
Española. Y ahí los tiene usted ahora con muy buenos puestos en la
línea telegráfica del Norte, dedicados también a la ciencia.
Aquel año los
vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios
días seguidos los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente
encorvados, cabeceando y retorciéndose, llenaban el bosque del ruido
siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas. Les era imposible
descansar de tan violento ejercicio y sus hojas secas, arrebatadas
por el huracán, parecían llevar demandas de socorro. Temblaban
desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no se
compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó
roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron
sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron
resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó
más allá de la fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un
bosque un árbol añoso es tan entristecedor y tan visible como el
que deja un muerto en su hogar. Únicamente el poste pareció
alegrarse.
-Al fin se decidió
a cumplir su destino –declaró-. Ahora podrán hacerse de él muy
hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder
gorriones y para tararear tonterías. Y ustedes aprendan de él. ¿Qué
hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes he tratado yo cuando
se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos para
gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A
qué espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí
que ya es tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente!
¡Vaya una fraga ésta! ¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese
absorto en mis labores técnicas, no podría vivir aquí.
Los pareceres de
aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los
árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él
porque sus finas y rectas varillas se asemejaban algo a los alambres;
el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba de ser tan
frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a
ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía
enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como
morada.
Pasado cierto
tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que
habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas
herramientas, comprobando la fofez de la madera carcomida por larvas
de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se
rompió.
El bosque hallábase
conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan
intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran
conocer, por los dibujos del leño, la especie a que pertenecía
aquel ser respetable, austero y caviloso.
-¡Mira e
infórmanos! -rogaron los árboles al pino.
Y el pino miró.
-¿Qué tenía
dentro?
Y el pino dijo:
-Polilla.
-¿Qué más?
Y el pino miró de
nuevo:
-Polvo.
-¿Qué más?
Y el pino anunció,
dejando de mirar:
-Muerte. Ya estaba
muerto. Siempre estuvo muerto.
Aquel día el
bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción
en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún
árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La
fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia
consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar, sobre
la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es
esto: vivir.
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