El
novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una
hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de
piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del
sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que
a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y
oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía
gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de
albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y
empavorecedores.
La
lucha que sostenía con editores rapaces y con un público
indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su
hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían
cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida
sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de
todo fascinante, mágica, sobrenatural.
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