Apoyado
en la pared de adobe llena de agujeros, el soldado silba una melodía
sencilla mientras el pelotón que va a ejecutarle carga, apunta y
dispara sus armas.
El
capitán al mando se sorprende esa misma noche en la cantina,
tarareando la melodía. Evita a las soldaderas, le incomoda su risa.
Rechaza
el alcohol y la euforia con la que sus oficiales celebran la victoria
de hoy y conjuran el miedo a la derrota de mañana.
Pasa
la guerra, se olvida. Si se ganó o se perdió, pocos lo recuerdan
ya.
El
capitán se hace brigada y el brigada, general, sin que la melodía
se borre de donde sea que haya quedado grabada. Pueden pasar meses
sin que vuelva a su cabeza, pero sabe que en el instante en el que lo
desee podrá tararearla otra vez y, sin saber por qué, lo percibe
como una amenaza.
Así
sucede el día de la comunión de Andrés, su hijo; una tarde en los
caballos, en la que apostaron cuarenta pesos a Veloz y perdieron; la
mañana que a su mujer le dieron la terrible noticia y tres meses
después, justo después de su entierro, en una cafetería del centro
de la ciudad a la que no había regresado desde que se fueron a vivir
al barrio alto, en los años setenta.
La
silbará por última vez ausente, en su lecho de muerte. Su hijo, ya
un joven cadete de la escuela de oficiales Baltasar Luengo, pregunta
por su origen, pero el anciano militar le miente.
Años
más tarde la tararea él también en un bar, una noche, sin darse
cuenta. Una joven, que le escucha, se enamora de él dos mesas más
allá. La melodía le es familiar. Su padre la silbaba cuando ella
era niña, cuando el mundo comenzaba y terminaba en el caballo
imaginario de sus rodillas. Pero eso fue hace mucho, antes incluso de
la guerra, en la que había muerto fusilado.
La
joven tiene una mirada hermosa: hay tanta vida en sus ojos que
asusta. Y sin embargo, sin que pueda comprender por qué, al joven
cadete le cuesta sostenérsela.
Siente
que le debe una explicación, pero no sabe cuál.
Aquí yacen dragones. Fernando León de Aranoa, 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario