Donde
digo “El cielo se está desnudando”, otros dirían simplemente:
“El viento comienza a arrastrar las nubes”. No todos ven el
guante de gasa que se desliza vendando los ojos del sol, aunque, sin
duda, aprecien en la piel el tenue cambio de temperatura. En fin,
metáforas: eslabones de una cadena que me sirve, ahora, para dejar
amarrada a Gilda en la entrada de la Biblioteca.
Tal
vez convenga decir: “Gilda, mi perra”. La compré para rellenar
el vacío que dejó en mí la muerte de Churchill, el bóxer con el
que compartí buena parte de mis lecturas. Gilda no es el fracaso. El
fracasado soy yo por pensar que todos los huecos se cubren con
cualquier argamasa.
A
Churchill le gustaban las metáforas. A mi perro, no al premio Nobel
de literatura. A Gilda, en cambio, la cultura, en general, le produce
indiferencia. Por eso he de apresurarme a la hora de retirar los
libros. Churchill me dejaba demorarme en la contemplación de los
largos brazos de la joven bibliotecaria. Gilda, no. Bien, ya que lo
he dicho, ya que salió el tema, lo admito: es probable que yo esté
enamorado de ella, de la bibliotecaria. Muy enamorado, ya no. Si
estuviera enamoradísimo, sería capaz de preguntarle su nombre, o
pedirle que me permitiera invitarla a charlar tomando un café.
Churchill me animaba. Gilda sólo gruñe.
Unos
investigadores de la Universidad de Pavía van y dicen que las
moléculas de la pasión sólo duran un año. A esos pichas frías
italianos quería verlos yo ante esa mirada lánguida cuando me dice,
un suponer:
—Hasta
el día dieciséis.
Durante
los cinco primeros años creí comunicarme con ella enviándole
mensajes mediante los títulos de los libros que retiraba. Venga Una
pasión prohibida, vaya El corazón enamorado, ahí me
llevo Qué poca prisa se da el amor, sube y baja las completas
de Alberon... ¡Ingenuidad la mía! Si reparó en mí, enseguida hubo
de dejar de considerarme semiólogo melodramático, para retratarme
como un simple panoli. Lo que era. Digo bien: era.
Un
arrebato de lucidez me empujó a cambiar de estrategia: ahora retiro
libros de todo tipo para proyectar la imagen de un hombre de
curiosidad intelectual insaciable: una simbiosis de Leonardo da Vinci
y Diderot con una pizca de Stephen Hawking. Éstos que devuelvo hoy
son de psicología evolutiva, termodinámica, lingüística, poesía
japonesa y táctica militar. Ayer le leía a Gilda que en español
existe una palabra para referirse al hecho de estar sin ropa, pero
ninguna para nombrar el proceso de desvestirse artísticamente.
Gilda, a lo suyo: indiferente. También es cierto que estamos
comenzando a conocernos. Aprendo mucho de los libros, pero ella, la
bibliotecaria, es el único libro que quisiera leer: mi vademecum.
Cualquiera,
a esto mío, lo llamaría obsesión. Gilda, también. Ya está
ladrando. Le repele el azufre con el que rocían las esquinas de la
puerta.
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