viernes, 26 de marzo de 2021

Chu-Bu y Sheemish. Lord Dunsany.

 Los martes por la tarde era costumbre en el templo de Chu-bu que el sacerdote entrara y cantara: «Nadie existe salvo Chu-bu».

Y toda la gente se alegraba y gritaba: «Nadie existe salvo Chu-bu». Y ofrecían miel a Chu-bu, y maíz y manteca de cerdo. De esta manera era glorificado.
Chu-bu era un ídolo algo antiguo, como puede comprobarse por el color de la madera. Había sido esculpido en caoba y después pulimentado. Luego lo habían erigido sobre un pedestal de diorita con un brasero delante para quemar especias y dorados platos llanos para la manteca. De esta manera adoraban a Chu-bu.
Debía haber estado allí más de cien años, cuando un día los sacerdotes llegaron al templo con otro ídolo y lo erigieron sobre un pedestal cerca de Chu-bu, cantando: «También existe Sheemish».
Palpablemente Sheemish era un ídolo moderno, y aunque su madera había adquirido un tono rojo oscuro, podía uno figurarse que acababa de ser esculpido. Y ofrecieron miel a Sheemish lo mismo que a Chu-bu, y también maíz y manteca de cerdo.
La furia de Chu-bu no conoció límite de tiempo, estuvo furioso toda la noche y al día siguiente todavía lo estaba. La situación exigía inmediatos prodigios. Seguramente el ídolo no tenía potestad para devastar la ciudad con una peste que matara a todos sus sacerdotes, por lo que sabiamente concentró los poderes divinos que tenía a fin de originar un pequeño terremoto. «Así —pensaba Chu-bu— me reafirmaré como único dios, y los hombres escupirán sobre Sheemish».
Chu-bu insistió y volvió a insistir, mas el terremoto no llegaba todavía, cuando de pronto se dio cuenta de que el aborrecido Sheemish osaba tratar de hacer un milagro también. Dejó de ocuparse del terremoto y estuvo atento —¿o debería decir con todos los sentidos alerta?— a lo que Sheemish estaba pensando, pues los dioses se enteran de lo que pasa en la mente gracias a un sentido distinto a los otros cinco. Sheemish trataba también de provocar un terremoto.
El móvil del nuevo dios era probablemente hacer valer sus derechos. Dudo que Chu-bu comprendiera o se preocupase lo más mínimo por ese motivo; para un ídolo inflamado de celos era suficiente que su detestable rival estuviera a punto de hacer un milagro. Todo el poder de Chu-bu viró inmediatamente en redondo, oponiéndose resueltamente al terremoto, por pequeño que este fuera. Durante algún tiempo todo siguió igual en el templo de Chu-bu, sin que se produjera ningún terremoto.
Ser un dios y no poder realizar un milagro es una sensación desesperante; es como si un hombre decidiera estornudar y no le saliera el estornudo; como si alguien intentara nadar provisto de pesadas botas o pretendiera recordar un nombre completamente olvidado: todos estos sufrimientos padecía Sheemish.
Y el martes llegaron los sacerdotes y los fieles, y todos adoraron a Chu-bu y le ofrecieron manteca de cerdo, diciendo: «Oh, Chu-bu, que has creado todo»; y luego los sacerdotes cantaron: «También existe Sheemish»; y Chu-bu se avergonzó y no habló en tres días.
En el templo de Chu-bu había pájaros sagrados, y al acercarse el tercer día y su noche, la mente de Chu-bu descubrió, por así decirlo, que había excrementos en la cabeza de Sheemish.
Chu-bu habló a Sheemish como hablan los dioses, sin mover los labios ni siquiera alterar el silencio, diciendo: «Hay excrementos en tu cabeza, oh, Sheemish». A lo largo de toda la noche murmuró una y otra vez: «Hay excrementos en la cabeza de Sheemish». Y cuando al amanecer se oyeron voces a lo lejos, Chu-bu se mostró exultante con el despertar de las cosas de la Tierra, y exclamó hasta que el sol estuvo alto: «Excrementos, hay excrementos en la cabeza de Sheemish»; y al mediodía dijo: «Por tanto, Sheemish debe de ser dios». De esa manera dejó confundido a Sheemish.
Y el martes llegó alguien y lavó su cabeza con agua de rosas, y de nuevo fue adorado y le cantaron: «También existe Sheemish». Y Chu-bu todavía estaba contento, pues decía: «La cabeza de Sheemish ha sido profanada», y de nuevo: «Su cabeza fue profanada, eso está bien». Y he aquí que una tarde había también excrementos en la cabeza de Chu-bu, circunstancia de la que se apercibió Sheemish inmediatamente.
Con los dioses no ocurre como con los hombres. Nosotros nos enfadamos unos con otros y cambiamos continuamente de parecer, mas la ira de los dioses es perdurable. Chu-bu recordaba y Sheemish no olvidaba. Hablaron entre ellos como nosotros no solemos hacer, en silencio, pero oyéndose uno al otro, y sus puntos de vista no fueron como los nuestros. No deberíamos juzgarlos solamente mediante criterios humanos. A lo largo de toda la noche hablaron y en todo ese tiempo únicamente pronunciaron estas palabras: «Sucio Chu-bu». «Sucio Sheemish». «Sucio Chu-bu». «Sucio Sheemish» toda la noche. Al amanecer su ira no se había agotado, ni se habían hartado de acusarse mutuamente. Y, poco a poco, Chu-bu vino a darse cuenta de que no era más que el igual de Sheemish.
Todos los dioses son celosos; mas esta igualdad con el adversario Sheemish, un objeto de madera pintada cien años después que el propio Chu-bu, y la adoración a él prestada en el templo del mismo Chu-bu, eran particularmente amargas. Aunque fuera dios, Chu-bu era celoso; y cuando llegó de nuevo el martes, tercer día de la adoración a Sheemish, Chu-bu no pudo soportarlo más. Sentía que debía manifestar su enojo a toda costa, y con toda la vehemencia de su voluntad reanudó sus intentos de provocar un pequeño terremoto. Nada más irse del templo los adoradores, Chu-bu se concentró a fin de realizar el milagro; de vez en cuando sus meditaciones se veían alteradas por la ya familiar máxima «Sucio Chu-bu»; mas Chu-bu perseveraba ferozmente, sin dejar de decir lo que quería decir y ya había dicho novecientas veces, y pronto cesaron incluso esas interrupciones.
Cesaron porque Sheemish había retomado un proyecto que nunca había abandonado del todo: el deseo de exaltarse e imponerse a Chu-bu, realizando un milagro; y, como estaban en una zona volcánica, había elegido un pequeño terremoto como milagro más fácilmente asequible a un dios pequeño.
Ahora bien, un milagro solicitado a la vez por dos dioses tiene el doble de probabilidad de cumplirse que si es deseado por uno solo, y una posibilidad incalculablemente mayor que cuando dos dioses tiran cada uno por su lado; como ocurre en el caso de dioses más antiguos y más importantes: cuando el sol y la luna apuntan a la misma dirección tenemos las mayores mareas.
Chu-bu nada sabía de la teoría de las mareas, y estaba demasiado ocupado con su milagro para darse cuenta de lo que Sheemish estaba haciendo. Y súbitamente se consumó el milagro.
Fue un terremoto muy localizado, pues existen otros dioses además de Chu-bu o incluso Sheemish, y estos habían querido que fuera pequeño; mas derribó algunos monolitos de una columnata que soportaba un ala del templo e hizo caer todo un muro del mismo; y las humildes casuchas de los habitantes de aquella ciudad temblaron un poco, y algunas puertas se bloquearon y no podían abrirse. Ni Chu-bu ni Sheemish pretendían hacer nada más; mas habían puesto en marcha una vieja ley más antigua que el propio Chu-bu: la ley de la gravedad, que aquella columnata había aplacado durante centenares de años; y el templo de Chu-bu se estremeció, luego se tambaleó una vez y finalmente se derrumbó sobre las cabezas de Chu-bu y Sheemish.
Nadie lo reconstruyó, pues nadie osaba acercarse a dioses tan terribles. Algunos dijeron que Chu-bu hizo el milagro; otros dijeron que fue Sheemish; y se originó un cisma. Los más débiles, alarmados por el encono de las sectas rivales, buscaron un término medio y dijeron que ambos lo habían realizado; mas ninguno de ellos adivinó la verdad: que lo hicieron por rivalidad.
Y un rumor surgió, y ambas sectas lo compartieron: quien tocase a Chu-bu o mirase a Sheemish, moriría.
Así fue como adquirí a Chu-bu cuando una vez realicé un viaje más allá de las colinas de Ting. Lo encontré en el derrumbado templo de Chu-bu: sus manos y dedos de los pies sobresalían de los escombros, y estaba tendido boca arriba. Y en esa misma postura en que lo encontré lo he mantenido hasta la fecha sobre la repisa de la chimenea; de esa manera está menos expuesto a ser derribado. Sheemish estaba roto, de manera que lo dejé donde estaba.
Y Chu-bu parece tan desvalido, con sus regordetas manos alzadas, que, a veces, me entran ganas de inclinarme ante él y rezarle, diciendo: «Oh, Chu-bu, tú que lo has creado todo, socorre a tu siervo».
Chu-bu no puede hacer mucho, aunque estoy seguro de que en cierta ocasión en una partida de bridge me envió un as de triunfos, después de que en toda la velada no había tenido una sola carta que mereciera la pena. La suerte podía haber hecho por mí otro tanto, mas eso no se lo conté a Chu-bu.

El libro de las maravillas, 1912.
 

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