Los
martes por la tarde era costumbre en el templo de Chu-bu que el
sacerdote entrara y cantara: «Nadie existe salvo Chu-bu».
Y
toda la gente se alegraba y gritaba: «Nadie existe salvo Chu-bu». Y
ofrecían miel a Chu-bu, y maíz y manteca de cerdo. De esta manera
era glorificado.
Chu-bu
era un ídolo algo antiguo, como puede comprobarse por el color de la
madera. Había sido esculpido en caoba y después pulimentado. Luego
lo habían erigido sobre un pedestal de diorita con un brasero
delante para quemar especias y dorados platos llanos para la manteca.
De esta manera adoraban a Chu-bu.
Debía
haber estado allí más de cien años, cuando un día los sacerdotes
llegaron al templo con otro ídolo y lo erigieron sobre un pedestal
cerca de Chu-bu, cantando: «También existe Sheemish».
Palpablemente
Sheemish era un ídolo moderno, y aunque su madera había adquirido
un tono rojo oscuro, podía uno figurarse que acababa de ser
esculpido. Y ofrecieron miel a Sheemish lo mismo que a Chu-bu, y
también maíz y manteca de cerdo.
La
furia de Chu-bu no conoció límite de tiempo, estuvo furioso toda la
noche y al día siguiente todavía lo estaba. La situación exigía
inmediatos prodigios. Seguramente el ídolo no tenía potestad para
devastar la ciudad con una peste que matara a todos sus sacerdotes,
por lo que sabiamente concentró los poderes divinos que tenía a fin
de originar un pequeño terremoto. «Así —pensaba Chu-bu— me
reafirmaré como único dios, y los hombres escupirán sobre
Sheemish».
Chu-bu
insistió y volvió a insistir, mas el terremoto no llegaba todavía,
cuando de pronto se dio cuenta de que el aborrecido Sheemish osaba
tratar de hacer un milagro también. Dejó de ocuparse del terremoto
y estuvo atento —¿o debería decir con todos los sentidos alerta?—
a lo que Sheemish estaba pensando, pues los dioses se enteran de lo
que pasa en la mente gracias a un sentido distinto a los otros cinco.
Sheemish trataba también de provocar un terremoto.
El
móvil del nuevo dios era probablemente hacer valer sus derechos.
Dudo que Chu-bu comprendiera o se preocupase lo más mínimo por ese
motivo; para un ídolo inflamado de celos era suficiente que su
detestable rival estuviera a punto de hacer un milagro. Todo el poder
de Chu-bu viró inmediatamente en redondo, oponiéndose resueltamente
al terremoto, por pequeño que este fuera. Durante algún tiempo todo
siguió igual en el templo de Chu-bu, sin que se produjera ningún
terremoto.
Ser
un dios y no poder realizar un milagro es una sensación
desesperante; es como si un hombre decidiera estornudar y no le
saliera el estornudo; como si alguien intentara nadar provisto de
pesadas botas o pretendiera recordar un nombre completamente
olvidado: todos estos sufrimientos padecía Sheemish.
Y
el martes llegaron los sacerdotes y los fieles, y todos adoraron a
Chu-bu y le ofrecieron manteca de cerdo, diciendo: «Oh, Chu-bu, que
has creado todo»; y luego los sacerdotes cantaron: «También existe
Sheemish»; y Chu-bu se avergonzó y no habló en tres días.
En
el templo de Chu-bu había pájaros sagrados, y al acercarse el
tercer día y su noche, la mente de Chu-bu descubrió, por así
decirlo, que había excrementos en la cabeza de Sheemish.
Chu-bu
habló a Sheemish como hablan los dioses, sin mover los labios ni
siquiera alterar el silencio, diciendo: «Hay excrementos en tu
cabeza, oh, Sheemish». A lo largo de toda la noche murmuró una y
otra vez: «Hay excrementos en la cabeza de Sheemish». Y cuando al
amanecer se oyeron voces a lo lejos, Chu-bu se mostró exultante con
el despertar de las cosas de la Tierra, y exclamó hasta que el sol
estuvo alto: «Excrementos, hay excrementos en la cabeza de
Sheemish»; y al mediodía dijo: «Por tanto, Sheemish debe de ser
dios». De esa manera dejó confundido a Sheemish.
Y
el martes llegó alguien y lavó su cabeza con agua de rosas, y de
nuevo fue adorado y le cantaron: «También existe Sheemish». Y
Chu-bu todavía estaba contento, pues decía: «La cabeza de Sheemish
ha sido profanada», y de nuevo: «Su cabeza fue profanada, eso está
bien». Y he aquí que una tarde había también excrementos en la
cabeza de Chu-bu, circunstancia de la que se apercibió Sheemish
inmediatamente.
Con
los dioses no ocurre como con los hombres. Nosotros nos enfadamos
unos con otros y cambiamos continuamente de parecer, mas la ira de
los dioses es perdurable. Chu-bu recordaba y Sheemish no olvidaba.
Hablaron entre ellos como nosotros no solemos hacer, en silencio,
pero oyéndose uno al otro, y sus puntos de vista no fueron como los
nuestros. No deberíamos juzgarlos solamente mediante criterios
humanos. A lo largo de toda la noche hablaron y en todo ese tiempo
únicamente pronunciaron estas palabras: «Sucio Chu-bu». «Sucio
Sheemish». «Sucio Chu-bu». «Sucio Sheemish» toda la noche. Al
amanecer su ira no se había agotado, ni se habían hartado de
acusarse mutuamente. Y, poco a poco, Chu-bu vino a darse cuenta de
que no era más que el igual de Sheemish.
Todos
los dioses son celosos; mas esta igualdad con el adversario Sheemish,
un objeto de madera pintada cien años después que el propio Chu-bu,
y la adoración a él prestada en el templo del mismo Chu-bu, eran
particularmente amargas. Aunque fuera dios, Chu-bu era celoso; y
cuando llegó de nuevo el martes, tercer día de la adoración a
Sheemish, Chu-bu no pudo soportarlo más. Sentía que debía
manifestar su enojo a toda costa, y con toda la vehemencia de su
voluntad reanudó sus intentos de provocar un pequeño terremoto.
Nada más irse del templo los adoradores, Chu-bu se concentró a fin
de realizar el milagro; de vez en cuando sus meditaciones se veían
alteradas por la ya familiar máxima «Sucio Chu-bu»; mas Chu-bu
perseveraba ferozmente, sin dejar de decir lo que quería decir y ya
había dicho novecientas veces, y pronto cesaron incluso esas
interrupciones.
Cesaron
porque Sheemish había retomado un proyecto que nunca había
abandonado del todo: el deseo de exaltarse e imponerse a Chu-bu,
realizando un milagro; y, como estaban en una zona volcánica, había
elegido un pequeño terremoto como milagro más fácilmente asequible
a un dios pequeño.
Ahora
bien, un milagro solicitado a la vez por dos dioses tiene el doble de
probabilidad de cumplirse que si es deseado por uno solo, y una
posibilidad incalculablemente mayor que cuando dos dioses tiran cada
uno por su lado; como ocurre en el caso de dioses más antiguos y más
importantes: cuando el sol y la luna apuntan a la misma dirección
tenemos las mayores mareas.
Chu-bu
nada sabía de la teoría de las mareas, y estaba demasiado ocupado
con su milagro para darse cuenta de lo que Sheemish estaba haciendo.
Y súbitamente se consumó el milagro.
Fue
un terremoto muy localizado, pues existen otros dioses además de
Chu-bu o incluso Sheemish, y estos habían querido que fuera pequeño;
mas derribó algunos monolitos de una columnata que soportaba un ala
del templo e hizo caer todo un muro del mismo; y las humildes
casuchas de los habitantes de aquella ciudad temblaron un poco, y
algunas puertas se bloquearon y no podían abrirse. Ni Chu-bu ni
Sheemish pretendían hacer nada más; mas habían puesto en marcha
una vieja ley más antigua que el propio Chu-bu: la ley de la
gravedad, que aquella columnata había aplacado durante centenares de
años; y el templo de Chu-bu se estremeció, luego se tambaleó una
vez y finalmente se derrumbó sobre las cabezas de Chu-bu y Sheemish.
Nadie
lo reconstruyó, pues nadie osaba acercarse a dioses tan terribles.
Algunos dijeron que Chu-bu hizo el milagro; otros dijeron que fue
Sheemish; y se originó un cisma. Los más débiles, alarmados por el
encono de las sectas rivales, buscaron un término medio y dijeron
que ambos lo habían realizado; mas ninguno de ellos adivinó la
verdad: que lo hicieron por rivalidad.
Y
un rumor surgió, y ambas sectas lo compartieron: quien tocase a
Chu-bu o mirase a Sheemish, moriría.
Así
fue como adquirí a Chu-bu cuando una vez realicé un viaje más allá
de las colinas de Ting. Lo encontré en el derrumbado templo de
Chu-bu: sus manos y dedos de los pies sobresalían de los escombros,
y estaba tendido boca arriba. Y en esa misma postura en que lo
encontré lo he mantenido hasta la fecha sobre la repisa de la
chimenea; de esa manera está menos expuesto a ser derribado.
Sheemish estaba roto, de manera que lo dejé donde estaba.
Y
Chu-bu parece tan desvalido, con sus regordetas manos alzadas, que, a
veces, me entran ganas de inclinarme ante él y rezarle, diciendo:
«Oh, Chu-bu, tú que lo has creado todo, socorre a tu siervo».
Chu-bu
no puede hacer mucho, aunque estoy seguro de que en cierta ocasión
en una partida de bridge me envió un as de triunfos,
después de que en toda la velada no había tenido una sola carta que
mereciera la pena. La suerte podía haber hecho por mí otro tanto,
mas eso no se lo conté a Chu-bu.
El libro de las maravillas, 1912.
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