Todos
estuvieron de acuerdo, después que pasó, en que todo el asunto era
la idea de una mente retorcida, un ajedrez jugado por un loco, en el
que las piezas, en vez de trozos de marfil o de ébano tallados, eran
seres humanos.
Lo
extraño es que nadie dudara de la autenticidad del «concurso». El
público no parece haberlo considerado en ningún momento como la
jugarreta de un activo bromista, ni siquiera como una maniobra
publicitaria. Jeff Haverty, director del News, propuso la teoría de
que el asunto pretendía ser un inteligente, aunque bastante bien
planeado experimento psicológico, el cual terminaría con la
revelación de la identidad de su inventor y una gran carcajada de
todo el mundo.
Tal
vez lo que dio al hecho tan amplia trascendencia fue el impactante
modo de anunciar. Branton, la ciudad sureña de unos 30.000
habitantes donde aconteció el suceso, despertó una mañana de abril
con todos sus árboles, postes de teléfono, costados de las casas y
frentes de las tiendas cubiertos con un extraño cartel. Había
veintenas de ellos escritos en papel copia amarillo en una máquina
de escribir común. El cartel decía:
»En
el curso de este día, 15 de abril, tres monedas de un centavo se
deslizarán en los bolsillos de esta ciudad. En cada centavo habrá
una marca bien definida. Una es un cuadrado; una es un círculo; y
una es una cruz. Estos centavos cambiarán de mano muchas veces, como
todas las monedas, y el séptimo día después de este anuncio (el 21
de abril) el poseedor de cada centavo marcado recibirá un regalo.
»El primero: 100.000 dólares en efectivo.
»El
segundo: un viaje alrededor del mundo.
»El
tercero: la muerte.
»La
respuesta a este acertijo se encuentra en las marcas de las tres
monedas: círculo, cuadrado y cruz. ¿Cuál de éstas simboliza
riqueza? ¿Cuál, el viaje? ¿Cuál, la muerte? La respuesta no es
tan obvia.
»Al
que encuentre y obtenga el primer centavo, se le enviarán 100.000
dólares sin demora. Al que tenga el segundo centavo, se le dará un
pasaje de primera clase en el primer buque de vapor que salga a dar
la vuelta al mundo. Pero al poseedor de la tercera moneda marcada se
le dará… muerte. Si teméis que vuestro centavo sea el tercero,
deshaceos de él… ¡pero puede que sea el primero o el segundo!
»Mostrad vuestro centavo marcado al director del New el 21 de abril,
dando su nombre y dirección. Él no sabrá nada sobre este concurso
hasta que no lea uno de estos carteles.
Se
le solicita que publique los nombres de los tres poseedores de las
monedas el 21 de abril, con la marca de la moneda que cada uno tenga.
»Será
inútil marcar una moneda uno mismo, ya que las fechas de las
verdaderas monedas serán enviadas al editor Haverty».
Al
mediodía todo el mundo había leído la noticia, y la ciudad hervía
de agitación. Los cajeros empezaron a revisar el contenido de los
cajones de las cajas registradoras. Las manos revolvieron los
bolsillos y los monederos. Las tiendas y los bancos se llenaron de
clientes que querían cambiar monedas de plata por centavos.
Jeff
Haverty fue el blanco de una andanada de preguntas, y su edición
vespertina apareció con un largo editorial que informaba todo lo que
él sabía sobre el misterio, o sea exactamente nada. Esa mañana
había llegado una nota con el resto de su correspondencia, una nota
sin firma, y escrita a máquina en el mismo papel amarillo, dentro de
un simple sobre cuyas estampillas llevaban el sello de esa ciudad.
Decía simplemente: «Círculo, 1920. Cuadrado, 1909. Cruz, 1928.
Sírvase no revelar estas fechas hasta después del 21 de abril».
Haverty
obró de acuerdo con la solicitud, y trató de sacar todo el provecho
posible a la historia.
El
primer centavo fue encontrado en la calle por un niño pequeño,
quien lo llevó de inmediato a su padre. Su padre, a su vez, se
deshizo de él rápidamente dándoselo a su peluquero, quien lo pasó
en el vuelto a un cliente antes de advertir la profunda cruz grabada
en la superficie de la moneda.
El
cliente la llevó a su mujer, quien inmediatamente pagó con ella al
almacenero.
—¡Es
demasiado riesgo, querido! —dijo ella, silenciando las protestas de
su cónyuge—. No me gusta la idea de esa amenaza de muerte en el
aviso… y éste debe ser seguramente el tercer centavo. ¿Qué otra
cosa podría significar esa pequeña cruz? Cruces sobre tumbas, ¿no
ves el significado?
Y
al difundirse esta explicación, el centavo marcado con la cruz
empezó a cambiar de dueño con creciente rapidez.
Los
otros dos centavos aparecieron inesperadamente antes del anochecer,
uno marcado con un pequeño cuadrado perfecto, el otro con un claro
círculo.
El
centavo marcado con el cuadrado fue descubierto en una máquina
automática por el propietario del café La Abeja Laboriosa. No había
forma de que pudiera haber llegado allí, informó desconcertado, y
un poco asustado. Sólo cuatro personas, todas ellas viejos clientes,
habían estado en el café ese día. Y ninguno de ellos había estado
cerca de la máquina automática, ubicada como estaba en el fondo del
local, y llena de chicles viejos que, con sólo verlos, no merecían
un centavo de nadie. Además, el propietario había examinado la
máquina por si hubiera alguna moneda la noche anterior y la había
dejado vacía cuando la cerró; sin embargo, el centavo marcado con
el cuadrado estaba alojado dentro de la máquina automática a la
hora de cierre del 15 de abril.
Había
mirado fijamente la moneda durante un largo rato antes de darla en el
vuelto a una solterona de edad avanzada.
—No
vale la pena —murmuró para sí—. Poseo un restaurante que me da
para vivir, y no tengo apuro por hacerme matar, en vista de la
remota
posibilidad de obtener esos cien mil, o en su lugar ese viaje. ¡No,
señor!
La
solterona echó una ojeada al centavo marcado, profirió un corto
chillido ratonil, y lo arrojó al arroyo de la calle como si hubiese
sido una tarántula.
—¡Por
Dios! —tembló—. ¡No quiero tener eso en mi cartera!
Pero
esa noche soñó con puertos extranjeros, con coolies que
chapurreaban una incomprensible lengua, con aletas de barracuda que
cortaban la superficie de profundas aguas azules, y con ruinas de
antiguas ciudades.
Un
trabajador negro levantó el centavo y confió en él durante todo el
día, soñando con Harlem, antes de sucumbir finalmente al temor que
lo corroía. Y el centavo marcado con el cuadrado cambió de dueño
una vez más.
El
centavo marcado con el círculo fue advertido por primera vez en una
pila de monedas por un pagador del Crédito Agrario.
—Recibimos
monedas marcadas de vez en cuando —dijo—. No reparé en ésta en
forma especial; puede que haya estado aquí desde hace días.
La
introdujo contento en su bolsillo; pero a la mañana siguiente
descubrió, con profundo desaliento, que se la había dado a alguien
sin darse cuenta.
—¡Yo
quería conservarla! —suspiró—. ¡Para bien o para mal!
Miró
ceñudamente las pilas de monedas de algún otro que estaban frente a
él, y se preguntó furtivamente cuántos pagadores escaparon
realmente alguna vez con efectos robados.
Un
vendedor de fruta había recibido el centavo. Clavó la mirada en él
con duda.
—Tal
vez me traigas ese dinero, ¿eh? —Lo mostró a su gorda y pringosa
esposa, quien hizo el signo de los cuernos contra el «mal de ojo».
—¡Arrójalo!
—ordenó ella con voz chillona—. ¡Trae mala suerte!
Su
esposo se encogió de hombros y tiró la moneda marcada con el
círculo a la calle.
Un
niño harapiento se abalanzó sobre ella y salió corriendo a comprar
un pan de regaliz.
Y
el centavo marcado con el círculo cambió de dueño una vez más,
agarrado por dedos codiciosos, mirado fijamente por ojos hartos de
escándalos familiares, cedido una vez más por la fuerza del miedo.
Los
que entraban en la breve posesión de alguna de las tres monedas eran
irritados por el freno y el estímulo dados por consejos antagónicos.
—¡Guárdalo!
—recomendaban algunos—. ¡Piensa! ¡Puede significar un viaje
alrededor del mundo! ¡París! ¡China! ¡Londres! Oh, ¿por qué no
lo habré conseguido yo?
—¡Deshazte
de ella! —advertían otros—. Tal vez sea el tercer centavo; no se
puede adivinar. ¡Quizá los símbolos no significan lo que parecen,
y el del cuadrado es el centavo de la muerte! ¡Yo, en tu lugar, lo
tiraría!
—¡No!
¡No! —gritaban otros aún—. ¡Quédate con él! ¡Puede darte
100.000 dólares! ¡Cien mil dólares! ¡En esta época! ¡Pero,
amigo, si serías lo mismo que un millonario!
El
significado de los tres símbolos estaba en boca de todos, y ninguno
coincidía con su vecino en la solución del acertijo.
—Es
tan simple como engañar a una criatura… —declaraba un hombre—.
El círculo representa el globo. El centavo del viaje, ¿lo ves?
—No,
no. La cruz tiene ese significado. «Cruzar» los mares, ¿comprendes?
Una especie de juego de palabras. El círculo significa dinero, la
forma de una moneda, ¿entiendes? —¿Y el cuadrado?
—Una
tumba. La fosa cuadrada para un ataúd, ¿lo ves? La muerte. Es muy
simple. ¡Ojalá pudiera apoderarme del centavo con el círculo!
—¡Estás
loco! El de la cruz es el de la muerte; todos lo dicen. Y, créeme,
¡todos se están deshaciendo de él apenas lo reciben! Puede ser
algún tipo de broma… sin ningún peligro… ¡pero yo no quisiera
ser el poseedor de ese centavo marcado con la cruz cuando, el 21 de
abril, la lista esté por todos lados!
—Yo
lo guardaría y esperaría, hasta que los otros dos hubieran recibido
lo propio.
Entonces,
¡si el mío resultara ser el malo, lo tiraría! —decía
engreídamente un hombre.
—Pero
él no pagará completamente hasta que no se le haya dado cuenta de
los tres centavos, no lo creo —le respondía otro—. Y quizá la
promesa no se mantenga después del 21 de abril: ¡y tú estarías
perdiendo cien mil dólares o un viaje por el mundo sólo porque te
asusta enterarte de ello!
—Es
un gran riesgo, amigo —murmuraba el otro—. Pero, francamente, no
me gustaría probar suerte. ¡Él podría darme su tercer regalo!
«Él»
era la forma en que todos designaban al desconocido inventor del
concurso; aunque, por supuesto, no había ningún indicio ni de su
sexo ni de su identidad.
—Debe
ser rico —decían algunos— para ofrecer premios tan caros.
—¡Y
loco! —fulminaban otros, al amenazar con matar al tercero—.
¡Nunca se saldrá con la suya!
—Pero
inteligente —admitían otros empero— para idear todo este asunto.
Sea quien fuere, conoce la naturaleza humana. Me siento inclinado a
coincidir con Haverty: es sólo una especie de experimento
psicológico. Él trata de saber si el deseo de viajar o la codicia
del dinero son más fuertes que el miedo a la muerte.
—¿Crees
que tenga la intención de pagar todo?
—¡Eso
está por verse!
Al
sexto día, Branton había alcanzado un grado de excitación casi
próximo a la histeria.
Nadie
podía trabajar sin preguntarse sobre el resultado de la fantástica
prueba al día siguiente.
Se
sabía que un repartidor de almacén tenía la moneda marcada con el
cuadrado, porque había estado jactándose de su indiferencia
respecto de si el cuadrado representaba o no una sepultura abierta.
Exhibía el centavo sin reserva, haciendo bromas sobre lo que tenía
intención de hacer con sus cien mil dólares; pero en la mañana del
último día perdió el valor. Al ver a una mendiga ciega acurrucada
en su esquina predilecta entre dos comercios, pasó cerca de ella y
dejó caer subrepticiamente la moneda de un centavo en su caja de
lápices.
—¡Yo
lo tenía! —se lamentó a un amigo después de llegar al almacén—.
Lo tenía aquí mismo en mi bolsillo anoche, ¡y ahora no está!
Mira, tengo un agujero en el maldito bolsillo; ¡el centavo debe
haberse caído!
También
se sabía quién tenía el centavo marcado con el círculo. Un joven
dependiente de una fuente de soda, que tenía la clase de sonrisa
fácil que gustan ver los clientes del otro lado del mostrador de
mármol, había descubierto la moneda y la había sacado del cajón
de la caja, alegrándose de su buena fortuna.
—Bud
Skinner tiene el centavo con el círculo —se decían unos a otros,
entre ansiosos y alegres—. Espero que el muchacho gane el viaje por
el mundo: ¡le agradaría tanto!
Parece
hallar tanto placer en vivir; ¡es un pecado que tenga que vivir
siempre en este oscuro pueblo!
Finalmente
se encontró al que tenía el centavo marcado con la cruz.
—¡Garitón…
pobre diablo! —murmuraba la gente en voz baja—. La muerte sería
una suerte para él. Me asombra que no se haya pegado un tiro ante
esto. Creo que simplemente le falta valor para hacerlo.
El
dueño del centavo marcado con la cruz sonreía amargamente:
—¡Espero
que este pequeño símbolo maldito signifique lo que todos creen que
significa! —confiaba a un amigo.
Por
fin llegó el día tan ansiosamente esperado. Una multitud se agolpó
en la calle frente a las oficinas del diario para ver cuando los
poseedores de las tres monedas marcadas mostraran a Haverty sus
centavos y le dieran sus nombres para que los publicara. Para
provecho de los curiosos, el director fue al encuentro del trío en
la vereda del edificio, a fin de que todos pudieran verlos.
La
edición vespertina difundió las fotografías de las tres personas,
con el nombre, la dirección, y la marca del centavo de cada uno
debajo de cada fotografía. Branton leyó… y contuvo la
respiración.
En
la mañana del 22 de abril, la vieja mendiga ciega se sentó en el
lugar de costumbre, meditando sobre la agitación del día anterior,
cuando varias personas la habían llevado —lo sabía por el olor a
pescado del mercado situado al otro lado de la calle— a las
oficinas del diario: Allí alguien había preguntado su nombre y
muchas otras cosas enigmáticas que la habían aturdido hasta el
punto que casi rompió a llorar.
—¡Déjenme
sola! —había murmurado—. Sólo pido comida suficiente para no
morir de hambre, y un lugar para dormir. ¿Por qué me llevan a
empujones de ese modo y me gritan? ¡Déjenme volver a mi esquina! No
me gusta toda esta confusión y rareza que no puedo ver; ¡me da
miedo!
Entonces
le habían dicho algo acerca de un centavo marcado que habían
encontrado en el plato que tenía para la limosna, y otras cosas
sobre una gran cantidad de dinero y algún peligro inminente que la
amenazaba. Estaba contenta cuando la llevaron de vuelta a su sitio
entre dos comercios.
Ahora,
cuando estaba sentada en su lugar acostumbrado, dormitando
cómodamente y susurrando un poco bajo su respiración, un papel cayó
revoloteando en su falda. Palpó el rígido rectángulo, se dio
cuenta de que era un sobre, y llamó a su lado a un transeúnte.
—¿Puede
abrirme esto, por favor? —le pidió—. ¿Es una carta? Léamela.
El
hombre desgarró el sobre y frunció el ceño: —Es una nota —le
dijo—. Escrita a máquina, y sin firma. Sólo dice: ¿qué
demonios? Sólo dice: «Los cuatro rincones del mundo son exactamente
los mismos». Y… ¡eh! ¡Mire esto!… Oh, lo siento; olvidé que
usted es… ¡Es un pasaje en un buque de vapor para un viaje
alrededor del mundo!
Dígame,
¿no tenía usted uno de los centavos marcados?
La
ciega hizo, soñolienta, una seña afirmativa con la cabeza.
—Sí,
el del cuadrado, decían —suspiró débilmente—. Esperaba poder
ganar el dinero o… lo otro, para no tener que mendigar nunca más.
—Bueno,
aquí está su pasaje.
El
hombre se lo extendió con vacilación:
—¿No
lo quiere? —le preguntó al ver que ella no hacía ademán de
tomarlo.
—No
—dijo ásperamente la ciega—. ¿De qué me serviría?
Tomó
el pasaje con súbita rabia, y lo hizo pedazos.
Casi
a la misma hora, Kenneth Carlton recibía del cartero un abultado
sobre de papel manila. Frunció el ceño al mirar de soslayo el sello
local sobre las estampillas. Su amigo Evans se encontraba junto a él,
aún más pálido que Carlton.
—¡Ábrelo!
¡Ábrelo! —le pidió con ahínco—. Léelo… ¡No, no lo abras,
Ken, tengo miedo!
Después
de todo… es una terrible manera de morirse. Sin saber de dónde va
a venir el golpe, y…
Carlton
soltó una macabra risita, al desgarrar el pesado sobre.
—Es
la mejor ocasión que he tenido en años, Jim. ¡Estoy contento!
Contento, Jim, ¿me oyes? Será rápido, espero… e indoloro. Me
pregunto qué es esto. ¿Un tratado sobre cómo volarse la tapa de
los sesos? —hizo caer el contenido de la carta sobre la mesa y
luego, después de un instante, comenzó a reír… tristemente…
horriblemente.
Su
amigo clavó la vista en el pequeño montón de frágiles billetes,
todos de una denominación mayor que todos los que él había visto
en su vida.
—¡El
dinero! ¡Ganaste los cien mil, Ken! No puedo creer…, —se
interrumpió abruptamente para arrebatar un trozo de papel amarillo
de entre los billetes:
—«La
riqueza es la cruz más grande que un hombre puede llevar» —leyó
en voz alta las palabras escritas a máquina—. No tiene sentido…
¿la riqueza? Entonces… ¿la marca de la cruz significaba riqueza?
No entiendo.
Estalló
la risa de Carlton: —Tiene sagacidad, ese tipo… ¡quienquiera que
sea! Hay una sutil ironía en eso, Jim… por ser la riqueza una
carga en vez de la bendición que la mayor parte de la gente cree.
Supongo que en eso tiene razón. Pero me pregunto, ¿sabrá qué
papel realmente irónico juega este acto de su pequeña obra? Cien
mil dólares para un hombre con… cáncer. Bien, Jim, tengo un mes o
menos para gastarlo en… ¡un condenado mes más para sufrir antes
de que todo haya terminado!
Su
terrible risa estalló nuevamente, hasta que su amigo tuvo que
taparse los oídos con las manos, para no oírlo.
Pero
la parte más extraña de todo el asunto fue la muerte de Bud
Skinner. Un momento antes de la hora de mayor afluencia, a mediodía,
había encontrado un pequeño paquete, dirigido a él, en un
mostrador del fondo del local. Desgarró ansiosamente el papel de
envolver marrón, con una docena de amigos, poco más o menos,
apiñados a su alrededor.
Lo
que encontró fue una caja de plata curiosamente labrada. Oprimió el
botón con dedos temblorosos y levantó la tapa hacia atrás. Un
instante después su rostro adoptó una extraña expresión… y se
deslizó sin hacer ruido hasta el piso embaldosado del local.
La
subsiguiente investigación policial no reveló absolutamente nada,
excepto que el joven Skinner había sido envenenado con crotalina
—veneno de serpiente— administrada por medio del pinchazo de un
alfiler en el dedo pulgar cuando oprimió la trampa del botón de la
cajita de plata. Esto, y la nota dactilografiada que había en la
caja, por lo demás vacía: «La vida termina donde empezó… en
ninguna parte», fue todo lo que encontraron como explicación de la
muerte del dependiente. Tampoco se reveló nunca más algo acerca del
misterioso concurso de los tres centavos marcados, que probablemente
estén todavía en circulación en algún lugar de los Estados
Unidos.
Legados macabros, Mike Ashley (sel.), 1981.
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