Fue
Griffin Wilson quien postuló la Teoría de la Involución. Se
sentaba dos filas por detrás de mí en Química Orgánica y era la
definición misma de un genio malvado. Fue el primero en dar el Gran
Salto Atrás.
Lo
sabe todo el mundo porque Tricia Gedding estaba con él en la
consulta de la enfermera cuando dio el salto. Estaba en la otra
camilla, detrás de una cortina de papel, fingiendo que le había
venido la regla para no tener que hacer un test de Perspectivas sobre
la Civilización Oriental. Cuenta Tricia Gidding que oyó el fuerte
pitido pero que no le dio importancia. Cuando ella y la enfermera de
la escuela lo encontraron en su camilla, al principio creyeron que
Griffin Wilson era el muñeco que todo el mundo usaba para las
prácticas de reanimación cardiopulmonar. Apenas respiraba y apenas
movía un músculo. Y pensaron que era una broma porque todavía
tenía la billetera agarrada entre los dientes y los cables
eléctricos pegados a los lados de la frente.
Sus
manos todavía estaban agarrando una caja del tamaño de un
diccionario y paralizadas en el acto de apretar un botón rojo. Todo
el mundo estaba tan acostumbrado a ver aquella caja que nadie cayó
en la cuenta, pero era la misma que solía colgar de la pared de la
consulta: el desfibrilador cardiaco. Aquel aparato de emergencia que
transmitía descargas eléctricas al corazón. Griffin Wilson lo
había bajado de la pared y había leído las instrucciones. Se había
limitado a desprender el papel de cera de las partes con adhesivo y a
pegarse los electrodos a los costados de los lóbulos temporales. Era
básicamente una lobotomía con adhesivos de quita y pon. Tan fácil
que hasta un chaval de dieciséis años podía hacérsela.
En
clase de Lengua de la señorita Chen aprendimos aquello de «Ser o no
ser…», pero en medio de ambas cosas hay una zona gris enorme.
Quizá en la época de Shakespeare la gente solo tuviera dos
opciones. Griffin Wilson sabía que los exámenes de selectividad no
eran más que la puerta de entrada a una larga vida de patrañas. A
casarse e ir a la universidad. A pagar impuestos y tratar de criar a
tu hijo para que no acabe disparando a todo el mundo en su escuela. Y
Griffin Wilson sabía que las drogas no son más que un parche.
Después de las drogas, siempre vas a necesitar más
drogas.
El
problema de ser un alumno adelantado es que a veces eres demasiado
listo. Mi tío Henry dice que es importante desayunar bien
porque tu cerebro todavía está creciendo. Pero nadie menciona que a
veces tu cerebro puede crecer demasiado.
Básicamente
somos animales grandes, que hemos evolucionado para abrir conchas de
moluscos y comernos las ostras crudas, pero ahora además se espera
que nos acordemos de las trescientas hermanas Kardashian y de los
ochocientos hermanos Baldwin. En serio, al ritmo en que se reproducen
las Kardashian y los Baldwin van a borrar de la faz de la tierra al
resto de la humanidad. Los demás, ustedes y yo, no somos más que
callejones sin salida evolutivos esperando el momento de
extinguirnos.
Pregúntenle
lo que quieran a Griffin Wilson. Pregúntenle quién firmó el
Tratado de Gante. Griffin hará como ese mago de los dibujos animados
de la tele que dice: «Mirad cómo me saco un conejo del culo».
Abracadabra, y se saca la respuesta. En Química Orgánica era capaz
de hablar de la Teoría de Cuerdas hasta quedarse anóxico, pero lo
que realmente quería ser era feliz. No simplemente no estar triste,
quería ser feliz de la misma manera en que lo es un perro. No verse
constantemente sacudido por mensajes de texto llameantes y cambios
del código tributario federal. Tampoco quería morirse. Quería ser,
y no ser, pero al mismo tiempo. Así de grande era su genio pionero.
El
Director de Asuntos Estudiantiles obligó a Tricia Gedding a jurar
que no le contaría lo sucedido a nadie, pero ya saben ustedes cómo
son esas cosas. El distrito escolar tenía miedo a que aparecieran
imitadores. Hoy en día hay desfibriladores en todas partes.
Desde
aquel día en la consulta de la enfermera, Griffin Wilson está más
feliz que nunca. Siempre se está riendo demasiado fuerte y secándose
las babas de la barbilla con la manga. Los profesores de Apoyo
Pedagógico le aplauden y lo colman de elogios por el mero hecho de
usar el retrete. Un doble rasero clarísimo. Los demás estamos aquí
luchando con uñas y dientes para conseguir el trabajo de mierda que
podamos, mientras que Griffin Wilson se lo va a pasar bomba durante
el resto de su vida comiendo chucherías de un centavo y viendo
reposiciones de Los Fraguel.
En el pasado había sido infeliz a menos que ganara hasta el último
torneo de ajedrez. Pero tal como está ahora, ayer mismo se sacó la
polla y se puso a cascársela mientras pasaban lista por la mañana.
Antes de que la señora Ramírez pudiera pasar a toda prisa por los
apellidos empezados con «S» y «T», con los chavales contestando
«Aquí» y «Presente» demasiado despacio, soltando risitas y
mirando, antes de que la señora Ramírez pudiera recorrer el pasillo
corriendo y detenerlo, Griffin Wilson gritó «Mirad cómo me saco un
conejo de los pantalones» y roció de lefa caliente una estantería
que solo contenía un centenar de ejemplares de Matar
a un ruiseñor. Sin parar de reírse todo el tiempo.
Lobotomizado
o no, sigue siendo capaz de apreciar el valor de una buena frase
pegadiza. Ya no es un simple empollón, ahora es el alma de la
fiesta.
La
electricidad hasta le ha curado el acné.
Con
resultados así cuesta mantenerse escéptico.
No
hacía ni una semana que se había convertido en zombi cuando Tricia
Gedding fue al gimnasio donde hacía Zumba y descolgó el
desfibrilador de la pared del vestuario de chicas. Después de
administrarse a sí misma el procedimiento con los electrodos
adhesivos en un cubículo de los lavabos, ahora ya no le importa
cuándo le venga la regla. Su mejor amiga, Brie Phillips, echó mano
del desfibrilador que tienen al lado de los lavabos del Home Depot, y
ahora camina por la calle, así caigan chuzos de punta, sin
pantalones. Y no estamos hablando de la escoria de la escuela.
Estamos hablando de la presidenta de la clase y de la jefa de
animadoras. De la élite entera. De todo el mundo que estaba en el
primer equipo de todos los deportes. Han hecho falta todos los
desfibriladores de aquí a Canadá, pero ahora en los partidos de
fútbol americano nadie sigue las reglas. Y aunque les peguen una
paliza, siempre están sonriendo y chocando esos cinco.
Siguen
siendo jóvenes y sexys, pero ya no les preocupa el día en que
dejarán de serlo.
Es
un suicidio, pero no lo es. La prensa no informa de las cifras
reales. La prensa se cree demasiado importante. La página de
Facebook de Tricia Gedding tiene más lectores que nuestro periódico
local. Medios de comunicación de masas, jaja. ¿Llenan la portada de
desempleo y guerras y se creen que eso no
tiene un
efecto negativo? Mi tío Henry me lee un artículo sobre una
propuesta de cambio en la legislación estatal. Los funcionarios
quieren instaurar un periodo de espera de diez días previo a la
venta de todos los desfibriladores cardiacos. Se habla de
comprobaciones obligatorias de antecedentes y de exámenes de salud
mental, pero todavía no se ha aprobado nada.
Mi
tío Henry levanta la vista del artículo del periódico y me echa un
vistazo por encima de la mesa del desayuno. Me dedica una mirada
severa y me dice:
—Si
todos tus amigos se tiraran por un barranco, ¿te tirarías tú
también?
Mi
tío es lo que yo tengo en vez de padres. Él no lo va a reconocer,
pero en el fondo de ese barranco se vive bien. Hay un suministro de
por vida de permisos de aparcamiento para minusválidos. El tío
Henry no entiende que todos mis amigos ya se hayan tirado.
Puede
que sean «personas con necesidades especiales», pero mis amistades
siguen ligando. Más que nunca, de hecho. Tienen cuerpos perfectos y
cerebros de niñitos pequeños. Tienen lo mejor de ambos mundos.
LeQuisha Jefferson le metió la lengua a Hannah Finerman en
Introducción a la Carpintería, la hizo chillar y retorcerse allí
mismo, apoyada contra la taladradora hidráulica. ¿Y Laura Lynn
Marshall? Se la chupó a Frank Randall en la parte de atrás del
Taller de Cocina Internacional con todo el mundo mirando. A todos se
les quemaron los falafel, pero nadie puso el grito en el cielo.
Después
de pulsar el botón rojo del desfibrilador, sí, la gente sufre
algunas secuelas, pero ya no es consciente de estar sufriendo. En
cuanto pasan por el Botón de la Lobotomía, ya se les permite todo.
Un
día en la hora de estudio le pregunté a Boris Declan si dolía.
Estaba allí sentado en la cafetería, con las marcas rojas de las
quemaduras todavía frescas en los lados de la frente. Tenía los
pantalones bajados hasta las rodillas. Le pregunté si la descarga
eléctrica dolía y él no me contestó, al menos no de inmediato. Se
limitó a sacarse los dedos del culo y a olérselos con cara
pensativa. El año anterior había sido el Rey del Baile de
Graduación de Primer Curso.
En
muchos sentidos Boris es mucho más majo ahora que nunca. Con el culo
al aire en medio de la cafetería, me ofrece un dedo para que se lo
huela y yo le digo: «No, gracias».
Él
me cuenta que no se acuerda de nada. Boris Declan me dedica una
sonrisa babosa y mema. Se da un golpecito con la yema sucia en la
marca de quemadura que tiene en el costado de la cara. Con el mismo
dedo manchado de caca señala para hacerme mirar al otro lado de la
sala. En la pared que me está señalando hay un póster de la
oficina del orientador psicológico que muestra a unos pájaros
blancos aleteando con un cielo azul de fondo. Debajo de la imagen hay
la inscripción «La felicidad verdadera solo llega por accidente»
impresa con letras de fantasía. La escuela ha colgado ese póster
para esconder la sombra que ha quedado donde solía haber otro
desfibrilador.
No
se sabe dónde va a acabar Boris Declan en la vida, pero está claro
que será un buen sitio. Ya está viviendo en el Nirvana del
Traumatismo Cerebral. El distrito escolar tenía razón con lo de los
imitadores.
Que
no se ofenda Jesucristo, pero los dóciles no van a heredar la
tierra. A juzgar por los reality
shows de
la tele, son los bocazas los que se lo van a quedar todo. Y yo digo
que les dejemos quedárselo. Las Kardashian y los Baldwin son como
especies invasoras. Como el kudzu y los mejillones cebra. Que se
peleen ellos por el control de ese coñazo que es el mundo real.
Me
pasé mucho tiempo escuchando a mi tío sin inmutarme. Ahora ya no lo
sé. Los periódicos nos avisan de terroristas con bombas de ántrax
y cepas nuevas y virulentas de meningitis, y el único consuelo que
nos dan es un cupón de descuento de veinte centavos por la compra de
un desodorante para axilas.
Vivir
sin preocupaciones ni remordimientos resulta bastante tentador. En mi
escuela hay tantos chavales populares que han elegido freírse a sí
mismos que ya solo quedan los pringados. Los pringados y los tontos
del culo por razones naturales. La situación es tan atroz que el
candidato seguro a graduarse el número uno de la clase soy yo. Es
por eso por lo que mi tío Henry ha decidido mandarme lejos de aquí.
Cree que si me traslada a Twin Falls va a poder posponer lo
inevitable.
De
forma que estamos los dos sentados en el aeropuerto, esperando en la
puerta de embarque de mi vuelo, cuando le pido permiso para ir al
baño. En el lavabo de hombres finjo que me lavo las manos para poder
mirarme al espejo. Mi tío me preguntó una vez por qué me miraba
tanto a los espejos y yo le dije que más que vanidad era nostalgia.
Los espejos me enseñaban lo poco que quedaba de mis padres.
Estoy
ensayando la sonrisa de mi madre. La gente no ensaya lo bastante las
sonrisas, de forma que cuando más necesita parecer contenta, no
consigue engañar a nadie. Y yo estoy practicando mi sonrisa cuando…
ahí está: mi billete para un futuro glorioso y feliz trabajando en
el ramo de la comida rápida. Por oposición a una vida de aflicción
como arquitecto o cirujano cardiovascular de fama mundial.
Suspendido
por encima de mi hombro y un poco por detrás de mí, lo veo
reflejado en el espejo. Como si fuera el bocadillo que contiene mis
pensamientos en la viñeta de un tebeo, hay un desfibrilador. Montado
en la pared que tengo detrás, encerrado en una vitrina metálica con
portezuela de cristal que cuando la abres dispara una alarma y una
luz estroboscópica roja. Encima de la caja hay un letrero que dice
«DEA» y que muestra un relámpago cayendo sobre un corazón de San
Valentín. La vitrina metálica es como la vitrina de «No tocar»
que contiene las joyas de la corona en las películas de robos de
Hollywood.
Cuando
abro la vitrina, se disparan automáticamente la alarma y la luz roja
centelleante. Rápidamente, antes de que llegue corriendo algún
héroe, me meto corriendo con el desfibrilador en un cubículo para
discapacitados. Sentado en el retrete, lo abro a la fuerza. Las
instrucciones están impresas en la tapa en inglés, español,
francés y viñetas de tebeo. Eso lo hace a prueba de tontos, más o
menos. Si me espero demasiado, ya nunca más tendré esta opción.
Pronto los desfibriladores estarán encerrados bajo llave, y en
cuanto sean ilegales, solo los tendrán los paramédicos.
Tengo
a mi alcance mi infancia permanente. Mi propia Máquina de la
Felicidad.
Mis
manos son más listas que el resto de mí. Mis dedos saben despegar
los electrodos y pegármelos a las sienes. Mis oídos saben reconocer
el fuerte pitido que significa que el aparato está cargado del todo.
Mis
pulgares saben qué es lo más conveniente. Se quedan suspendidos por
encima del botón enorme y rojo. Como si esto fuera un videojuego.
Como el botón que el presidente puede pulsar para desencadenar una
guerra nuclear. Una pequeña presión y se acaba el mundo que
conocemos. Y empieza una nueva realidad.
Ser
o no ser. El don más grande que Dios les ha dado a los animales es
que no pueden elegir.
Cada
vez que abro el periódico me entran ganas de vomitar. Dentro de diez
segundos ya no sabré leer. Y lo que es mejor, no me hará falta. No
sabré nada del cambio climático global. No sabré nada del cáncer
ni del genocidio ni de la gripe aviar ni de la degradación
medioambiental ni de los conflictos religiosos.
El
sistema de megafonía me está llamando por mi nombre. Pronto ni
siquiera sabré cómo me llamo.
Antes
de despegar, me imagino a mi tío Henry en la puerta de embarque, con
la tarjeta de embarque en la mano. No se merece esto. Necesita saber
que esto no es culpa suya.
Con
los electrodos pegados a la frente, saco el desfibrilador de los
lavabos y me alejo por la terminal en dirección a la puerta de
embarque. Los cables eléctricos enrollados me cuelgan a los lados de
la cara como coletas finas y blancas. Voy llevando la batería en las
manos por delante del pecho como si fuera un terrorista suicida
cargado con una bomba que solo me va a reventar el CI.
En
cuanto me ven, los hombres de negocios abandonan sus maletas con
ruedas. Las familias de vacaciones agitan los brazos y se llevan a
sus niños en la dirección contraria. Hay un tipo que va de héroe.
Me grita:
—Todo
se arreglará.
Me
dice:
—Te
sobran razones para vivir.
Los
dos sabemos que es un mentiroso.
Me
suda tanto la cara que se me pueden despegar los electrodos. Esta es
mi última oportunidad para decir todo lo que pienso, así que voy a
confesarme delante de todo el mundo: no sé qué es un final feliz. Y
tampoco sé cómo arreglar nada. Se abren las puertas de la terminal
y entra al asalto un comando de Seguridad Nacional, y yo me siento
como uno de esos monjes budistas del Tíbet o de donde sea que se
rocían a sí mismos de gasolina antes de asegurarse de que les
funciona el encendedor. Menuda vergüenza sería estar empapado de
gasolina y tener que pedirle prestada una cerilla a algún
desconocido, sobre todo ahora que no fuma casi nadie. Yo en cambio,
en mitad de la terminal del aeropuerto, no estoy chorreando gasolina
sino sudor, pero es que la cabeza me va a mil por hora y ya no sé lo
que hago.
De
pronto mi tío sale de la nada, me agarra del brazo y me dice:
—Trevor,
si te haces daño a ti mismo, me haces daño a mí.
Me
tiene agarrado del brazo y yo tengo el dedo sobre el botón rojo. Le
digo que no es ninguna tragedia.
—Te
seguiré queriendo, tío Henry… —le digo—. Simplemente, ya no
sabré quién eres.
Los
últimos pensamientos que me pasan por la cabeza son plegarias. Estoy
rezando por que esta batería esté cargada del todo. Tiene que
quedar suficiente voltaje para borrar el hecho de que acabo de
mencionar el amor delante de varios centenares de desconocidos. Y lo
que es peor, he mencionado el hecho de querer a mi tío. Nunca seré
capaz de superar esa vergüenza.
La
mayoría de los espectadores, en vez de intentar salvarme, sacan los
teléfonos y se ponen a filmar vídeos. Todo el mundo compite por
conseguir el mejor ángulo frontal. La situación me recuerda a algo.
Me recuerda a las fiestas de cumpleaños y a la Navidad. Un millar de
recuerdos se me echan encima por última vez, y eso tampoco me lo
había esperado. No me importa perder mi educación. No me importa
olvidarme de mi nombre. Pero sí que voy a echar de menos lo poco que
recuerdo de mis padres.
Los
ojos de mi madre, y la nariz y la frente de mi padre, son cosas que
han muerto salvo por el hecho de estar en mi cara, y me duele saber
que ya no los voy a reconocer. En cuanto le dé al botón pensaré
que mi reflejo no es nada más que yo.
Mi
tío Henry repite:
—Si
te haces daño a ti mismo, me haces daño a mí también.
—Seguiré
siendo tu sobrino —le digo—. Simplemente, no lo sabré.
Una
mujer se acerca sin venir a cuento de nada y agarra a mi tío Henry
del otro brazo. Y esa nueva persona dice:
—Si
te haces daño a ti mismo, también me harás daño a mí.
Otra
persona agarra a la mujer y luego alguien agarra a esa otra persona y
dice:
—Si
te haces daño a ti mismo, me harás daño a mí.
Y
así los desconocidos se cogen a otros desconocidos, formando cadenas
y ramificándose, hasta que estamos todos conectados entre nosotros.
Como si fuéramos moléculas cristalizando en una solución de
Química Orgánica. Todo el mundo está agarrado de alguien y todo el
mundo está agarrando a alguien, y sus voces siguen repitiendo la
misma frase: «Si te haces daño a ti mismo, me haces daño a mí…
si te haces daño a ti mismo, me haces daño a mí…».
Las
palabras forman una onda lenta. Como un eco a cámara lenta, se
alejan de mí, recorriendo la terminal en ambas direcciones. Todo el
mundo se acerca para agarrar a una persona que está agarrando a otra
persona que está agarrando a otra persona que está agarrando a mi
tío, que me está agarrando a mí. Esto sucede de verdad. Suena muy
manido, pero es solo porque las palabras hacen que todo suene manido.
Las palabras siempre joden lo que sea que estás intentando decir.
Voces
de otra gente en otros sitios, desconocidos que están viendo la
situación por las videocámaras y cogen sus teléfonos y dicen con
voces de conferencia a larga distancia: «Si te haces daño a ti
mismo, me haces daño a mí…». Y un chaval sale de detrás de la
caja registradora del Der Wiener Schnitzel, allá en la zona de
restaurantes, agarra a alguien y grita: «Si te haces daño a ti
mismo, me haces daño a mí». Y los chavales que trabajan en el Taco
Bell y los que hacen espuma de leche en el Starbucks dejan lo que
están haciendo y se toman todos de las manos con alguien que está
conectado conmigo a través de la multitud y ellos también lo dicen.
Y justo cuando ya creo que la cosa se va a terminar y que todo el
mundo va a soltarse las manos y largarse en sus aviones, porque todo
se ha parado y la gente está cogida de las manos incluso de lado a
lado de los detectores de metales… entonces el locutor de la CNN
del televisor que hay instalado justo debajo del techo se lleva un
dedo al oído, como para oír mejor, y dice: «Una noticia que nos
acaba de llegar». Se lo ve confuso, se pone a leer algo obviamente
del letrero de un apuntador y dice: «Si te haces daño a ti mismo,
me haces daño a mí». Y a su voz se le solapan todas las voces de
los comentaristas políticos de la Fox News y de los analistas
invitados de la ESPN, y todos están diciendo lo mismo.
Los
televisores muestran a gente al aire libre en aparcamientos y en
zonas de estacionamiento prohibido, todos cogidos de las manos.
Formando vínculos de unión. Todo el mundo está subiendo vídeos de
alguien, gente que está a kilómetros de distancia pero aun así
conectada conmigo.
Y
de los walkie-talkies
de los guardias de Seguridad Nacional salen voces cargadas
de estática que dicen: «Si te haces daño a ti mismo, me haces daño
a mí… cambio».
Llegado
ese punto ya no existe en el mundo un desfibrilador lo bastante
grande como para freírnos el cerebro a todos. Y sí, al final nos
tendremos que soltar, pero de momento todo el mundo está cogido bien
fuerte, intentando hacer que la conexión dure para siempre. Y si
esta imposibilidad puede suceder, ¿quién sabe qué más es posible?
Y una chica en el Burger King grita: «Yo también tengo miedo». Y
un chico del Jack in the Box grita: «Yo tengo miedo todo
el tiempo». Y todo el mundo está asintiendo con la
cabeza: Yo También.
Para
rematar la cosa, una voz atronadora anuncia:
—¡Atención!
—Desde las alturas de la terminal, la voz anuncia—: Por favor,
presten atención.
Es
una mujer. Es esa voz de mujer que llama a la gente por su nombre y
les dice que contesten al teléfono blanco de las llamadas privadas.
Y ahora que todo el mundo está escuchando, el aeropuerto entero
queda en silencio.
—Seas
quien seas, tienes que saber… —dice la voz de mujer del teléfono
blanco de las llamadas privadas.
Todo
el mundo escucha porque todo el mundo piensa que está hablando solo
con él o con ella. Y entonces la voz se pone a cantar por un millar
de altavoces. Y con esa voz, canta igual que un pájaro. No como un
loro ni como uno de esos pájaros de Edgar Allan Poe que hablan
inglés. La voz trina y hace escalas como las que hacen los canarios,
unas notas imposibles de conjugar en forma de sustantivos y verbos.
Que podemos disfrutar sin entender. Y que podemos amar sin saber qué
significan. Y por medio de los teléfonos y las televisiones, la voz
está sincronizado a todo el mundo en todas partes. Una voz perfecta
que simplemente nos está cantando.
Y
lo mejor de todo… su voz lo llena todo, no deja sitio para tener
miedo. Su canción convierte todos nuestros oídos en uno solo.
Esto
no es exactamente el fin. En todos los televisores salgo yo, sudando
tanto que un electrodo me resbala lentamente por un costado de la
cara.
Este
ciertamente no es el final feliz que yo tenía en mente, pero
comparado con el principio de la historia —con Griffin Wilson en la
consulta de la enfermera metiéndose la billetera entre los dientes
como si fuera una pistola—, pues quizá no sea tan mal sitio para
empezar otra vez.
Invéntate algo. Relatos que no te podrás sacar de la cabeza. 2015.
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