A Victoria Ocampo
En la página 242 de
la Historia de la Guerra Europea de Liddell Hart, se lee que
una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil
cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban
había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse
hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el
capitán Liddell Hart) provocaron esa demora —nada significativa,
por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada
por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la
Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso.
Faltan las dos páginas iniciales.
«… y colgué el
tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado
en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el
departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros
afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debía
parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que
Runeberg había sido arrestado, o asesinado (1). Antes que
declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden
era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable.
Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y
tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este
milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte, de
dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente
cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama
de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol
nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin
premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar
de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico
jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné
que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente
ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos;
innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que
realmente pasa me pasa a mí… El casi intolerable recuerdo del
rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi
odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que
he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda)
pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que
yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque
de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo
gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en
muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería
con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo,
pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania… Mi voz
humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del jefe? Al
oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y
de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba
noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando
infinitamente periódicos… Dije en voz alta: “Debo huir”. Me
incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si
Madden ya estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación
de probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis
bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj
norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el
llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de
Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir inmediatamente
(y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y
unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una
bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente
pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi
plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única
persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de
Fenton, a menos de media hora de tren.
Soy un hombre
cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que
nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su
ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país
bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía.
Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto—
que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con
él, pero durante una hora fue Goethe… Lo hice, porque yo sentía
que el jefe tenía en poco a los de mi raza —a los innumerables
antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo
podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán.
Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta.
Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé
la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa,
pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría
menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta
me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije
al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé
con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgrove,
pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía
dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré; el
próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el
andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada,
un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado
herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí
corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard
Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón,
lejos del temido cristal.
De esa aniquilación
pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeñado
mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera
por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi
adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria
total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa
que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o
muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde
probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la
aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron.
Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces;
pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo:
“El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha
cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el
pasado”. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto
registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y
la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos.
Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la
estación. “¿Ashgrove?”, les pregunté a unos chicos en el
andén. “Ashgrove”, contestaron. Bajé.
Una lámpara
ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona
de sombra. Uno me interrogó: “¿Usted va a casa del doctor Stephen
Albert?”. Sin aguardar contestación, otro dijo: “La casa queda
lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la
izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda”.
Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y
entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de
tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y
circular parecía acompañarme.
Por un instante,
pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi
desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible.
El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era
el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos
laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de
aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al
poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más
populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en
el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas
heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su
novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles
ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y
perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado
por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de
quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y
provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un
sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y
que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias
imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo
indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo,
la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive
que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era
íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya
confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y
se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de
distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres,
de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de
luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué,
así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una
alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas,
la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del
pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con
plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana
o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la
música prosiguió.
Pero del fondo de la
íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos
anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los
tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su
rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente
en mi idioma:
—Veo que el
piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin
duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre
de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
—¿El jardín?
—El jardín de
senderos que se bifurcan.
Algo se agitó en mi
recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
—El jardín de mi
antepasado Ts’ui Pên.
—¿Su antepasado?
¿Su ilustre antepasado? Adelante.
El húmedo sendero
zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de
libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda
amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que
dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio
nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix
de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro,
anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices
copiaron de los alfareros de Persia…
Stephen Albert me
observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados,
de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y
también de marino; después me refirió que había sido misionero en
Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
Nos sentamos; yo en
un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto
reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi
perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía
esperar.
—Asombroso destino
el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su
provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la
interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista,
famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y
un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la
justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición
y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida
Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos
caóticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos
al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió
en la publicación.
—Los de la sangre
de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese monje. Esa
publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de
borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer
capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la
otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto…
—Aquí está el
Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
—¡Un laberinto de
marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo…
—Un laberinto de
símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo. A mí,
bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano.
Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables,
pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría
una vez: “Me retiro a escribir un libro”. Y otra: “Me retiro a
construir un laberinto”. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó
que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida
Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el
hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui
Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio
con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era
el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del
problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había
propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un
fragmento de una carta que descubrí.
Albert se levantó.
Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y
renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora
rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de
Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con
minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: “Dejo a los
varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se
bifurcan”. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
—Antes de exhumar
esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser
infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen
cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a
la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé
también esa noche que está en el centro de Las mil y una noches,
cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista)
se pone a referir textualmente la historia de Las mil y una
noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la
refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra
platónica, hereditaria, trasmitida de padre a hijo, en la que cada
nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso
cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron;
pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los
contradictorios capítulos de Ts’ui Pên. En esa perplejidad, me
remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve,
como es natural, en la frase: “Dejo a los varios porvenires (no a
todos) mi jardín de senderos que se bifurcan”. Casi en el acto
comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela
caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la
imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La
relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las
ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas
alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi
inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas.
Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también
proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela.
Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta;
Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles:
Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos
pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui
Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida
de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto
convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los
pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna
usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
Su rostro, en el
vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero
con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión
dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un
ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña
desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace
menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una
fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la
fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas
viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las
hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me
las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla
occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada
redacción como un mandamiento secreto: “Así combatieron los
héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada,
resignados a matar y a morir”.
Desde ese instante,
sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible
pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y
finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más
inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban.
Stephen Albert prosiguió:
—No creo que su
ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo
verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un
experimento retórico. En su país, la novela es un género
subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên
fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que
sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus
contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus
aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa
buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo
inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora
bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del
Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo
se explica usted esa voluntaria omisión?
Propuse varias
soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen
Albert me dijo:
—En una adivinanza
cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
Reflexioné un
momento y repuse:
—La palabra
ajedrez.
—Precisamente
—dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es una
enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa
recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una
palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es
quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que
prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el
oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he
corregido los errores que la negligencia de los copistas ha
introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he
creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra
entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La
explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una
imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía
Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado
no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series
de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos
divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se
aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran,
abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos
tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en
otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha
llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha
encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy
un error, un fantasma.
—En todos
—articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación
del jardín de Ts’ui Pên.
—No en todos
—murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente
hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
Volví a sentir esa
pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que
rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles
personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y
multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue
pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo
hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre
avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
—El porvenir ya
existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de
nuevo la carta?
Albert se levantó.
Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la
espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado:
Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su
muerte fue instantánea: una fulminación.
Lo demás es irreal,
insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la
horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto
nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí
en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de
que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un
desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi
problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la
ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una
persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable
contrición y cansancio».
1. Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al protador de la orden de arresto, capitán Richar Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte.
El jardín de senderos que se bifurcan, 1944.
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