lunes, 22 de marzo de 2021

Ni siquiera consiguió llenar la cesta. Svetlana Alexiévich.

Leonid Sivakov, seis años
Actualmente es operario instrumentista


El sol ya había salido…
Los pastores estaban reuniendo las vacas. Los soldados del destacamento punitivo les dieron tiempo para que condujesen el ganado a la otra orilla del riachuelo Greza y empezaron a recorrer las casas. Entraban en ellas siguiendo una lista y fusilaban también siguiendo esa lista. Leían: madre, abuelo, niños, tal y tal edad… Lo comprobaban con la lista en la mano y si faltaba alguien lo buscaban. Sacaban a los niños de debajo de la cama, de encima de la estufa…
Cuando los localizaban a todos, los mataban de un tiro…
En nuestra casa éramos entonces seis personas: mi abuela, mi madre, mi hermana mayor, mis dos hermanos pequeños y yo. Seis personas… Por la ventana vimos que se dirigían a casa de nuestros vecinos. Yo, con mi hermano, el más pequeño, corrí al zaguán y eché la aldabilla de la puerta. Y nos sentamos en el baúl, junto a mamá.
La aldabilla era floja, el alemán la arrancó enseguida. Cruzó el umbral y descargó una ráfaga. No tuve tiempo de ver si era joven o viejo. Todos nos caímos, yo me caí detrás del baúl…
Recobré el conocimiento al notar que algo me goteaba encima… Caían gotas y más gotas, como si fuera agua. Levanté la cabeza: lo que goteaba era la sangre de mamá, mi madre yacía muerta en el baúl. Me arrastré para esconderme debajo de la cama, había sangre por todas partes… Yo mismo estaba bañado en sangre… Empapado…
Oí que entraban dos personas. Hacían cuentas: cuántos muertos había. Uno de ellos dijo: «Aquí falta uno. Hay que encontrarlo». Empezaron a buscar, se inclinaron para mirar debajo de la cama. Mi madre había escondido allí un saco de cereales. Sacaron el saco y se marcharon muy contentos. Se les había olvidado que les faltaba uno de la lista. En cuanto se fueron, me desmayé…
Recobré el conocimiento por segunda vez cuando nuestra casa se incendió…
Noté un calor tremendo y náuseas. Vi que estaba manchado de sangre, pero no comprendía si estaba herido o no, no sentía dolor. Todo se llenó de humo… No sé cómo conseguí salir arrastrándome al huerto; luego seguí hasta el jardín de los vecinos. Solo al llegar allí sentí que me habían herido en una pierna y que tenía un brazo roto. ¡Fue como una sacudida de dolor! Después… otra vez vuelvo a no recordar nada…
La tercera vez que recuperé el conocimiento fue con un grito terrible… Me arrastré hacia ese grito…
El grito quedaba colgado en el aire, como un hilo. Y yo me arrastraba por él como si fuera un hilo. Así llegué al garaje del koljós. Allí no vi a nadie… El grito provenía de debajo de la tierra… Entendí que gritaban desde el foso de engrase…
No podía ponerme de pie, me aproximé hasta el foso a rastras y miré hacia abajo… El foso estaba lleno de gente… Eran los refugiados de Smolensk, que vivían en el edificio de la escuela. Unas veinte familias. Todos estaban tumbados en el foso, y por encima de los cuerpos avanzaba cayéndose una y otra vez una niña herida. Era ella la que gritaba. Miré atrás: ¿hacia dónde arrastrarme? La aldea estaba en llamas… Y no quedaba nadie con vida… Solo esa niña. Me tiré al foso, con ella… No sé cuánto tiempo pasé inconsciente…
Sentí que la niña estaba muerta. La empujaba, la llamaba, y ella no me respondía. Yo era el único que estaba vivo, los demás estaban muertos. El sol calentó el aire, la sangre se evaporaba. La cabeza me daba vueltas…
Pasé así mucho rato, a momentos recuperaba la conciencia. Los fusilamientos fueron un viernes; el sábado vinieron mi abuelo y la hermana de mi madre desde la otra aldea. Me encontraron en el foso, me subieron al carro. El carro daba saltos con cada bache; me dolía, quería gritar, pero no tenía voz. Solo era capaz de llorar… Pasé mucho tiempo sin hablar. Siete años… Susurraba cosas, pero nadie entendía mis palabras. Al cabo de siete años empecé a pronunciar bien una palabra, luego otra… Me escuchaba a mí mismo…
Allí donde antes había estado nuestra casa, el abuelo recogió los huesos en una cesta. Ni siquiera consiguió llenar la cesta…
Ya se lo he contado… ¿Es eso todo? ¿Todo lo que ha quedado de aquella pesadilla? Solo unas cuantas docenas de palabras…

Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.

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