Leonid Sivakov, seis años
Actualmente es
operario instrumentista
El sol ya había
salido…
Los pastores estaban
reuniendo las vacas. Los soldados del destacamento punitivo les
dieron tiempo para que condujesen el ganado a la otra orilla del
riachuelo Greza y empezaron a recorrer las casas. Entraban en ellas
siguiendo una lista y fusilaban también siguiendo esa lista. Leían:
madre, abuelo, niños, tal y tal edad… Lo comprobaban con la lista
en la mano y si faltaba alguien lo buscaban. Sacaban a los niños de
debajo de la cama, de encima de la estufa…
Cuando los
localizaban a todos, los mataban de un tiro…
En nuestra casa
éramos entonces seis personas: mi abuela, mi madre, mi hermana
mayor, mis dos hermanos pequeños y yo. Seis personas… Por la
ventana vimos que se dirigían a casa de nuestros vecinos. Yo, con mi
hermano, el más pequeño, corrí al zaguán y eché la aldabilla de
la puerta. Y nos sentamos en el baúl, junto a mamá.
La aldabilla era
floja, el alemán la arrancó enseguida. Cruzó el umbral y descargó
una ráfaga. No tuve tiempo de ver si era joven o viejo. Todos nos
caímos, yo me caí detrás del baúl…
Recobré el
conocimiento al notar que algo me goteaba encima… Caían gotas y
más gotas, como si fuera agua. Levanté la cabeza: lo que goteaba
era la sangre de mamá, mi madre yacía muerta en el baúl. Me
arrastré para esconderme debajo de la cama, había sangre por todas
partes… Yo mismo estaba bañado en sangre… Empapado…
Oí que entraban dos
personas. Hacían cuentas: cuántos muertos había. Uno de ellos
dijo: «Aquí falta uno. Hay que encontrarlo». Empezaron a buscar,
se inclinaron para mirar debajo de la cama. Mi madre había escondido
allí un saco de cereales. Sacaron el saco y se marcharon muy
contentos. Se les había olvidado que les faltaba uno de la lista. En
cuanto se fueron, me desmayé…
Recobré el
conocimiento por segunda vez cuando nuestra casa se incendió…
Noté un calor
tremendo y náuseas. Vi que estaba manchado de sangre, pero no
comprendía si estaba herido o no, no sentía dolor. Todo se llenó
de humo… No sé cómo conseguí salir arrastrándome al huerto;
luego seguí hasta el jardín de los vecinos. Solo al llegar allí
sentí que me habían herido en una pierna y que tenía un brazo
roto. ¡Fue como una sacudida de dolor! Después… otra vez vuelvo a
no recordar nada…
La tercera vez que
recuperé el conocimiento fue con un grito terrible… Me arrastré
hacia ese grito…
El grito quedaba
colgado en el aire, como un hilo. Y yo me arrastraba por él como si
fuera un hilo. Así llegué al garaje del koljós. Allí no vi a
nadie… El grito provenía de debajo de la tierra… Entendí que
gritaban desde el foso de engrase…
No podía ponerme de
pie, me aproximé hasta el foso a rastras y miré hacia abajo… El
foso estaba lleno de gente… Eran los refugiados de Smolensk, que
vivían en el edificio de la escuela. Unas veinte familias. Todos
estaban tumbados en el foso, y por encima de los cuerpos avanzaba
cayéndose una y otra vez una niña herida. Era ella la que gritaba.
Miré atrás: ¿hacia dónde arrastrarme? La aldea estaba en llamas…
Y no quedaba nadie con vida… Solo esa niña. Me tiré al foso, con
ella… No sé cuánto tiempo pasé inconsciente…
Sentí que la niña
estaba muerta. La empujaba, la llamaba, y ella no me respondía. Yo
era el único que estaba vivo, los demás estaban muertos. El sol
calentó el aire, la sangre se evaporaba. La cabeza me daba vueltas…
Pasé así mucho
rato, a momentos recuperaba la conciencia. Los fusilamientos fueron
un viernes; el sábado vinieron mi abuelo y la hermana de mi madre
desde la otra aldea. Me encontraron en el foso, me subieron al carro.
El carro daba saltos con cada bache; me dolía, quería gritar, pero
no tenía voz. Solo era capaz de llorar… Pasé mucho tiempo sin
hablar. Siete años… Susurraba cosas, pero nadie entendía mis
palabras. Al cabo de siete años empecé a pronunciar bien una
palabra, luego otra… Me escuchaba a mí mismo…
Allí donde antes
había estado nuestra casa, el abuelo recogió los huesos en una
cesta. Ni siquiera consiguió llenar la cesta…
Ya se lo he contado…
¿Es eso todo? ¿Todo lo que ha quedado de aquella pesadilla? Solo
unas cuantas docenas de palabras…
Últimos testigos. Los niños de la Segunda Guerra Mundial. 1985.
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