Poca gente sabe que a los ahorcados nos gusta balancearnos colgados de nuestra cuerda. Ya sea de una lámpara, de una rama o una viga, amamos ese movimiento suave, ese bamboleo silencioso de mitigación del dolor, esa ondulación pendular de resarcimiento de nuestras culpas. Así nos sentimos libres al fin, como globos de colores, esperando que algún niño coja nuestra soga y nos pasee por el parque. Sabemos que es solo un sueño, que siempre termina viniendo algún desalmado que nos descuelga para meternos en un cajón triste, para mantenernos otra vez prisioneros, otra vez esclavos, otra vez dominados. Aunque nunca perdemos la esperanza de que llegue antes el niño que el diablo.
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