Supongamos que yo ahora estoy muerto, o que abro una lavandería de autoservicio, la primera de Israel. Alquilo un pequeño local, algo abandonado, en la parte sur de la ciudad, y lo pinto todo de azul. Al principio hay sólo cuatro lavadoras y un aparato especial que vende fichas. Después meto también una tele y hasta una máquina tragamonedas, un pinball. O que estoy tendido en el suelo de mi cuarto de baño con un balazo en la sien. Me encuentra mi padre. Al principio no se da cuenta de la sangre. Cree que estoy dormitando o que estoy tomándole el pelo con uno de mis estúpidos jueguecitos. Es sólo cuando me toca la nuca y nota algo caliente y pegajoso que le escurre desde los dedos en dirección al brazo cuando se da cuenta de que algo no anda bien. Las personas que van a lavar a una lavandería de autoservicio son personas solitarias. No hace falta ser un genio para darse cuenta de ello. Porque yo, que no soy un genio, me he dado cuenta. Por eso procuro que siempre haya en la lavandería un ambiente que suavice la sensación de soledad. He puesto muchas teles, unas máquinas que te dan las gracias con una voz muy humana cuando compras las fichas, y unas fotos de manifestaciones gigantes colgadas en las paredes. Las mesas para doblar la ropa están hechas de manera que obliguen a que sean muchos los que las usen a la vez. Y no es por ahorrar, sino que tiene su propósito. Son muchas las parejas que se han conocido en mi negocio gracias a esas mesas. Personas que un día fueron solitarias y que hoy tienen a alguien, a veces incluso a más de una persona que se duerme a su lado por la noche y que los empuja en medio del sueño. Lo primero que hace mi padre es lavarse las manos. Sólo después llama a una ambulancia. Ese lavado de manos le va a costar caro. Hasta el día de su muerte no se va a perdonar a sí mismo el haberse lavado las manos. Hasta se avergonzará de contárselo a nadie. Cómo su hijo yace ahí agonizante a su lado y él, en lugar de sentir pena, compasión o miedo, algo, no consigue sentir nada más que asco. La lavandería esa se convertirá en una red de lavanderías. Una red que se hará fuerte sobre todo en Tel Aviv pero que también tendrá éxito en la periferia. La lógica tras ese éxito será muy sencilla: donde haya gente sola y ropa sucia, siempre acudirán a mí. Después de que mi madre muera, hasta mi padre vendrá a lavarse la ropa en una de esas filiales. Nunca conocerá ahí a una pareja ni hará un amigo, pero las expectativas de llegar a conseguirlo lo empujarán a acudir una y otra vez y a mantener un soplo de esperanza.
Un hombre sin cabeza, 2011.
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