viernes, 12 de marzo de 2021

La ventana maravillosa. Lord Dunsany.

La policía estaba haciendo circular al viejo de indumentaria oriental, y eso fue lo que hizo que se fijase en él, y en el paquete que llevaba debajo del brazo, el señor Sladden, quien se ganaba el sustento en los almacenes de los Sres. Mergin y Chater, o sea en su establecimiento.
El señor Sladden tenía fama de ser el joven más atontado para los Negocios: un asomo —un simple atisbo— de fantasía hacía que se quedase con la mirada perdida, como si las paredes de la tienda fuesen de gasa y Londres mismo fuese una pura ficción, en lugar de atender a los clientes.
El solo hecho de que el mugriento papel que envolvía el paquete del viejo estuviera cubierto de letras árabes bastó para suscitar en el señor Sladden ideas de aventura, y siguió tras él hasta que se dispersó la pequeña multitud, y el extranjero se detuvo en el bordillo de la acera, desenvolvió el paquete, y se dispuso a vender su contenido. Era una ventanita de madera vieja con pequeños cristales emplomados; tenía como un pie de ancho, y menos de dos pies de alto. El señor Sladden jamás había visto vender una ventana en la calle, así que preguntó el precio.
—Su precio es todo lo que usted tenga —dijo el viejo.
—¿De dónde la ha sacado? —dijo el señor Sladden, porque era una ventana muy rara.
—Di por ella todo lo que tenía, en las calles de Bagdad.
—¿Y tenía mucho? —dijo el señor Sladden.
—Tenía cuanto quería —dijo—, menos esta ventana.
—Debe de ser una buena ventana —dijo el joven.
—Es una ventana mágica —dijo el viejo.
—Yo sólo llevo encima diez chelines; pero en casa tengo quince, y seis peniques.
El viejo meditó un momento.
—Entonces, el precio de la ventana es de veinticinco chelines y seis peniques —dijo.
Sólo cuando quedó cerrado el trato, y pagó los diez chelines, y le acompañaba el extraño viejo para cobrar sus quince chelines y seis peniques y colocarle la mágica ventana en su única habitación, se le ocurrió al señor Sladden que no necesitaba ninguna ventana. Pero ya estaban en la puerta de la casa donde tenía alquilada la habitación, y parecía demasiado tarde para entrar en explicaciones.
El extranjero pidió que le dejase solo mientras colocaba la ventana, así que el señor Sladden se quedó delante de la puerta, al final de un pequeño tramo de crujientes escalones. No oyó ruido de martillazos.
Poco después salió el extraño viejo con su descolorida túnica amarilla y su larga barba, y con la mirada perdida en la lejanía. «Ya está», dijo; y se despidieron él y el joven. Y si siguió en Londres como una mancha de color y un anacronismo, o regresó a Bagdad, y qué oscuras manos pusieron en circulación sus veinticinco chelines y seis peniques, son cosas que el señor Sladden no llegó a saber jamás.
El señor Sladden entró en la habitación de desnudo entarimado donde dormía y pasaba todas sus horas de recogimiento desde que cerraban hasta que abrían los Sres. Mergin y Chater. Para los penates de tan desastrada habitación, su impecable levita debía de ser objeto de constante admiración. El señor Sladden se la quitó y la dobló cuidadosamente; y allí, en la pared, un poco alta, estaba la ventana del viejo. Hasta este momento no había habido ninguna ventana en esa pared, ni otro adorno que una pequeña alacena; así que cuando el señor Sladden hubo guardado con todo esmero su levita, echó una mirada por su nueva ventana. Ocupaba el sitio donde había estado antes la alacena en la que guardaba los cacharros del té: ahora los tenía encima de la mesa. Cuando el señor Sladden miró por su nueva ventana declinaba ya la tarde de ese día de verano: las mariposas habrían cerrado sus alas hacía rato, aunque aún no habrían salido los murciélagos a hacer sus recorridos… Pero esto era Londres: las tiendas habían cerrado, aunque aún no habían encendido las luces de las calles.
El señor Sladden se frotó los ojos, después frotó la ventana, y vio todavía un cielo azul intenso; y allá abajo, a una distancia desde la que no le llegaban ni el ruido ni el humo de las chimeneas, percibió una ciudad medieval erizada de torres. Techumbres marrones, calles empedradas, y luego blancas murallas y contrafuertes; y más allá, campos verdes y minúsculos riachuelos. En lo alto de las torres había arqueros recostados, y piqueros a lo largo de las murallas; de vez en cuando, alguna carreta recorría una calle vetusta, cruzaba pesadamente la puerta de la ciudad, y salía al campo; de vez en cuando, entraba alguna que otra, también, procedente de la bruma que iba cubriendo los campos con el atardecer. A veces, la gente asomaba la cabeza a sus ventanas enrejadas; otras, se ponía a cantar algún trovador ocioso, y nadie tenía prisa ni se atribulaba por nada. Aunque la altura era enorme y vertiginosa —porque el señor Sladden se encontraba, al parecer, más alto que una gárgola de catedral—, sin embargo, percibió con toda claridad un detalle clave: las banderas que ondeaban en cada torre, por encima de los indolentes arqueros, ostentaban pequeños dragones dorados sobre un campo blanco puro.
Por la otra ventana le llegaba el estruendo de los autobuses y el vocear de los vendedores de periódicos.
El señor Sladden se volvió más soñador que nunca, después de eso, en el establecimiento de los Sres. Mergin y Chater. Pero en un asunto se reveló lúcido y alerta: hacía constantes y minuciosas indagaciones acerca de una bandera blanca con dragones de oro, y no hablaba con nadie sobre su maravillosa ventana. Llegó a saberse las banderas de todos los reyes de Europa, se interesó incluso por la historia, e hizo averiguaciones en los comercios familiarizados con la heráldica; pero en ninguna parte consiguió descubrir el menor rastro de pequeños dragones de oro sobre campo argén. Y considerando que aquellos dorados dragones ondeaban para él solo, llegó a quererlos como un exiliado en el desierto puede querer los lirios de su tierra natal, o un enfermo a las golondrinas cuando sabe que no es fácil que viva otra primavera.
En cuanto los Sres. Mergin y Chater echaban el cierre, el señor Sladden regresaba a su sórdida habitación, a mirar por la maravillosa ventana, hasta que oscurecía y pasaba la guardia, linterna en mano, haciendo la ronda de las murallas, y surgía la noche como si fuese de terciopelo, cuajada de estrellas desconocidas. Otro dato clave intentó obtener una noche, trazando en un papel las figuras de las constelaciones; pero tampoco le llevó esto a ninguna parte, ya que no se parecían en nada a las que brillaban en uno y otro hemisferio.
Todos los días, en cuanto se despertaba, lo primero que hacía era ir a la ventana maravillosa: y allí estaba la ciudad, diminuta por la distancia, brillando a la luz matinal, con los dragones de oro danzando al sol, y los arqueros estirándose o balanceando los brazos en las torres azotadas por el viento. La ventana no se abría, de manera que no oía las canciones que los trovadores cantaban al pie de los dorados balcones; ni siquiera oía los carillones de los campanarios, aunque a cada hora veía salir disparadas de sus nidos a las cornejas. Y lo primero que hacía él siempre era echar una ojeada a las torres que descollaban por encima de las murallas, para ver si seguían volando los pequeños dragones de oro sobre sus banderas. Y cuando los veía ondear en cada torre sobre blancos pliegues, contra el azul intenso y maravilloso del cielo, se vestía contento y, tras una última ojeada, se marchaba al trabajo con el espíritu radiante. Les habría sido difícil a los clientes de los Sres. Mergin y Chater adivinar la exacta ambición del señor Sladden mientras les atendía con su elegante levita: ser hombre de armas o arquero para luchar, bajo los pequeños dragones de oro que tremolaban sobre una bandera blanca, en favor de un rey desconocido de una ciudad inaccesible. Al principio, el señor Sladden solía dar vueltas y vueltas en torno a la calleja miserable donde vivía, pero no consiguió averiguar nada; y no tardó en advertir que debajo de su ventana maravillosa soplaban aires muy distintos de los del otro lado de la casa.
En agosto, las tardes comenzaron a acortar —ése fue precisamente el comentario que le hicieron los otros empleados de los almacenes, por lo que casi temió que sospecharan su secreto—, y tuvo mucho menos tiempo para dedicar a la ventana maravillosa, ya que había pocas luces abajo, y las apagaban temprano.
Una mañana de finales de agosto, antes de salir para el trabajo, el señor Sladden vio que una compañía de piqueros corría por la calle empedrada en dirección a las puertas de la ciudad medieval, la Ciudad de los Dragones de Oro solía llamarla él, pero sólo en su pensamiento, ya que nunca hablaba de ella con nadie. Lo siguiente que observó fue que los arqueros de las torres hablaban vivamente entre sí y se repartían manojos de flechas, además de las que llevaban en las aljabas. En las ventanas se asomaban más cabezas de lo habitual; una mujer salió corriendo, llamó a unos niños y los metió en casa; pasó un caballero calle abajo, y a continuación aparecieron más piqueros en las murallas; y las cornejas estaban todas en el aire. En la calle no cantaba ningún trovador. El señor Sladden echó una mirada a las torres para comprobar que seguían izadas las banderas, y que ondeaban al viento los dorados dragones. Luego tuvo que irse al trabajo. Esa tarde cogió el autobús para volver y subió la escalera corriendo. No parecía ocurrir nada especial en la Ciudad de los Dragones de Oro, aparte de haber una multitud en la calle empedrada que se dirigía a las puertas de la ciudad; los arqueros parecían seguir indolentemente recostados en sus torres, como de costumbre; luego arriaron una bandera blanca con sus dragones dorados. No se dio cuenta el señor Sladden, al pronto, de que los arqueros estaban todos muertos. La multitud venía en riada hacia él, hacia el altísimo muro desde donde observaba: los de la bandera blanca cubierta de dragones retrocedían poco a poco, acosados por unos hombres que portaban otra bandera, una bandera en la que había un gran oso rojo. Arriaron otra bandera de una torre. Entonces lo comprendió todo: los dragones de oro… sus pequeños dragones de oro, estaban siendo derrotados. Los hombres del oso habían llegado al pie de su ventana; cualquier cosa que les arrojase desde esa altura caería con fuerza tremenda: los hierros de la chimenea, carbón, su reloj, lo que fuese; pero tenía que luchar por sus pequeños dragones de oro. De una de las torres brotó una llamarada que lamió los pies de un arquero reclinado: no se movió. Seguidamente, dejó de ver el estandarte extranjero, que se había situado justo debajo de él. El señor Sladden rompió los cristales de la ventana maravillosa y desprendió con el atizador el plomo que los sujetaba. En el instante mismo de romperse el cristal, vio tremolar aún una bandera cubierta de dragones de oro; luego, al dar un paso atrás para arrojar el atizador, le llegó un aroma de especias misteriosas; pero no había nada allí, ni siquiera claridad; porque tras los fragmentos de la ventana maravillosa no estaba sino la pequeña alacena donde guardaba los cacharros del té.
Y aunque el señor Sladden es hoy más viejo, y conoce más el mundo, y hasta tiene su propio negocio, jamás ha podido comprar otra ventana igual ni, desde entonces, ha logrado averiguar una sola palabra, por los libros o los hombres, sobre la Ciudad de los Dragones de Oro.

El libro de las maravillas, 1912.

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