La policía estaba haciendo circular al viejo de indumentaria
oriental, y eso fue lo que hizo que se fijase en él, y en el paquete
que llevaba debajo del brazo, el señor Sladden, quien se ganaba el
sustento en los almacenes de los Sres. Mergin y Chater, o sea en su
establecimiento.
El señor Sladden
tenía fama de ser el joven más atontado para los Negocios: un asomo
—un simple atisbo— de fantasía hacía que se quedase con la
mirada perdida, como si las paredes de la tienda fuesen de gasa y
Londres mismo fuese una pura ficción, en lugar de atender a los
clientes.
El solo hecho de que
el mugriento papel que envolvía el paquete del viejo estuviera
cubierto de letras árabes bastó para suscitar en el señor Sladden
ideas de aventura, y siguió tras él hasta que se dispersó la
pequeña multitud, y el extranjero se detuvo en el bordillo de la
acera, desenvolvió el paquete, y se dispuso a vender su contenido.
Era una ventanita de madera vieja con pequeños cristales emplomados;
tenía como un pie de ancho, y menos de dos pies de alto. El señor
Sladden jamás había visto vender una ventana en la calle, así que
preguntó el precio.
—Su precio es todo
lo que usted tenga —dijo el viejo.
—¿De dónde la ha
sacado? —dijo el señor Sladden, porque era una ventana muy rara.
—Di por ella todo
lo que tenía, en las calles de Bagdad.
—¿Y tenía mucho?
—dijo el señor Sladden.
—Tenía cuanto
quería —dijo—, menos esta ventana.
—Debe de ser una
buena ventana —dijo el joven.
—Es una ventana
mágica —dijo el viejo.
—Yo sólo llevo
encima diez chelines; pero en casa tengo quince, y seis peniques.
El viejo meditó un
momento.
—Entonces, el
precio de la ventana es de veinticinco chelines y seis peniques
—dijo.
Sólo cuando quedó
cerrado el trato, y pagó los diez chelines, y le acompañaba el
extraño viejo para cobrar sus quince chelines y seis peniques y
colocarle la mágica ventana en su única habitación, se le ocurrió
al señor Sladden que no necesitaba ninguna ventana. Pero ya estaban
en la puerta de la casa donde tenía alquilada la habitación, y
parecía demasiado tarde para entrar en explicaciones.
El extranjero pidió
que le dejase solo mientras colocaba la ventana, así que el señor
Sladden se quedó delante de la puerta, al final de un pequeño tramo
de crujientes escalones. No oyó ruido de martillazos.
Poco después salió
el extraño viejo con su descolorida túnica amarilla y su larga
barba, y con la mirada perdida en la lejanía. «Ya está», dijo; y
se despidieron él y el joven. Y si siguió en Londres como una
mancha de color y un anacronismo, o regresó a Bagdad, y qué oscuras
manos pusieron en circulación sus veinticinco chelines y seis
peniques, son cosas que el señor Sladden no llegó a saber jamás.
El señor Sladden
entró en la habitación de desnudo entarimado donde dormía y pasaba
todas sus horas de recogimiento desde que cerraban hasta que abrían
los Sres. Mergin y Chater. Para los penates de tan desastrada
habitación, su impecable levita debía de ser objeto de constante
admiración. El señor Sladden se la quitó y la dobló
cuidadosamente; y allí, en la pared, un poco alta, estaba la ventana
del viejo. Hasta este momento no había habido ninguna ventana en esa
pared, ni otro adorno que una pequeña alacena; así que cuando el
señor Sladden hubo guardado con todo esmero su levita, echó una
mirada por su nueva ventana. Ocupaba el sitio donde había estado
antes la alacena en la que guardaba los cacharros del té: ahora los
tenía encima de la mesa. Cuando el señor Sladden miró por su nueva
ventana declinaba ya la tarde de ese día de verano: las mariposas
habrían cerrado sus alas hacía rato, aunque aún no habrían salido
los murciélagos a hacer sus recorridos… Pero esto era Londres: las
tiendas habían cerrado, aunque aún no habían encendido las luces
de las calles.
El señor Sladden se
frotó los ojos, después frotó la ventana, y vio todavía un cielo
azul intenso; y allá abajo, a una distancia desde la que no le
llegaban ni el ruido ni el humo de las chimeneas, percibió una
ciudad medieval erizada de torres. Techumbres marrones, calles
empedradas, y luego blancas murallas y contrafuertes; y más allá,
campos verdes y minúsculos riachuelos. En lo alto de las torres
había arqueros recostados, y piqueros a lo largo de las murallas; de
vez en cuando, alguna carreta recorría una calle vetusta, cruzaba
pesadamente la puerta de la ciudad, y salía al campo; de vez en
cuando, entraba alguna que otra, también, procedente de la bruma que
iba cubriendo los campos con el atardecer. A veces, la gente asomaba
la cabeza a sus ventanas enrejadas; otras, se ponía a cantar algún
trovador ocioso, y nadie tenía prisa ni se atribulaba por nada.
Aunque la altura era enorme y vertiginosa —porque el señor Sladden
se encontraba, al parecer, más alto que una gárgola de catedral—,
sin embargo, percibió con toda claridad un detalle clave: las
banderas que ondeaban en cada torre, por encima de los indolentes
arqueros, ostentaban pequeños dragones dorados sobre un campo blanco
puro.
Por la otra ventana
le llegaba el estruendo de los autobuses y el vocear de los
vendedores de periódicos.
El señor Sladden se
volvió más soñador que nunca, después de eso, en el
establecimiento de los Sres. Mergin y Chater. Pero en un asunto se
reveló lúcido y alerta: hacía constantes y minuciosas indagaciones
acerca de una bandera blanca con dragones de oro, y no hablaba con
nadie sobre su maravillosa ventana. Llegó a saberse las banderas de
todos los reyes de Europa, se interesó incluso por la historia, e
hizo averiguaciones en los comercios familiarizados con la heráldica;
pero en ninguna parte consiguió descubrir el menor rastro de
pequeños dragones de oro sobre campo argén. Y considerando que
aquellos dorados dragones ondeaban para él solo, llegó a quererlos
como un exiliado en el desierto puede querer los lirios de su tierra
natal, o un enfermo a las golondrinas cuando sabe que no es fácil
que viva otra primavera.
En cuanto los Sres.
Mergin y Chater echaban el cierre, el señor Sladden regresaba a su
sórdida habitación, a mirar por la maravillosa ventana, hasta que
oscurecía y pasaba la guardia, linterna en mano, haciendo la ronda
de las murallas, y surgía la noche como si fuese de terciopelo,
cuajada de estrellas desconocidas. Otro dato clave intentó obtener
una noche, trazando en un papel las figuras de las constelaciones;
pero tampoco le llevó esto a ninguna parte, ya que no se parecían
en nada a las que brillaban en uno y otro hemisferio.
Todos los días, en
cuanto se despertaba, lo primero que hacía era ir a la ventana
maravillosa: y allí estaba la ciudad, diminuta por la distancia,
brillando a la luz matinal, con los dragones de oro danzando al sol,
y los arqueros estirándose o balanceando los brazos en las torres
azotadas por el viento. La ventana no se abría, de manera que no oía
las canciones que los trovadores cantaban al pie de los dorados
balcones; ni siquiera oía los carillones de los campanarios, aunque
a cada hora veía salir disparadas de sus nidos a las cornejas. Y lo
primero que hacía él siempre era echar una ojeada a las torres que
descollaban por encima de las murallas, para ver si seguían volando
los pequeños dragones de oro sobre sus banderas. Y cuando los veía
ondear en cada torre sobre blancos pliegues, contra el azul intenso y
maravilloso del cielo, se vestía contento y, tras una última
ojeada, se marchaba al trabajo con el espíritu radiante. Les habría
sido difícil a los clientes de los Sres. Mergin y Chater adivinar la
exacta ambición del señor Sladden mientras les atendía con su
elegante levita: ser hombre de armas o arquero para luchar, bajo los
pequeños dragones de oro que tremolaban sobre una bandera blanca, en
favor de un rey desconocido de una ciudad inaccesible. Al principio,
el señor Sladden solía dar vueltas y vueltas en torno a la calleja
miserable donde vivía, pero no consiguió averiguar nada; y no tardó
en advertir que debajo de su ventana maravillosa soplaban aires muy
distintos de los del otro lado de la casa.
En agosto, las
tardes comenzaron a acortar —ése fue precisamente el comentario
que le hicieron los otros empleados de los almacenes, por lo que casi
temió que sospecharan su secreto—, y tuvo mucho menos tiempo para
dedicar a la ventana maravillosa, ya que había pocas luces abajo, y
las apagaban temprano.
Una mañana de
finales de agosto, antes de salir para el trabajo, el señor Sladden
vio que una compañía de piqueros corría por la calle empedrada en
dirección a las puertas de la ciudad medieval, la Ciudad de los
Dragones de Oro solía llamarla él, pero sólo en su pensamiento, ya
que nunca hablaba de ella con nadie. Lo siguiente que observó fue
que los arqueros de las torres hablaban vivamente entre sí y se
repartían manojos de flechas, además de las que llevaban en las
aljabas. En las ventanas se asomaban más cabezas de lo habitual; una
mujer salió corriendo, llamó a unos niños y los metió en casa;
pasó un caballero calle abajo, y a continuación aparecieron más
piqueros en las murallas; y las cornejas estaban todas en el aire. En
la calle no cantaba ningún trovador. El señor Sladden echó una
mirada a las torres para comprobar que seguían izadas las banderas,
y que ondeaban al viento los dorados dragones. Luego tuvo que irse al
trabajo. Esa tarde cogió el autobús para volver y subió la
escalera corriendo. No parecía ocurrir nada especial en la Ciudad de
los Dragones de Oro, aparte de haber una multitud en la calle
empedrada que se dirigía a las puertas de la ciudad; los arqueros
parecían seguir indolentemente recostados en sus torres, como de
costumbre; luego arriaron una bandera blanca con sus dragones
dorados. No se dio cuenta el señor Sladden, al pronto, de que los
arqueros estaban todos muertos. La multitud venía en riada hacia él,
hacia el altísimo muro desde donde observaba: los de la bandera
blanca cubierta de dragones retrocedían poco a poco, acosados por
unos hombres que portaban otra bandera, una bandera en la que había
un gran oso rojo. Arriaron otra bandera de una torre. Entonces lo
comprendió todo: los dragones de oro… sus pequeños dragones de
oro, estaban siendo derrotados. Los hombres del oso habían llegado
al pie de su ventana; cualquier cosa que les arrojase desde esa
altura caería con fuerza tremenda: los hierros de la chimenea,
carbón, su reloj, lo que fuese; pero tenía que luchar por sus
pequeños dragones de oro. De una de las torres brotó una llamarada
que lamió los pies de un arquero reclinado: no se movió.
Seguidamente, dejó de ver el estandarte extranjero, que se había
situado justo debajo de él. El señor Sladden rompió los cristales
de la ventana maravillosa y desprendió con el atizador el plomo que
los sujetaba. En el instante mismo de romperse el cristal, vio
tremolar aún una bandera cubierta de dragones de oro; luego, al dar
un paso atrás para arrojar el atizador, le llegó un aroma de
especias misteriosas; pero no había nada allí, ni siquiera
claridad; porque tras los fragmentos de la ventana maravillosa no
estaba sino la pequeña alacena donde guardaba los cacharros del té.
Y aunque el señor
Sladden es hoy más viejo, y conoce más el mundo, y hasta tiene su
propio negocio, jamás ha podido comprar otra ventana igual ni, desde
entonces, ha logrado averiguar una sola palabra, por los libros o los
hombres, sobre la Ciudad de los Dragones de Oro.
El libro de las maravillas, 1912.
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