miércoles, 31 de marzo de 2021

"Una guerra sin fin". Ursula K. Le Guin.

Algunos pensamientos, apuntados en distintos momentos, sobre la opresión, la revolución y la imaginación.
LA ESCLAVITUD
Mi país se unió en una revolución y casi acabó roto por otra.
La primera revolución fue una protesta contra una explotación social y económica mortificante, estúpida, pero relativamente moderada. Fue casi totalmente exitosa.
Muchos de los que hicieron la primera revolución practicaban la forma más extrema de explotación económica y opresión social: eran propietarios de esclavos.
La segunda revolución estadounidense, la Guerra Civil, fue un intento por preservar la esclavitud. Tuvo éxito parcialmente. Se abolió la institución, pero en Estados Unidos se siguen pensando unos cuantos pensamientos con la mente del esclavista y la mente del esclavo.


LA RESISTENCIA A LA OPRESIÓN
Phillis Wheatley, poeta y esclava liberada, escribió en 1774: «En todo pecho humano, Dios ha implantado un principio que llamamos el amor de la libertad; no tolera la opresión, y ansia la liberación».
Esa frase me parece tan cierta como que el sol brilla. Todo lo que es bueno en las instituciones y la política de mi país depende de ello.
Y sin embargo veo que, aun cuando amamos la libertad, toleramos en gran medida la opresión y hasta negamos la liberación.
Me parece peligroso insistir en que nuestro amor por la libertad siempre pesa más que cualquier fuerza o inercia que nos impida oponer resistencia a la opresión y buscar la liberación.
Si niego que hay gente fuerte, inteligente y capaz que desea y acepta la opresión, tomo a los oprimidos por débiles, estúpidos e ineptos.
Si fuera cierto que la gente superior se niega a ser tratada como inferior, se seguiría que quienes ocupan los órdenes más bajos realmente son inferiores, pues, de ser superiores, protestarían; dado que aceptan una posición inferior, son inferiores. Se trata del argumento cómodamente tautológico del esclavista, el reaccionario social, el racista y el misógino.
Es un argumento que aún hoy acosa al examen del Holocausto hitleriano: ¿por qué «subieron a los trenes» los judíos? ¿Por qué no «lucharon»? Una pregunta que —así formulada— es incontestable y puede ser utilizada por el antisemita para dar a entender que los judíos son inferiores.
Pero el argumento también seduce al idealista. Muchos estadounidenses liberales y conservadores de conciencia humanitaria albergan la convicción de que todas las personas oprimidas sufren de un modo intolerable la opresión, deben estar dispuestas a rebelarse y ansiosas por hacerlo y, si no lo hacen, son moralmente débiles o incurren en un error moral.
Yo creo de manera categórica que toda persona que se considere racial o socialmente superior a otra o le confiera una condición de inferioridad está equivocada. Pero algo muy distinto es juzgar de manera categórica y negativa a las personas que aceptan la condición inferior. Si digo que se equivocan, que la moral exige que se rebelen, me corresponde examinar qué opciones reales tienen, si actúan por ignorancia o convicción, si tienen alguna oportunidad de reducir su ignorancia o cambiar sus convicciones. Hecho el examen, ¿cómo puedo decir que están en falta? ¿Acaso son ellos, y no los opresores, los que hacen el mal?
La clase dominante siempre es reducida, los órdenes inferiores son mucho más numerosos, incluso en una sociedad de castas. Los pobres siempre superan en gran medida a los ricos. Los poderosos son menos numerosos que aquellos sobre los que ejercen el poder. Los hombres adultos tienen una posición dominante en casi todas las sociedades, aunque siempre son menos numerosos que las mujeres y los niños. Los gobiernos y las religiones aprueban y mantienen la desigualdad, el rango social, el rango de género y el privilegio, total o selectivamente.
La mayoría de la gente, en la mayoría de los sitios, en la mayoría de las épocas, pertenece a una condición inferior.
Y la mayoría de la gente, aun hoy, aun en el «mundo libre», aun en la «tierra de la libertad», cree que ese estado de cosas, o algunos de sus elementos, son naturales, necesarios e inmutables. Sostienen que así ha sido siempre y que por lo tanto así debe ser. Puede tratarse de convicción o ignorancia; con frecuencia, se trata de ambas cosas. A lo largo de los siglos, la mayoría de la gente de condición inferior no tenía manera de saber que existía o podía existir cualquier otra forma de organizar la sociedad: que el cambio era posible. Solo aquellos de una condición superior han tenido conocimientos suficientes como para saberlo; y su poder y sus privilegios se verían amenazados si cambiara el orden de las cosas.
La historia no ofrece una guía moral fiable en estas cuestiones, porque la historia está escrita por la clase superior, los instruidos, los empoderados. Pero no queda más remedio que remitirse a la historia y a la observación de los sucesos presentes. De acuerdo con esas pruebas, las revueltas y rebeliones son raras, las revoluciones sumamente raras. En casi todas las épocas, en casi todos los lugares, una mayoría de mujeres, esclavos, siervos, castas inferiores, descastados, campesinos, trabajadores, una mayoría de personas definidas como inferiores —es decir, la mayoría de las personas— no se han rebelado contra quienes las despreciaban y explotaban. Resisten, sí; pero su resistencia tiende a ser pasiva, o tan indirecta y enraizada en el comportamiento cotidiano que resulta casi invisible.
Cuando se registran las voces de los oprimidos y las clases bajas, algunas son llamadas a la justicia, pero la mayoría son expresiones de patriotismo, alabanzas al rey, promesas de defender la patria, todas en leal apoyo del sistema que les resta poder y de quienes se benefician con ello.
La esclavitud no habría existido en todo el mundo si los esclavos se hubieran alzado a menudo contra sus amos. La mayoría de los propietarios de esclavos no acaban asesinados. Son obedecidos.
Los trabajadores ven cómo el director de su empresa cobra un sueldo trescientas veces superior al suyo y se quejan, pero no hacen nada.
En la mayoría de las sociedades las mujeres mantienen las premisas y las instituciones de la supremacía masculina, se someten a los hombres, los obedecen (abiertamente) y defienden la superioridad innata de los hombres como un hecho natural o un dogma religioso.
Los hombres de extracción baja —jóvenes y pobres— luchan y dan la vida por el sistema que los mantiene en el escalón más bajo. La mayoría de los incontables soldados muertos en las incontables guerras libradas para mantener el poder de los soberanos de una sociedad o de una religión han sido considerados inferiores por esa misma sociedad.
«No tienes nada que perder, salvo tus cadenas», pero preferimos besarlas.
¿Por qué?
¿Están las sociedades humanas construidas inevitablemente en forma de pirámide, con el poder concentrado en la punta? ¿Es la jerarquía del poder un imperativo biológico que la sociedad humana está obligada a cumplir? Casi con seguridad la pregunta está mal formulada y por lo tanto es imposible de contestar, pero no deja de hacerse y contestarse, y quienes la hacen suelen contestarla de manera afirmativa.
Si existe tal imperativo innato y biológico, ¿impera por igual en los dos sexos? No contamos con pruebas incontrovertibles de que existan diferencias innatas de género en el comportamiento social. A ambos lados del debate, los esencialistas argumentan que los hombres están predispuestos por naturaleza a establecer un poder jerárquico, mientras que las mujeres, si bien no inventan esas estructuras, las aceptan o imitan. De acuerdo con los esencialistas, eso asegura que el programa masculino prevalezca, y sería de esperar que la cadena de mando, donde el «superior» manda al «inferior», con el poder concentrado en unos pocos, fuese un patrón casi universal en la sociedad humana.
La antropología aporta algunas excepciones a esa presunta universalidad. Los etnólogos han descrito sociedades que carecen de una cadena de mando fija; en ellas el poder, en lugar de afianzarse en un rígido sistema de desigualdades, es flexible y se distribuye de diferentes maneras en diferentes situaciones, operando con frenos y contrapesos que siempre tienden al consenso. Se han descrito sociedades en las que un género no se considera superior al otro, aunque siempre hay cierta división del trabajo por géneros y las actividades de los hombres son las que más probabilidades tienen de premiarse.
Pero todas ellas son sociedades que describimos como «primitivas», tautológicamente, pues ya hemos establecido una jerarquía de valores: primitivo = bajo = débil, civilizado = alto = poderoso.
Muchas sociedades «primitivas» y todas las «civilizadas» están rígidamente estratificadas, con mucho poder asignado a unos pocos y poco o ninguno a la mayoría. ¿Es la perpetuación de las instituciones que fomentan la desigualdad social el motor de la civilización, como sugiere Lévi-Strauss?
Los que ejercen el poder están mejor alimentados, mejor armados y mejor educados y, por ende, son más propensos a seguir estándolo, pero ¿basta eso para explicar la ubicuidad y persistencia de la extrema desigualdad social? Sin duda, el hecho de que los hombres son un poco más grandes y musculosos (aunque algo menos longevos) que las mujeres no alcanza para explicar la ubicuidad de la desigualdad de género y su perpetuación en las sociedades en las que el tamaño y la musculatura no tienen mucha importancia.
Si los seres humanos odiáramos la injusticia y la desigualdad como decimos y creemos hacerlo, ¿cómo es posible que cualquiera de los grandes imperios y civilizaciones antiguas haya durado más de quince minutos?
Si los norteamericanos odiamos la injusticia y la desigualdad con la pasión con que decimos hacerlo, ¿cómo es posible que algunas personas en este país no tengan suficiente comida?
Exigimos un espíritu rebelde de aquellos que no tienen ninguna oportunidad de saber que la rebelión es posible, mientras que los privilegiados nos quedamos quietecitos y no vemos ningún mal.
Tenemos buenos motivos para proceder con cautela, no hacer ruido, no causar problemas. Está en juego una gran cantidad de paz y tranquilidad. Con frecuencia, el cambio mental y moral necesario para pasar de la negación de la injusticia a la conciencia de la injusticia conlleva un coste alto. Puedo acabar sacrificando mi contento, estabilidad, seguridad y afectos personales por el sueño del bien común, por una idea de libertad que quizá no viva para disfrutar, un ideal de justicia que quizá nadie alcance.
Las últimas palabras del Mahabharata son: «De ninguna manera puedo lograr un objetivo que está fuera de mi alcance». Es probable que la justicia, una idea humana, esté fuera del alcance humano. Se nos da bien lo de inventar cosas que no pueden existir.
Tal vez la libertad no pueda lograrse mediante instituciones humanas, pero debe seguir siendo un atributo de la mente o el espíritu que no dependa de las circunstancias, un don de la gracia. Tal es (si entiendo bien) la definición religiosa de la libertad. El problema que veo en ella es que su devaluación del trabajo y las circunstancias alienta las injusticias institucionales que vuelven el don de la gracia inaccesible. Un niño de dos años que muere de inanición o por una paliza o en un bombardeo no ha tenido acceso a la libertad, ni a ningún don de la gracia, en ningún sentido en que yo pueda entender las palabras.
Mediante nuestros propios esfuerzos solo podemos lograr una justicia imperfecta, una libertad limitada. Mejor eso que nada. Aferrémonos a ese principio, el amor de la libertad del que habló la poeta, la esclava liberada.


EL TERRENO DE LA ESPERANZA
La transformación de la negación de la injusticia en reconocimiento de la injusticia no puede revertirse.
Nuestros ojos han visto lo que han visto. Una vez que vemos la injusticia, nunca más podemos negar la opresión y defender al opresor de buena fe. Lo que era lealtad ahora es traición. En adelante, si no resistimos, conspiramos.
Pero hay un punto medio entre la defensa y el ataque, un punto para la resistencia flexible, un espacio abierto al cambio. No es un espacio fácil de hallar o habitar. Muchos de los mediadores que intentaron llegar allí acabaron huyendo despavoridos a Múnich.
Aun cuando alcancen el punto medio, es posible que nadie se lo agradezca. El tío Tom de Harriet Beecher Stowe es un esclavo que muere azotado después de hacer el valiente intento de convencer a su amo de que cambie de opinión y negarse de manera inamovible a azotar a otros esclavos. Sin embargo, insistimos en utilizarlo como un símbolo de la capitulación y el servilismo abyectos.
Al admirar el desafío heroicamente inútil, despreciamos la resistencia paciente.
Pero el espacio de la negociación, donde la paciencia efectúa cambios, es aquel en el que se posicionó Gandhi. Lincoln también llegó allí, con mucho esfuerzo. El obispo Tutu, después de vivir en esa zona durante años con singular honor, vio que su país se desplazaba, por incómoda e inciertamente que lo hiciera, hacia ese terreno de la esperanza.


LAS HERRAMIENTAS DEL AMO
Audre Lorde dijo que no se puede desmantelar la casa del amo con las herramientas del amo. Pienso en esta poderosa metáfora, intentando comprenderla.
Los radicales, liberales, conservadores y reaccionarios estiman que la educación en los conocimientos del amo conduce inevitablemente a la conciencia de la opresión y la explotación y, por ende, a un deseo subversivo de igualdad y justicia. Los liberales apoyan la educación universal y gratuita, la escuela pública y las discusiones abiertas en las universidades por la misma razón por la que los reaccionarios se oponen a esas cosas.
La metáfora de Lorde parece decir que la educación no es relevante para el cambio social. Si nada de lo que el amo utilizaba le sirve al esclavo, entonces la educación en los conocimientos del amo debe abandonarse. Así pues, una clase inferior debe reinventar la sociedad por completo, crear nuevos conocimientos, a fin de alcanzar la justicia. De lo contrario, la revolución fracasará.
Puede ser. En general, las revoluciones fracasan. Pero creo que su fracaso empieza cuando el intento de reconstruir la casa para que todos puedan vivir en ella se convierte en el intento de agarrar todas las sierras y los martillos, hacer un fuerte en el cobertizo del antiguo amo y dejar a los demás fuera. El poder no solo corrompe, sino que causa dependencia. El trabajo se convierte en destrucción. Nada se construye.
Las sociedades cambian con violencia y sin ella. La reinvención es posible. La construcción es posible. ¿Qué otras herramientas tenemos para construir sino martillos, clavos y sierras, vale decir, educación, aprender a pensar, capacidades de aprendizaje?
¿Existen, en efecto, herramientas que aún no se han inventado, que debemos inventar para construir la casa donde queremos que vivan nuestros hijos? ¿Podemos basarnos en lo que sabemos ahora, o es lo que sabemos ahora un obstáculo para descubrir lo que necesitamos saber? Para aprender lo que la gente de color, las mujeres, los pobres necesitan enseñar, para aprender los conocimientos que necesitamos, ¿debemos desaprender todos los conocimientos de los blancos, los hombres, los poderosos? Junto con el sacerdocio y la falocracia, ¿debemos descartar la ciencia y la democracia? ¿Acabaremos intentando construir sin ninguna herramienta, más allá de nuestras propias manos? La metáfora es fértil y peligrosa. No puede responder a las preguntas que suscita.


SOLO EN LAS UTOPÍAS
En el sentido en que permite columbrar una alternativa imaginada al «modo en que vivimos ahora», buena parte de mi narrativa puede denominarse utópica, pero no dejo de resistirme a la palabra. Creo que muchas de mis sociedades inventadas mejoran en algún aspecto la nuestra, pero me parece que «utopía» es un nombre demasiado grandioso y rígido para caracterizarlas. La utopía y la distopía proceden del intelecto. Yo escribo a partir de la pasión y la diversión. Mis historias no son advertencias nefastas ni proyectos de lo que deberíamos hacer. La mayoría, creo, son comedias sobre las costumbres humanas, recordatorios sobre la infinita variedad de formas en que acabamos siempre en el mismo sitio y homenajes a esa variedad infinita a través de la invención de aún más alternativas y posibilidades. Incluso las novelas Los desposeídos y El eterno regreso a casa, en las que calculé con más método que de costumbre ciertas permutaciones del uso del poder, que preferí a las disponibles en el mundo, constituyen esfuerzos tanto por subvertir como por mostrar el ideal de un plan social asequible que acabaría con la injusticia y la desigualdad de una vez por todas.
Para mí, lo importante no es ofrecer una esperanza específica de progreso sino, al presentar una realidad alternativa imaginada pero convincente, sacudir mi mente, y también la mente del lector, a fin de que ambos abandonemos la costumbre perezosa y timorata de pensar que la manera en que vivimos ahora es la única manera en que se puede vivir. Esta inercia es lo que permite que no se cuestionen las instituciones injustas.
Por su misma concepción, la fantasía y la ciencia ficción ofrecen alternativas al mundo presente y real del lector. En general, los jóvenes admiten ese tipo de historias porque su vigor y su sed de experiencia los animan a aceptar alternativas, posibilidades, cambios. Al haber llegado a temer incluso la imaginación de un cambio verdadero, muchos adultos se cierran a la literatura imaginativa, jactándose de no ver en ella otra cosa que lo que ya conocen, o lo que creen que conocen.
Dicho esto, es cierto que mucha ciencia ficción y fantasía, como si temiera su propia capacidad para inquietar, es tímida y reaccionaria en materia de inventiva social: la fantasía se aferra al feudalismo; la ciencia ficción, a las jerarquías militares e imperiales. Ambos géneros suelen premiar al héroe, o a la heroína, solo por realizar hazañas extraordinarias y masculinas. (Yo misma escribí de ese modo durante años. En La mano izquierda de la oscuridad, mi héroe no tiene género, pero sus actos heroicos son casi exclusivamente masculinos). En especial en la ciencia ficción, a menudo nos encontramos con la idea que he mencionado más arriba: cualquier personaje de condición inferior, si no es un rebelde siempre dispuesto a hacerse con la libertad mediante la acción audaz y violenta, resulta despreciable o sencillamente no tiene importancia.
En un mundo de tal simplicidad moral, si un esclavo no es Espartaco, no es nadie. Esa forma de presentar las cosas es despiadada y poco realista. La mayoría de los esclavos, o de los oprimidos, forman parte de un orden social que, dados los términos mismos de la opresión, no tienen siquiera la oportunidad de percibir como susceptible de ser alterado.
El ejercicio de la imaginación es peligroso para quienes se aprovechan del estado de las cosas porque tiene el poder de demostrar que el estado de las cosas no es permanente, ni universal, ni necesario.
Al tener la capacidad real, aunque limitada, de poner en tela de juicio las instituciones establecidas, la literatura imaginativa tiene también la responsabilidad de ese poder. El narrador dice la verdad.
Es triste que muchas historias potencialmente capaces de ofrecer una visión propia se conformen con tópicos patrióticos o religiosos, milagros tecnológicos o ilusiones vanas, sin que los escritores intenten imaginar la verdad. Las oscuras distopías de moda se limitan a invertir los tópicos y emplean ácido en vez de sacarina, pero siguen eludiendo el compromiso con el sufrimiento humano y las posibilidades genuinas. La narrativa imaginativa que admiro ofrece alternativas al statu quo que no solo cuestionan la ubicuidad y necesidad de las instituciones existentes, sino que amplían el campo de las posibilidades sociales y el entendimiento moral. Ello puede hacerse en un tono tan ingenuo y esperanzado como el de las primeras tres temporadas de la serie televisiva Star Trek, o mediante construcciones de una complejidad, sofisticación y ambigüedad ideológica y técnica como son las novelas de Philip K. Dick o Carol Emshwiller; pero siempre es reconocible el mismo impulso: llevar a imaginar un cambio.
No conoceremos nuestra propia injusticia si no podemos imaginar la justicia. No seremos libres si no imaginamos la libertad. No podemos exigir que alguien intente alcanzar la justicia y la libertad si no ha tenido la oportunidad de imaginar que se pueden alcanzar.
Quisiera cerrar y coronar estas reflexiones inconclusas con las palabras de un escritor que nunca dijo sino la verdad y siempre la dijo con calma, Primo Levi, que vivió un año en Auschwitz y conoció la injusticia.
«La ascensión de los privilegiados, no solo en el Lager sino en todo lugar de convivencia humana, es un fenómeno angustioso pero inevitable: solo en las utopías no existe. Es deber del justo hacer la guerra a todo privilegio inmerecido, pero no debemos olvidar que se trata de una guerra sin fin (1)».


(1)Los hundidos y los salvados. Primo Levi.

Contar es escuchar. Sobre la escritura, la lectura y la imaginación. 2018.
 

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