Agosto de 1839. El político chino Lin Zexu envía una carta a la
reina Victoria de Inglaterra exigiendo que los británicos dejen de
introducir el opio en su país. La carta a la poderosa soberana
europea decía en uno de sus párrafos: «Sé que en vuestro país
está prohibido fumar opio. Ello significa que no ignoráis hasta qué
punto resulta nocivo. Pero en lugar de prohibir el consumo de opio,
valdría más que prohibieseis su venta; o mejor aún, su
producción». Fin de la cita.
A doña Victoria,
con todo su golpe finolis y su estricta moral, no se le movió una
pestaña cuando terminó de leer la carta. Y es que, casi con total
seguridad, el mayor narcotraficante de la historia no ha sido
Colombia, ha sido Reino Unido. El cártel de Medellín no ha sido la
más eficaz organización delictiva, lo fue la Compañía Británica
de las Indias Orientales. Y si se trata de capos, Pablo Escobar no le
llegaba a la reina Victoria ni a la suela del zapato.
La estrategia de
cualquiera para hacerse de oro con el narcotráfico no ha cambiado en
los últimos dos siglos. Consiste en introducir la droga, crear
adicción y dejar que el negocio crezca solo. Cuanta más adicción,
más demanda. Cuanta más demanda, más negocio. Y cuando Gran
Bretaña decidió convertir en drogodependientes a cuantos más
chinos mejor, lo hizo por venganza, por intereses económicos y por
soberbia. Porque fue una época en la que los británicos no
permitían que nadie les tosiera. Mucho menos ese imperio hermético
y tradicional repleto de gentes con ojos rasgados.
El opio es más
antiguo que el hilo negro. Se extrae de la adormidera, cultivada
sobre todo en Oriente, una amapola muy bonica que guarda un juguillo
blanco y lechoso. Esto luego se seca, se procesa y de ahí sale el
opio. En Mesopotamia y Egipto se usaba como analgésico; en Persia,
como anestésico; romanos y griegos le daban un uso medicinal, pero
si querían tener una charla con algún dios, pues también le daban.
Y en muchos otros lugares el opio servía a soldados y ciudadanos
para mitigar el miedo a la guerra.
Con el paso de los
siglos, con el avance de la investigación, se fue descubriendo que
todo lo que tuviera que ver con el opio, ya fuera en plan jarabe, en
grageas, como linimento o en enemas, ayudaba a los enfermos. Aunque
intentaban vender que lo curaba prácticamente todo, en realidad no
curaba absolutamente nada.
El opio ayudaba a
sobrellevar el dolor, suministraba placer, relajaba, quitaba la
angustia, serenaba el ánimo… muy bonito todo. Sí, ya.
Hasta que empezó a
ser palpable que aquello generaba una dependencia del copón.
Los enfermos ya no
buscaban opio para el alivio de su mal. Se hacían los enfermos para
conseguir la droga y provocaron la peor de las enfermedades, la
adicción.
Los que empezaron a
fumarse el opio fueron los chinos, que se inventaron un aparatejo con
una pipa larga. Al principio fumaban con moderación, sin pasarse, y
buscando un supuesto beneficio medicinal.
Hasta que llegaron
los británicos y pensaron que sería muy fácil desestabilizar el
país si convertían a los chinos en adictos. Exactamente lo mismo
que hizo Pablo Escobar en Estados Unidos: inundar el mercado
estadounidense con cocaína y convertir a los yanquis en adictos.
Pues Pablito no inventó nada. Estaba inventado. Eso ya lo hicieron
los británicos con los chinos en el siglo XVIII.
Allá por 1773, Gran
Bretaña tenía el monopolio del opio que se cultivaba en la India.
Los británicos controlaban las plantaciones, el procesamiento, el
almacenaje, la venta… o sea, unos narcos en toda regla. Y resulta
que ya a finales de aquel siglo XVIII la economía británica pasaba
por serias dificultades, por no decir que el país estaba
prácticamente en bancarrota. La razón era que Gran Bretaña había
perdido un lucrativo negocio en América porque se acababan de
independizar las famosas trece colonias.
Estados Unidos
empezó a andar solito y la corona británica perdió aquel gran
pedazo de pastel que sustentaba su economía. Por ejemplo, ya no se
podían llevar a Reino Unido tan alegremente el algodón americano.
Ahora tenían que comprarlo. ¿Qué hicieron? Volcarse en el comercio
con China, pero dieron con la horma de su zapato. Los británicos
quisieron imponer sus reglas de juego comerciales, y los chinos les
dijeron que tararí que te vi, que en China se jugaba con las reglas
de los chinos.
Gran Bretaña
necesitaba de ellos mucho té, mucha seda, mucha porcelana y mucho
algodón. Los chinos querían que les pagaran con oro y plata, sobre
todo plata, pero eso no les venía bien a los británicos porque les
desequilibraba su balanza comercial. Los ingleses no querían estar
soltando plata y más plata, sobre todo porque no la tenían. Querían
conseguir que el gigante asiático se abriera al comercio, que los
chinos no solo les vendieran, que también compraran productos a
Reino Unido. Y los chinos, que no; que no compraban, que solo
vendían.
Muy bien, dijeron
los británicos ya metidos en el siglo XIX. Pues si no queréis por
las buenas, lo haremos por las malas. Y tenían tanta producción de
opio en la India, que empezaron a introducirlo en el mercado chino.
Nadie pudo imaginar la velocidad a la que se iba a extender el
contrabando y el consumo del opio. Empezaron a proliferar los
fumaderos y millones de chinos acabaron colgados. Ya les importaban
un pito las supuestas bondades medicinales. Ya fumaban por fumar.
Había tanta demanda
de opio, y se convirtió en un producto tan competitivo, que lo que
no habían conseguido los encuentros diplomáticos para equilibrar la
balanza comercial lo estaba consiguiendo la adicción. China estaba
hincando la rodilla económicamente, no solo porque estaba entrando
el opio británico a espuertas sin tenerlo previsto, también estaba
arruinándose socialmente por un número imparable de adictos que
andaban tirados por las esquinas, y con la economía familiar
arruinada porque el opio se llevaba dos tercios del jornal.
A las autoridades
chinas el asunto se les fue de las manos. No sabían cómo atajar
aquel desorden moral, y tenían una tremenda bronca interna porque
unos apostaban por prohibir totalmente el consumo y perseguir a los
narcotraficantes sin tregua, mientras otros apostaban por la
legalización para acabar con el mercado negro. Y hablamos de 1834.
Resulta que llevamos doscientos años discutiendo sobre lo mismo.
Al final optaron por
prohibir el consumo, perseguir a los traficantes de opio y plantar
cara a los británicos. Ahí fue cuando el comisario imperial Lin
Zexu escribió a la reina Victoria de Inglaterra la carta que abría
este texto, exigiendo que sus chicos dejaran de introducir opio en
China y amenazando con tomar medidas si no cesaba el narcotráfico.
No hace falta insistir por dónde se pasó la soberana el ultimátum.
El comisario Lin
cumplió. Bloqueó el puerto de Cantón, confiscó veinte mil cajas
de opio valorado en 5 millones de libras que aguardaban a ser
desembarcadas y las destruyó. ¿¡Cómo!? Se sorprendieron en
Londres. ¿¡Que han hecho qué!? ¿¡Que han destruido nuestra
droga!? Y enviaron a China cuatro mil hombres en unos cuantos barcos
de guerra para exigir por las bravas que se legalizara el comercio
del opio y que les indemnizaran por la droga destruida.
Así fue como empezó
la primera guerra del opio en 1840. Británicos y chinos no se
pusieron de acuerdo y acabaron intercambiando plomo. Un año
estuvieron a tiros, hasta que China capituló, y esta rendición les
trajo pésimas consecuencias: no solo que los británicos siguieron
metiendo opio a espuertas y enganchando a los chinos a la droga,
también China tuvo que pagar una factura de guerra tremenda y abrir
cinco de sus grandes puertos para que Gran Bretaña comerciara
libremente con los productos que le vinieran bien.
Y una consecuencia
más: China tuvo que dar pleno dominio a los británicos de la isla
de Hong Kong durante 155 años. Seguro que muchos recuerdan aquel año
de 1997, con infinidad de actos que ofrecieron todos los informativos
cuando los británicos tuvieron que devolver Hong Kong a China. Ya
habían pasado los 155 años y muchos, la inmensa mayoría, no tenía
ni idea de que Reino Unido se hubiera quedado con la isla durante
siglo y medio gracias a la droga; gracias al opio.
Pero si estamos
hablando de la primera guerra del opio entre Gran Bretaña y China,
está claro que, como mínimo, hubo otra más. Y es que en China se
juntaron el hambre con las ganas de comer. Tras la primera guerra del
opio, con la mitad de los chinos fumados, con la economía maltrecha,
con el ejército deprimido porque no estaban acostumbrados a perder,
con protestas sociales por todo el imperio, y con una tremenda crisis
política porque el mundo había cambiado y los chinos andaban
estancados en una maquinaria estatal tradicional y antigua, los
británicos vieron la oportunidad de seguir apretando las tuercas
para sacar más rendimiento.
Y como el resto del
mundo estaba ojo avizor a ver qué pasaba, en cuanto vieron a China
debilitada, también se presentaron en sus puertos diciendo ¿qué
hay de lo mío? Estados Unidos y Francia fueron dos de las potencias
que quisieron meter cuchara en el mercado chino.
China que no, y los
demás que sí, y en 1856 se lio la segunda guerra del opio, quince
años después de que hubiera terminado la primera.
Y también perdió
China. Tuvo que firmar otro tratado con tan pésimas consecuencias
como el primero. China era un perro flaco, y todo eran pulgas.
El país quedó tan
debilitado que todo el que pasaba por ahí pegaba un mordisco. Japón,
España, Portugal se unieron a franceses, estadounidenses y
británicos para sacar tajada. Y todo gracias al opio.
Tiene guasa la cosa.
Lo de plata o plomo no lo inventó Pablo Escobar. Antes ya dijeron
los británicos eso de opio o plomo.
Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo. 2018.
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