lunes, 14 de diciembre de 2020

1839. Opio o plomo. Nieves Concostrina.

Agosto de 1839. El político chino Lin Zexu envía una carta a la reina Victoria de Inglaterra exigiendo que los británicos dejen de introducir el opio en su país. La carta a la poderosa soberana europea decía en uno de sus párrafos: «Sé que en vuestro país está prohibido fumar opio. Ello significa que no ignoráis hasta qué punto resulta nocivo. Pero en lugar de prohibir el consumo de opio, valdría más que prohibieseis su venta; o mejor aún, su producción». Fin de la cita.
A doña Victoria, con todo su golpe finolis y su estricta moral, no se le movió una pestaña cuando terminó de leer la carta. Y es que, casi con total seguridad, el mayor narcotraficante de la historia no ha sido Colombia, ha sido Reino Unido. El cártel de Medellín no ha sido la más eficaz organización delictiva, lo fue la Compañía Británica de las Indias Orientales. Y si se trata de capos, Pablo Escobar no le llegaba a la reina Victoria ni a la suela del zapato.
La estrategia de cualquiera para hacerse de oro con el narcotráfico no ha cambiado en los últimos dos siglos. Consiste en introducir la droga, crear adicción y dejar que el negocio crezca solo. Cuanta más adicción, más demanda. Cuanta más demanda, más negocio. Y cuando Gran Bretaña decidió convertir en drogodependientes a cuantos más chinos mejor, lo hizo por venganza, por intereses económicos y por soberbia. Porque fue una época en la que los británicos no permitían que nadie les tosiera. Mucho menos ese imperio hermético y tradicional repleto de gentes con ojos rasgados.
El opio es más antiguo que el hilo negro. Se extrae de la adormidera, cultivada sobre todo en Oriente, una amapola muy bonica que guarda un juguillo blanco y lechoso. Esto luego se seca, se procesa y de ahí sale el opio. En Mesopotamia y Egipto se usaba como analgésico; en Persia, como anestésico; romanos y griegos le daban un uso medicinal, pero si querían tener una charla con algún dios, pues también le daban. Y en muchos otros lugares el opio servía a soldados y ciudadanos para mitigar el miedo a la guerra.
Con el paso de los siglos, con el avance de la investigación, se fue descubriendo que todo lo que tuviera que ver con el opio, ya fuera en plan jarabe, en grageas, como linimento o en enemas, ayudaba a los enfermos. Aunque intentaban vender que lo curaba prácticamente todo, en realidad no curaba absolutamente nada.
El opio ayudaba a sobrellevar el dolor, suministraba placer, relajaba, quitaba la angustia, serenaba el ánimo… muy bonito todo. Sí, ya.
Hasta que empezó a ser palpable que aquello generaba una dependencia del copón.
Los enfermos ya no buscaban opio para el alivio de su mal. Se hacían los enfermos para conseguir la droga y provocaron la peor de las enfermedades, la adicción.
Los que empezaron a fumarse el opio fueron los chinos, que se inventaron un aparatejo con una pipa larga. Al principio fumaban con moderación, sin pasarse, y buscando un supuesto beneficio medicinal.
Hasta que llegaron los británicos y pensaron que sería muy fácil desestabilizar el país si convertían a los chinos en adictos. Exactamente lo mismo que hizo Pablo Escobar en Estados Unidos: inundar el mercado estadounidense con cocaína y convertir a los yanquis en adictos. Pues Pablito no inventó nada. Estaba inventado. Eso ya lo hicieron los británicos con los chinos en el siglo XVIII.
Allá por 1773, Gran Bretaña tenía el monopolio del opio que se cultivaba en la India. Los británicos controlaban las plantaciones, el procesamiento, el almacenaje, la venta… o sea, unos narcos en toda regla. Y resulta que ya a finales de aquel siglo XVIII la economía británica pasaba por serias dificultades, por no decir que el país estaba prácticamente en bancarrota. La razón era que Gran Bretaña había perdido un lucrativo negocio en América porque se acababan de independizar las famosas trece colonias.
Estados Unidos empezó a andar solito y la corona británica perdió aquel gran pedazo de pastel que sustentaba su economía. Por ejemplo, ya no se podían llevar a Reino Unido tan alegremente el algodón americano. Ahora tenían que comprarlo. ¿Qué hicieron? Volcarse en el comercio con China, pero dieron con la horma de su zapato. Los británicos quisieron imponer sus reglas de juego comerciales, y los chinos les dijeron que tararí que te vi, que en China se jugaba con las reglas de los chinos.
Gran Bretaña necesitaba de ellos mucho té, mucha seda, mucha porcelana y mucho algodón. Los chinos querían que les pagaran con oro y plata, sobre todo plata, pero eso no les venía bien a los británicos porque les desequilibraba su balanza comercial. Los ingleses no querían estar soltando plata y más plata, sobre todo porque no la tenían. Querían conseguir que el gigante asiático se abriera al comercio, que los chinos no solo les vendieran, que también compraran productos a Reino Unido. Y los chinos, que no; que no compraban, que solo vendían.
Muy bien, dijeron los británicos ya metidos en el siglo XIX. Pues si no queréis por las buenas, lo haremos por las malas. Y tenían tanta producción de opio en la India, que empezaron a introducirlo en el mercado chino. Nadie pudo imaginar la velocidad a la que se iba a extender el contrabando y el consumo del opio. Empezaron a proliferar los fumaderos y millones de chinos acabaron colgados. Ya les importaban un pito las supuestas bondades medicinales. Ya fumaban por fumar.
Había tanta demanda de opio, y se convirtió en un producto tan competitivo, que lo que no habían conseguido los encuentros diplomáticos para equilibrar la balanza comercial lo estaba consiguiendo la adicción. China estaba hincando la rodilla económicamente, no solo porque estaba entrando el opio británico a espuertas sin tenerlo previsto, también estaba arruinándose socialmente por un número imparable de adictos que andaban tirados por las esquinas, y con la economía familiar arruinada porque el opio se llevaba dos tercios del jornal.
A las autoridades chinas el asunto se les fue de las manos. No sabían cómo atajar aquel desorden moral, y tenían una tremenda bronca interna porque unos apostaban por prohibir totalmente el consumo y perseguir a los narcotraficantes sin tregua, mientras otros apostaban por la legalización para acabar con el mercado negro. Y hablamos de 1834. Resulta que llevamos doscientos años discutiendo sobre lo mismo.
Al final optaron por prohibir el consumo, perseguir a los traficantes de opio y plantar cara a los británicos. Ahí fue cuando el comisario imperial Lin Zexu escribió a la reina Victoria de Inglaterra la carta que abría este texto, exigiendo que sus chicos dejaran de introducir opio en China y amenazando con tomar medidas si no cesaba el narcotráfico. No hace falta insistir por dónde se pasó la soberana el ultimátum.
El comisario Lin cumplió. Bloqueó el puerto de Cantón, confiscó veinte mil cajas de opio valorado en 5 millones de libras que aguardaban a ser desembarcadas y las destruyó. ¿¡Cómo!? Se sorprendieron en Londres. ¿¡Que han hecho qué!? ¿¡Que han destruido nuestra droga!? Y enviaron a China cuatro mil hombres en unos cuantos barcos de guerra para exigir por las bravas que se legalizara el comercio del opio y que les indemnizaran por la droga destruida.
Así fue como empezó la primera guerra del opio en 1840. Británicos y chinos no se pusieron de acuerdo y acabaron intercambiando plomo. Un año estuvieron a tiros, hasta que China capituló, y esta rendición les trajo pésimas consecuencias: no solo que los británicos siguieron metiendo opio a espuertas y enganchando a los chinos a la droga, también China tuvo que pagar una factura de guerra tremenda y abrir cinco de sus grandes puertos para que Gran Bretaña comerciara libremente con los productos que le vinieran bien.
Y una consecuencia más: China tuvo que dar pleno dominio a los británicos de la isla de Hong Kong durante 155 años. Seguro que muchos recuerdan aquel año de 1997, con infinidad de actos que ofrecieron todos los informativos cuando los británicos tuvieron que devolver Hong Kong a China. Ya habían pasado los 155 años y muchos, la inmensa mayoría, no tenía ni idea de que Reino Unido se hubiera quedado con la isla durante siglo y medio gracias a la droga; gracias al opio.
Pero si estamos hablando de la primera guerra del opio entre Gran Bretaña y China, está claro que, como mínimo, hubo otra más. Y es que en China se juntaron el hambre con las ganas de comer. Tras la primera guerra del opio, con la mitad de los chinos fumados, con la economía maltrecha, con el ejército deprimido porque no estaban acostumbrados a perder, con protestas sociales por todo el imperio, y con una tremenda crisis política porque el mundo había cambiado y los chinos andaban estancados en una maquinaria estatal tradicional y antigua, los británicos vieron la oportunidad de seguir apretando las tuercas para sacar más rendimiento.
Y como el resto del mundo estaba ojo avizor a ver qué pasaba, en cuanto vieron a China debilitada, también se presentaron en sus puertos diciendo ¿qué hay de lo mío? Estados Unidos y Francia fueron dos de las potencias que quisieron meter cuchara en el mercado chino.
China que no, y los demás que sí, y en 1856 se lio la segunda guerra del opio, quince años después de que hubiera terminado la primera.
Y también perdió China. Tuvo que firmar otro tratado con tan pésimas consecuencias como el primero. China era un perro flaco, y todo eran pulgas.
El país quedó tan debilitado que todo el que pasaba por ahí pegaba un mordisco. Japón, España, Portugal se unieron a franceses, estadounidenses y británicos para sacar tajada. Y todo gracias al opio.
Tiene guasa la cosa. Lo de plata o plomo no lo inventó Pablo Escobar. Antes ya dijeron los británicos eso de opio o plomo.

Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo. 2018.

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