La princesa sonrió complacida al
comprobar que la rana cabía, al completo, dentro de la boca de su
hada madrina. La hechicera lloró aún con más fuerza e intentó,
por última vez, librarse de sus cadenas, pero carecía de poder
alguno sin su varita mágica.
Atrapada
en una jaula de dientes, la rana movía con desesperación sus
muñones y suplicaba clemencia con la mirada. De sus labios verdosos,
aunque muy humanos, surgieron tres palabras:
—No
lo hagas.
El
corazón de la chica latía como nunca antes. La emoción y el anhelo
ardían en su barriga. Se inclinó con parsimonia y dio un beso dulce
a la cabeza del anfibio. Luego saltó hacia atrás; no quería
mancharse el vestido.
Calabacines en el ático. Grand Guignol. Santiago Eximeno (antólogo). 2014.
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