jueves, 3 de diciembre de 2020

Paulina y Gumersindo. Francisco García Pavón.

A Ignacio Aldecoa.


La fachada de la casa era una baja pared enjalbegada y un portón ancho. Nada más. Detrás del portón, un corralazo con higuera y parra, con pozo y macetas y, cosa rara, un bravo desmonte velloso de hierba, solaz de las gallinas. Refiriéndose a él decía Paulina: «Cuando hicieron la casa y la cueva, hace milenta años, quedó ese montón de tierra. Como le nació hierba y amapolas, mi padre dijo: “Lo dejaremos”. Y cuando nos casamos, Gumersindo dijo: “Pues vamos a dejarlo y así tenemos monte dentro de casa”». En el fondo del corralazo, en bajísima edificación, la cocina, la alcoba del matrimonio, la cuadra de Tancredo y un corralito para el cerdo.
Algunas tardes, muchas, íbamos con mamá o con la abuela a visitar a la hermana Paulina. Si era verano, la encontrábamos sentada entre sus macetas, junto al pozo, leyendo algún periódico atrasado de los que le traían las vecinas; o cosiendo.
Al vernos llegar se quitaba las gafas de plata, dejaba lo que tuviese entre manos y nos decía con aquella su sonrisa blanca:
—¿Qué dice esta familieja?
Siempre me cogía a mí primero. Me acariciaba los muslos y apretaba mi cara contra la suya. Recuerdo de aquellos abrazos de costado: su pelo blanquísimo, sus enormes pendientes de oro y la gran verruga rosada de su frente… Olía a arca con membrillos pasados, a aceite de oliva, a paisaje soñado. Y me miraba más con la sonrisa que con sus ojos claros, cansados, bordeados de arrugas rosadas.
Mientras los niños jugábamos en el corralazo o hacíamos alpinismo en el pequeño monte, ella hablaba con mamá. Gustaban de recordar cosas antiguas de gentes muertas, de calles que eran de otra manera, de viñas que ya se quitaron, de montes que ya eran viñas, de romerías a Vírgenes que ya no se estilaban. Y al hablar, con frecuencia levantaba una ceja, o el brazo, como señalando cosas distantes en el tiempo. Y al reír se tapaba la boca con la mano e inclinaba la cabeza («qué cosas aquellas, hija mía»). Si contaba cosas tristes, levantaba un dedo agorero y miraba muy fijamente a los ojos de mamá («… aquello tenía que ser así, tenía que morirse, como nos moriremos todicos»).
En invierno nos recibía en su cocina, bajo la campana de la chimenea, vigilando el cocer de sus pucheros. La llama, que era la única luz de la habitación si estaba sola, despegaba brillos mortecinos de los vasos gordos de la alacena, de un turbio espejo redondo, del cobre colgado. En el silencio de la cocina sólo vivía el latir del despertador, que acrecía hasta batirlo todo cuando había silencio, y llegaba a callarse si todos hablaban. «Si se para el despertador, lo “siento” aunque esté en la otra punta del corralazo o en casa de las vecinas» —decía la hermana Paulina—. En las noches más frías de invierno lo envolvía con una bufanda, no se escarchase. «Cuando no está Gumersindo, es mi única compaña. Me desvelo, lo oigo y quedo tranquila».
Si hacía frío, jugábamos en la cocina sobre la banca, cubierta de recia tela roja del Bonillo, o en la cuadra de Tancredo.
Al concluir una de sus historias, quedaba unos instantes silenciosa, mirando al fuego, con las manos levemente hacia las llamas… Pero en seguida sonreía, porque le llegaban nuevos recuerdos y, meneando la cabeza y mirando a mamá, empezaba otra relación. Si era de gracias y dulzuras, nos decía: «Acercaros, familieja, y escuchar esto», y tomándonos de la cintura contaba aquello, mirando una vez a uno, otra a otro y otra a mamá… Y si era de sus muertos, concluía el relato en voz muy opaca. Se recogía una lágrima, suspiraba muy hondo —«¡Ay, Señor!»— y quedaba unos segundos mirándose las manos cruzadas sobre el halda… Mamá le decía: «¿Recuerda usted, Paulina?…». Ella sonreía, movía la cabeza y se adentraba con sus palabras añorantes en los azules fondos del recuerdo.
Como se hablaba tanto de república por aquellos días, una tarde nos contó cuando la primera República. Aquélla en la que fue el tío abuelo Vicente Pueblas alcalde. Se reunió con sus concejales en el Ayuntamiento a tomar la vara, y lo primero que acordaron fue rezar un Tedéum de gracias por el advenimiento. «Te aseguro que si viene ahora, no cantarán un Tedéum». Y a la salida de la iglesia, el abuelo Vicente echó un discurso desde el balcón del Ayuntamiento viejo, besó la bandera e invitó por su cuenta a un refresco en su posada.
También nos contaba la «revolución de los consumos». Desde las ventanas de la casa Panadería dispararon «al pueblo indefenso», que luego asaltó los despachos y tiró los papeles. Mataron a tres. Por la noche llegó la tropa desde Manzanares e hicieron hogueras en la calle de la Feria. Y los del Ayuntamiento y los consumistas huyeron entre pellejos de vino, e hicieron prisión en el Pósito Nuevo.
Otras veces contaba lo de la epidemia del cólera: «Los llevaban en carros (a los muertos), como si fueran árboles secos». O cuando mataron a Tajá o a don Francisco Martínez, el padre de las Lauras. O lo del año del hambre, cuando «las pobres gentes se comían los perros y los gatos».
Cuando llegaba la hora de marcharnos, abría la despensa, y mientras buscaba en ella, decía:
—Y ahora, el regalo de la hermana Paulina.
Y mamá:
—Pero Paulina, mujer…
—Tú, calla, muchacha.
Y según el tiempo, sacaba un plato de uvas, o de avellanas, o de altramuces, o de rosquillas de anís, o lo mejor de todo: cotufas, que llamaba rosetas. A veces tostones, que son trigo frito con sal. O cañamones. Si era verano y teníamos sed, nos hacía refrescos de vinagre muy ricos.
Y al vernos comer aquellas cosas con gusto, decía sonriendo:
—¿A que están buenos? ¿Eh, familieja?
Durante muchos años los abuelos, y luego nosotros, los lunes por la mañana presenciábamos el mismo espectáculo. Desde muy temprano y con mucha paciencia, Gumersindo comenzaba sus preparativos. En la puerta de la calle estaba el carrito con Tancredo enganchado. Tancredo era un burro entre pardo y negro, con las orejas horizontales y los ojos aguanosos. Lanas antiguas y grisantas le tapizaban la barriga. En su lomo, de siempre, llevaba grabado a tijera su nombre en mayúsculas: TANCREDO. Lo primero que colocaba Gumersindo en el fondo de las bolsas del carro era la varja. Luego las alforjas repletas, la bota de media arroba, el botijo, los sacos de pienso para Tancredo, las mantas. Cada una de estas cosas se las iba aparando Paulina. Él, silencioso y exacto, las colocaba en su lugar de siempre. Por último, ataba el arado a la trasera, revisaba el farol y quedaba pensativo.
—¿Llevas el vinagre?
—Sí, Paulina.
—¿Y el bicarbonato?
—Sí, Paulina.
—¿Y los puntilleros nuevos?
—Sí, cordera.
—¿Y las tozas?
—Sí, paloma.
Cuando estaba todo, Gumersindo miraba su reloj, se ceñía el pañuelo de hierbas a la cabeza y tomando de las manos a su mujer, le decía como cincuenta años antes:
—No dejes de echar el cerrojo por la noche, no vaya a ser que algún loco quiera abusar de tu soledad.
—Tú vete tranquilo —decía ella sonriendo—, que tu huerto queda a buen seguro.
Gumersindo se acercaba más, le daba dos besos anchos y sonoros y, sin atreverse a mirarla, nervioso, montaba en el carro.
—¡Arre, Tancredo!
Tancredo arrancaba, lerdísimo, calle de Martos abajo, y Paulina, acera adelante, echaba a andar tras él.
—Paulina, ya está bien —le decía él volviendo la cabeza.
Y la hermana Paulina, sonriendo, seguía.
—Paulina, vuélvete.
Pero Paulina continuaba hasta la calle de la Independencia. Todavía allí permanecía un buen rato, hasta que las voces de él —«Paulina, vuélvete»— ya no se oían.
El resto de la semana, hasta el sábado a media tarde que regresaba Gumersindo, Paulina esperaba. Esperaba y preparaba el regreso de Gumersindo. Esperaba y recibía a sus amistades.
Gumersindo, en la soledad de su viñote, a casi diez leguas del pueblo, esperaba también, sin amistades a quien recibir. («Allí solico, luchando contra la tierra, el pobre mío»).
Cuando el cielo se oscurecía, Paulina, desde la puerta de su cocina, venteaba con los ojos preocupados —«¡Ay, Jesús!»—. Los días de tormenta, pegada a la lumbre, rezaba viejas oraciones entre católicas y saturnales.
Nunca imaginaba a su Gumersindo amenazado de otros enemigos que los atmosféricos. Al hablar del cieno, la nevasca, la helada, la tormenta o el granizo, los personalizaba como criaturas inmensas de bien troquelado carácter. El rayo, sobre todo, era, según Paulina, el gran Lucifer de los que andan perdidos por el campo. «Santa Bárbara, manda tus luces a un jaral sin nadie; / Santa Bárbara, líbralo de todo mal, / quita el rayo del aprisco y del candeal; / mándalo con los infieles / a la otra orilla del mar». O aquella otra jaculatoria, entre tradicional y de su propia imaginativa: «San Isidro, ampara a mi Gumersindo; / que el agua moje la tierra / y no arrecie en temporal; / la nieve venga en domingo, / en lunes llegue el granizo / a poco de amañanar; / San Isidro, a los pedriscos / ordénalos jubilar…».
Los sábados, hacia las seis de la tarde, Gumersindo asomaba, llevando a Tancredo del diestro, por la calle de la Independencia. Mucho antes ya estaba Paulina en la esquina con los ojos hacia la plaza.
—¿Qué hay, Paulina? ¿Esperando a tu Gumersindo?
—¡Ea! —contestaba casi ruborosa.
—Mira a Paulina esperando a su galán.
—¡Ea!
Así que columbraba el carro, Paulina no contestaba a los saludos. Sus claros ojos, achicados por los años, por los sábados de espera y los lunes de despedida, miraban a lo que ella bien sabía, sin desviarse un punto.
Entre la polvareda que levantaban tantos carros en sábado, aparecía la silueta de Gumersindo, delgadito, enjuto, trayendo del diestro a Tancredo, que buen sabedor de sus destinos, andaba más liviano, con las orejas un poquito alzadas y diríase que una vaga sonrisa en su hocico húmedo.
Antes de que el carro llegase a la esquina de la calle de Martos, Paulina avanzaba por el centro de la carrilada hasta Gumersindo. Tomándole la cara entre las manos, lo besaba como a un niño.
—Vamos, Paulina, vamos. ¿Qué va a decir la gente? —decía él, tímido, empujándola con suavidad. (Él, que olía a aire suelto de otoño y a sol parado; a pámpanos y a mosto, si ya era vendimia). Daba luego unas palmadas a Tancredo: «¡Ay, viejo!».
Se les veía venir calle de Martos adelante cogidos del bracete —como ella decía—, seguidos de Tancredo, ya confiado a su querencia. Siempre le traía él algún presente: las primeras muestras de la viña, unas amapolas adelantadas, un jilguero, espigas secas de trigo para hacer tostones, un nido de pájaros o un grillo bien guardado en la boina. Cierta vez —siempre lo recordaba ella— le trajo una avutarda, dorada como un águila, que apeó el propio Gumersindo de un majano con un solo tiro de escopeta.
Desuncido el carro y Tancredo en la cuadra, Paulina le sacaba a su hombre la jofaina, jabón y ropa limpia. Con el agua fría del pozo se atezaba y aseaba según su medida, mientras ella le tenía la toalla y se entraba la ropa sucia. Luego, si hacía buen tiempo, se sentaban los dos juntos a una mesita, bajo la parra, a comer los platos que ella pensó durante toda la semana. Y comiendo en amor y compaña, iniciaban la plática que duraría dos días. Él le contaba minuciosamente todos sus quehaceres y accidentes de la semana; en qué trozo de tierra laboró, cómo presentía la cosecha, quiénes pasaron junto a su haza, si le sobró o faltó algún companaje, si hizo frío, calor o humedad. Si tuvo noches claras o «escuras», si habló o no con los labradores de los cortes vecinos, qué le dijeron y cómo respondió él. Dedicaba un buen párrafo al comportamiento de Tancredo; si anduvo de buen talante o lo pasó mal con los tábanos y las avispas. Si se le curó o no aquella matadura que le hiciera la lanza la pasada semana. Si engrasó o no las tijeras de podar, y muy sobre todo, si le alcanzó el vino hasta la hora de la vuelta.
Luego le llegaba el turno a Paulina, que le daba las novedades del pueblo durante la semana. Qué visitas tuvo y de qué se habló. Repaso de enfermedades en curso, muertos y nacimientos entre la vecindad y conocidos. Los miedos que pasó ella el jueves, que se encirró el cielo o se vieron relámpagos por la parte de Alhambra. La preocupación por si le habría puesto poco tocino en el hato o si el vino se habría repuntado con la calina que hizo.
Durante los días que permanecía Gumersindo en el pueblo, nadie nos acercábamos por casa de Paulina: «Como está Gumersindo…». Se veía a la pareja sola, sentada en la puerta si era verano, trabada en sus pláticas. Si en invierno, en la cocina, al amparo del fuego, hablaban mirando las llamas. Las historias de Paulina y Gumersindo eran preferentemente de cosas sucedidas en otros años, relaciones de personas muertas y hechos apenas conservados en la memoria de los viejos. O cuentecillos dulces, pequeñas anécdotas, situaciones breves; a veces meras historias de una mirada o un gesto, de un breve ademán, de un secreto pensamiento que no afloró. Pero ella, por lo menudo y prolijo de su charla, les daba dimensiones imprevistas. (Ahora comprendo que en todas sus historias y pláticas había una sutil malicia, una delgada intención que entonces se me escapaba. Años después, cuando mamá me recordaba las cosas de Paulina, caí en la singular minerva de sus pláticas).
Entre la muerte de Gumersindo y Paulina mediaron pocas semanas. No podía ser de otra manera.
Un sábado, Paulina, desde la esquina de la calle de Martos, vio enfilar el carro por Independencia, como siempre, pero algo le extrañó. Gumersindo no venía a pie con Tancredo del diestro, según costumbre de cincuenta años. Impaciente, avanzó calle adelante. Se encontró con el carro a la altura de la casa de Flores. Detuvo a Tancredo. Gumersindo, liado en mantas, casi tumbado, asomaba una mano, en la que llevaba las ramaleras. Venía amarillo, quemado por la fiebre, con los ojos semicerrados.
—¿Qué te pasa?
—Que me llegó la mala, Paulina… El cierzo de ayer se me lió al riñón.
Lo tapó un poco mejor y tomó ella el diestro de Tancredo. Caminaba con sus ojos claros inmóviles. Los vecinos la preguntaban:
—¿Qué pasa, Paulina?
Ella seguía sin responder, mirando a lo lejos, bien sujeto el ronzal del viejo Tancredo.
No permitió Paulina que nadie lo tocara. Ella lo lavó y amortajó. Ella, con ayuda de otras mujeres, lo echó en la caja. Ella, sin una lágrima, lo miró con sus viejos ojos claros desde que lo encamaron hasta cerrar la caja.
Fue un entierro sin llantos, sin palabras. En el corralazo aguardábamos los vecinos, mirando el pozo, la parra, la higuera, el desmonte cubierto de hierba tierna, el carro desuncido, descansando en las lanzas. Cuando sacaron la caja al coche que aguardaba en la calle, Paulina, ante el asombro de todos, echó a andar tras el féretro. Los curas la miraban embobados, sin dejar de cantar. Nadie se atrevió a disuadirla. Iba sola delante del duelo, con las manos cruzadas, pañuelo de seda negro a la cabeza y los ojos fijos en el arca de la muerte. Así llegó hasta la esquina de Martos con Independencia. Cuando el coche dobló hacia la plaza, ella quedó parada en la esquina y, como siempre, levantó el brazo.
Mamá y otras vecinas quedaron junto a la hermana Paulina, que seguía moviendo la mano, hasta que el entierro y su compaña desembocó en la plaza. Volvió entre los brazos de las vecinas completamente abandonada, llorando, al fin, con un solo gemido interminable, sordo, sin remedio, que acabó con su agonía muchos días después.
No sé por qué lío de herederos, la casa de Paulina sigue abandonada. Alguna vez me he asomado por el ojo de la cerradura y he visto el corralazo lodado de malas hierbas y cardenchas. Y por más que esfuerzo mi memoria, no consigo rememorar en él la dulce vida de Paulina, sino el quejido sordo, interminable, de animal herido, que sonó en aquella casa hasta el ronquido final de la dulce.

Cuentos republicanos. 1961.

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