lunes, 28 de diciembre de 2020

Los sonidos del habla. Octavia Butler.

Había problemas a bordo del autobús del Bulevar Washington. Rye había esperado problemas en algún momento de su viaje. Había evitado salir hasta que la soledad y la desesperanza la obligaron. Creía tener un grupo de parientes todavía con vida: un hermano y sus dos hijos en Pasadena, a 32 kilómetros de distancia. Era un viaje de un día, si tenía suerte. La inesperada llegada del autobús justo cuando salía de su casa de la calle Virginia había parecido un golpe de suerte, hasta que empezaron los problemas.
Dos jóvenes estaban involucrados en una suerte de altercado, o más probablemente, en un malentendido. Parados en el pasillo, gruñendo y gesticulando entre sí, cada uno en su posición de incertidumbre mientras el autobús se las veía con los baches. El conductor parecía esforzarse por mantenerlos desequilibrados. Aún así, sus gestos se detenían justo antes del contacto, golpes falsos intimidantes juegos de manos que reemplazaban a las groserías perdidas.
La gente los miraba, y luego se miraban entre sí y hacían pequeños sonidos ansiosos. Dos niños gimieron.
Rye estaba sentada a unos cuantos metros detrás de los peleadores y al frente de la puerta trasera. Los miraba cuidadosamente, a sabiendas de que la pelea empezaría cuando el temple de alguno se rompiera o la mano de alguien se deslizara o alguien llegara al fin de su limitada habilidad para comunicarse. Estas cosas podían suceder en cualquier momento.
Una de ellas sucedió cuando el autobús dio con un bache especialmente grande y uno de los hombres, alto, delgado y burlón, fue empujado sobre su oponente más pequeño.
Instantáneamente, el hombre pequeño llevó su puño izquierdo hacia la cara burlona del otro. Martilló a su oponente como si no tuviera ni necesitara ninguna otra arma que su puño izquierdo. Golpeó lo suficientemente rápido, suficientemente fuerte para derribar a su oponente antes de que el hombre alto pudiera recuperar su equilibrio o devolver el golpe al menos una vez.
Las personas gritaban o chillaban asustadas. Aquellos que estaban cerca se esforzaban por salir de en medio. Otros tres jóvenes rugieron de emoción y gesticularon salvajemente. Entonces, de alguna manera, una segunda disputa empezó entre dos de estos tres, probablemente debido a que uno había tocado o golpeado a otro sin darse cuenta.
A la vez que la segunda pelea dispersaba a los pasajeros asustados, una mujer sacudía el hombro del conductor mientras hacía gestos en dirección a la pelea.
El conductor gruñó con sus dientes expuestos. Asustada, la mujer se alejó.
Rye, conociendo los métodos de los conductores de autobús, se aprestó y agarró de la barra del enfrente de ella. Cuando el conductor pisó el freno, ella estaba lista y los combatientes no. Se tropezaron con los asientos, cayendo sobre pasajeros que gritaban, añadiéndose a la confusión. Empezó al menos otra pelea más.
Al momento que el autobús se detuvo, Rye se había parado, y estaba empujando la puerta trasera. Al segundo empujón, se abrió y ella saltó fuera, agarrando su paquete en un brazo. Varios otros pasajeros la siguieron, pero algunos se quedaron en el autobús. Los autobuses eran tan pocos e irregulares ahora, la gente montaba en lo que podía, sin importar qué. Puede que no pasara otro autobús hoy o mañana. La gente empezaba a caminar, y si veían un autobús lo abordaban. La gente que hace viajes interurbanos como Rye, de Los Ángeles a Pasadena, hacía planes para acampar, o se arriesgaban a buscar refugio con personas que podrían robarlos o asesinarlos.
El autobús no se movió, pero Rye se alejó de él. Iba a esperar a que se acabaran los problemas y luego se montaría de nuevo, pero si había tiros, quería la protección de un árbol. Así, ella estaba cerca de la acera cuando un Ford azul destartalado del otro lado de la calle dio una vuelta en U y se aparcó delante del autobús. Los autos eran escasos en estos días, escasez que se explicaba por una falta severa de combustible y de mecánicos relativamente no impedidos. Los autos que todavía circulaban tenían igual oportunidad de ser usados tanto como armas como de transporte. Por ello, cuando el conductor del Ford le hizo señas a Rye, ella se alejó cautelosamente. El conductor se bajó, un hombre grande, joven, de pulcra barba y cabello oscuro y grueso. Llevaba un abrigo largo y una mirada de cautela que hacía juego con la de Rye. Se quedó parada a unos cuantos metros de él, esperando a ver qué iba a hacer. Miró el autobús, ahora meciéndose con el combate en su interior, luego al pequeño grupo de pasajeros que se habían bajado. Finalmente miró a Rye de nuevo.
Ella devolvió su mirada, muy consciente de su vieja automática calibre cuarenta y cinco. Observó sus manos.
Él apuntó al autobús con su mano izquierda. Las ventanas de color oscuro le impedían ver lo que sucedía dentro.
El uso de la mano izquierda le interesó más a Rye que su obvia pregunta. Los zurdos solían estar menos impedidos, ser más razonables y comprensivos, menos llevados por la frustración, confusión y rabia.
Ella imitó su gesto, apuntando al autobús con su mano izquierda, luego dio golpes al aire con ambos puños.
El hombre se quitó su abrigo dejando ver un uniforme completo del Departamento de Policía de Los Ángeles con bastón y revólver de servicio.
Rye dio otro paso atrás. Ya no existía el DPLA, no había más una gran organización, gubernamental o privada. Había patrullas barriales e individuos armados. Eso era todo.
El hombre tomó algo del bolsillo de su abrigo, luego arrojó el abrigo dentro del auto. Hizo un gesto a Rye para que volviera a la parte trasera del autobús. Tenía algo de plástico en su mano. Rye no entendía que quería hasta que él mismo fue a la puerta trasera del autobús y le señaló para que se quedara parada allí. Ella le obedeció principalmente por curiosidad. Policía o no, quizás él podría hacer algo para detener la estúpida pelea.
Él se dirigió al frente del autobús, al lado del conductor, donde la ventana estaba abierta. Creyó que él arrojaba algo dentro del autobús. Estaba tratando de mirar a través de los vidrios oscuros cuando las personas empezaron a salir a tropezones de la puerta trasera, ahogándose y lagrimeando. Gas.
Rye atrapó a una mujer anciana que se habría caído, levantó a dos niños pequeños cuando estaban en peligro de ser golpeados y pisoteados. Podía ver cómo el hombre de barba ayudaba a la gente por la puerta de enfrente. Ella atrapó a un hombre delgado y viejo que fue empujado por uno de los combatientes. Abrumada por el peso del anciano, casi no fue capaz de quitarse de en medio cuando el último de los jóvenes se abrió camino a empujones. Éste, sangrando por la nariz y boca, se tropezó con otro y empezaron a golpear ciegamente, todavía sollozando por el gas.
El hombre de barba ayudó al conductor del autobús a bajar por la puerta de enfrente, aunque el conductor no parecía apreciar su ayuda. Por un momento, Rye pensó que habría otra pelea. El hombre de barba dio un paso atrás y observó al conductor gesticular amenazadoramente, gritar con rabia sin palabras.
El hombre de barba se quedó quieto, sin emitir sonido, rehusándose a responder los gestos claramente obscenos. Los menos impedidos tendían a hacer eso, quedarse atrás a menos que fueron amenazados físicamente y dejar a aquellos con menor control que gritaran y saltaran. Era como si les pareciera indigno el ser tan sensibles como aquellos que comprendían menos. Ésta era una actitud de superioridad y esa era la manera en que personas como el conductor la percibían. Aquella "superioridad" era frecuentemente castigada con golpizas, incluso con la muerte. Rye había tenido encuentros de los que apenas se había salvado. Como resultado, ella nunca salía sin estar armada. Y en este mundo donde el único lenguaje común era el corporal, estar armada era a menudo suficiente. Casi nunca había tenido que desenfundar su pistola o incluso mostrarla.
El revólver del hombre de barba estaba en constante exhibición. Aparentemente eso era suficiente para el conductor del autobús. El conductor escupió con asco, miró un momento más al hombre de barba, y luego regresó a su autobús lleno de gas. Lo observó por un momento, deseando volver a entrar, pero el gas era todavía demasiado fuerte. De las ventanas, sólo estaba abierta la pequeña ventana del conductor. La puerta delantera estaba abierta, pero la trasera necesitaba que alguien la sostuviera para mantenerse así. Por supuesto, el aire acondicionado se había dañado hacía mucho tiempo. El autobús tardaría un tiempo en airearse. Era propiedad del conductor, su sustento. Había pegado fotos de revistas viejas de artículos que aceptaría como pago a los lados. Luego usaría lo que recolectaba para alimentar a su familia o para hacer trueque. Si su autobús no funcionaba, él no comía. Por otra parte, si el interior de su autobús era desgarrado por una lucha sin sentido, tampoco comería muy bien que digamos. Aparentemente no era capaz de comprender esto. Todo lo que podía ver era que pasaría algún tiempo antes de pudiera usar su autobús de nuevo. Sacudía su puño hacia el hombre de la barba y gritaba. Parecía haber palabras en sus gritos, pero Rye no podía entenderlas. No sabía si esto era culpa de él o de ella. Ella había escuchado tan pocas palabras coherentes durante los últimos tres años, ya no estaba segura de lo bien que lo reconocía, ya no está segura del grado de su propio deterioro.
El hombre con barba suspiró. Miró hacia su coche, y luego hizo una seña a Rye. Él estaba listo para irse, pero quería algo de ella primero. No. No, él quería que ella se fuera con él. Arriesgarse a subirse a su coche cuando, a pesar de su uniforme, la ley y el orden ya no era nada, ni siquiera palabras.
Ella sacudió su cabeza en una negativa universalmente comprendida, pero el hombre continuó haciendo señas.
Ella le hizo señas para que se fuera. Él estaba haciendo lo que aquellos menos discapacitados rara vez hacían: atraer la atención negativa a otro de su propia clase. La gente del autobús había empezado a mirarla.
Uno de los hombres que había estado peleando tocó a otro en el brazo, y luego señaló del hombre con barba a Rye, y finalmente levantó los primeros dos dedos de su mano derecha como si estuviera dando dos tercios de un saludo de Boy Scout. El gesto fue muy rápido, su significado era obvio incluso a distancia. Había sido agrupada con el hombre de la barba. ¿Y ahora qué?
El hombre que había hecho el gesto se dirigió hacia ella.
Ella no tenía ni idea de lo que se proponía, pero se mantuvo firme. El hombre le llevaba quince centímetros de altura y era quizás diez años más joven. No se imaginaba que ella podría escapársele corriendo. Tampoco esperaba que alguien la ayudara si necesitaba ayuda. Las personas a su alrededor eran todos extraños.
Ella gesticuló una vez, una indicación clara para que el hombre se detuviera. Ella no pretendía repetir el gesto. Afortunadamente, el hombre obedeció. Gesticuló obscenamente y varios otros hombres se rieron. La pérdida del lenguaje hablado había generado toda una nueva serie de gestos obscenos. El hombre, con escueta simplicidad, la había acusado de tener sexo con el hombre con barba y había sugerido que continuara con los otros hombres comenzando con él.
Rye lo miró fatigada. La gente probablemente se quedaría parada observando si él intentara violarla. También se quedaría parada mirando cuando ella le disparara. ¿Llevaría él las cosas tan lejos?
No lo hizo. Después de varios gestos obscenos que no lo acercaron más, se volteó con desprecio y se alejó.
Y el hombre con barba seguía esperando. Se había quitado su revólver de servicio, la funda y todo eso. Hizo un gesto de nuevo, ambas manos vacías. Sin duda su arma estaba en el coche y al alcance de la mano, pero el habérsela quitado la impresionó. Tal vez él estaba bien. Quizás él estaba solo. Ella misma había estado sola durante tres años. La enfermedad la había despojado, matando a sus hijos uno por uno, matando a su marido, a su hermana, a sus padres...
La enfermedad, si es que era una enfermedad, había incluso cortado los lazos entre los que seguían vivos. A medida que se esparcía por el país, la gente apenas si tuvo tiempo de culpar a los soviéticos (aunque ellos estaban siendo silenciados como el resto del mundo), a un nuevo virus, un nuevo contaminante, la radiación, castigo divino... La enfermedad asestaba fulminantemente, y era parecida a un derrame cerebral en algunos de sus efectos. Pero era altamente específica.
El lenguaje siempre se perdía o se deterioraba gravemente. Nunca se recuperaba. A menudo también se presentaba parálisis, deterioro intelectual, la muerte.
Rye caminó hacia el hombre con barba, ignorando los silbidos y aplausos de dos de los jóvenes, y sus señas de aprobación al hombre con barba. Si les hubiera sonreído o los hubiera reconocido de alguna manera, ella ciertamente hubiera cambiado de opinión. Si se hubiera permitido pensar en las posibles consecuencias fatales de subir al auto de un desconocido, habría cambiado de opinión. En vez de eso, pensó en el hombre que vivía al frente de su casa. Pocas veces se había bañado desde su lucha contra la enfermedad. Y había adquirido el hábito de orinar dondequiera que estuviera. Ya tenía dos mujeres, cuidando de sus dos grandes jardines. Ellas lo aguantaban a cambio de su protección. Había dejado claro que él quería que Rye se convirtiera en su tercera mujer.
Ella se subió al auto y el hombre barbado cerró la puerta. Ella observó como él se dirigía hasta la puerta del conductor, lo observó por su bien porque su arma estaba el asiento a su lado. Y el conductor del autobús y la pareja de jóvenes se habían acercado un poco. No hicieron nada, sin embargo, hasta que el hombre con barba estuvo en el coche. Entonces uno de ellos arrojó una piedra. Otros siguieron su ejemplo, y mientras el auto se alejaba, varias rocas rebotaron sin hacer daño.
Cuando el autobús ya estaba a cierta distancia detrás de ellos, Rye se secó el sudor de su frente y añoró el poder relajarse. El autobús la habría llevado más de la mitad del camino a Pasadena. Sólo habría tenido que caminar unos 16 kilómetros. Ella se preguntó cuánto tendría que caminar ahora, y si caminar una larga distancia sería su único problema.
En Figueroa y Washington, donde el autobús normalmente giraba a la izquierda, el hombre con barba se detuvo, la miró, y le indicó que debería elegir una dirección. Cuando ella lo dirigió hacia la izquierda y él realmente giró a la izquierda, se empezó a relajarse. Si él estaba dispuesto a ir a donde ella le indicara, quizá era seguro.
A medida que pasaban por cuadras de edificios quemados y abandonados, lotes baldíos, y autos destruidos o deshuesados, él se quitó un collar de oro y se lo entregó. El dije que colgaba era una roca negra, pulida y vidriosa. Obsidiana. Su nombre podría ser Roca o Pedro o Negro, pero decidió pensar en él como Obsidiana. Incluso su a veces inútil memoria conservaba un nombre como Obsidiana.
Ella le entregó el símbolo de su propio nombre: un prendedor con la forma de un gran tallo dorado de trigo. Lo había comprado mucho antes de que empezara la enfermedad y el silencio. Ahora ella lo usaba, pensando que era lo más cercano a Rye que probablemente llegaría. A la gente como Obsidiana, que no la conocía antes, probablemente pensaban en ella como Trigo. Eso no importaba. Nunca más volvería a escuchar su nombre.
Obsidiana le devolvió el prendedor. Él tomó su mano mientras ella la alcanzaba y frotó su pulgar sobre sus callos.
Él se detuvo en First Street y volvió a preguntar hacia dónde. Luego, después de girar a la derecha como ella le había indicado, estacionó cerca del Music Center. Allí, tomó un papel doblado del tablero y lo desdobló. Rye lo reconoció como un mapa de calles, aunque lo escrito no significaba nada para ella. Él alisó el mapa, volvió a tomarle la mano y le puso el dedo índice en un punto. La tocó, se tocó a sí mismo, señaló hacia el suelo. En efecto, "Estamos aquí". Ella sabía que él quería saber hacia dónde iban. Ella quería decírselo, pero negó con la cabeza tristemente. Ya no sabía leer ni escribir. Ese era su impedimento más grave y el más doloroso. Ella había enseñado historia en UCLA. Ella había sido escritora por su cuenta. Ahora ni siquiera podía leer sus propios manuscritos. Tenía una casa llena de libros que no podía ni leer ni se atrevía a usar para calentarse. Y tenía una memoria que no le recordaba mucho de lo que había leído antes.
Ella miró el mapa, tratando de calcular. Ella había nacido en Pasadena, había vivido durante quince años en Los Ángeles. Ahora estaba cerca del L.A. Civic Center. Ella conocía las posiciones relativas de las dos ciudades, conocía las calles, direcciones, incluso sabía mantenerse alejada de las autopistas que podrían estar bloqueadas por automóviles destrozados y puentes derrumbados. Debería saber cómo localizar a Pasadena aun cuando no podía reconocer la palabra.
Titubeando, colocó su mano sobre una mancha naranja pálido en la esquina superior derecha del mapa. Debía de ser Pasadena.
Obsidiana levantó su mano y miró debajo de ella, luego dobló el mapa y lo volvió a colocar en el tablero. Él podía leer, se dio cuenta finalmente. Probablemente podía escribir también. Abruptamente, ella lo odió, con un odio profundo y amargo. ¿Qué significaba para él ser alfabeto?, ¿un hombre adulto que jugaba a policías y ladrones? Pero él sabía leer y escribir y ella no. Ella nunca sabría. Se sentía enferma de odio, frustración y celos. Y a solo unos centímetros de su mano estaba un arma cargada.
Se mantuvo quieta, observándolo, casi viendo su sangre. Pero su rabia subió y bajó como una ola y volvió a menguar. Ella no hizo nada.
Obsidiana se acercó a su mano con titubeante familiaridad. Ella lo miró. Su cara ya había revelado demasiado. Ninguna persona que todavía viviera en lo que quedaba de la sociedad humana se equivocaría al reconocer esa expresión, esos celos.
Ella cerró sus ojos cansinamente, respiró profundo. Había experimentado añoranza por el pasado, odio al presente, creciente desesperanza, falta de propósito, pero nunca un impulso tan poderoso de matar a otra persona. Había dejado su casa al encontrarse cerca del suicidio. No había encontrado razón para seguir viva. Quizás fue por eso que había subido al auto de Obsidiana. Nunca antes había hecho algo parecido.
Él se tocó la boca e hizo movimientos de habla con sus dedos. ¿Podría ella hablar?
Ella asintió y vio como una leve envidia llegaba y se iba. Ahora los dos habían admitido aquello que no era seguro admitir, y no se había presentado violencia. Él tocó su boca y la frente y sacudió la cabeza. No podía hablar ni comprender el lenguaje hablado. La enfermedad había jugado con ellos, llevándose, ella sospechaba, lo que cada uno valoraba más.
Ella tiró de su manga, preguntándose por qué había decidido mantener vivo al DPLA por sí solo, con todo lo demás que tenía. Aparte de eso, era lo suficientemente cuerdo. ¿Por qué no estaba en casa sembrando maíz, criando conejos y niños? Pero ella no sabía cómo preguntar. Y entonces él puso su mano sobre su muslo y ella tuvo que lidiar con otra pregunta. Ella sacudió su cabeza. Enfermedad, embarazo, una agonía solitaria y sin ayuda… no.
Él masajeó su muslo gentilmente y sonrió con obvia incredulidad.
Nadie la había tocado en tres años. Ella no había querido que nadie la tocara. ¿Qué clase de mundo era este para traer a un niño incluso si el padre estuviera dispuesto a quedarse y ayudar a criarlo? Era una pena. Obsidiana no podía saber lo atractivo que él era para ella: joven, probablemente más joven que ella, limpio, pidiendo lo que quería en vez de exigirlo. Pero nada de eso importaba. ¿Que eran unos cuantos momentos de placer en comparación con una vida entera de consecuencias?
La atrajo hacia él y por un momento ella se permitió disfrutar de la cercanía. Olía bien, masculino y bueno. Ella se apartó de mala gana.
Él suspiró y alargó su mano hacia la guantera. Ella se puso rígida, sin saber qué esperar, pero él simplemente sacó una pequeña caja. Las letras no significaban nada para ella. Ella no entendió hasta que rompió el sello, abrió la caja y sacó un condón. Él la miró y al principio ella desvió la mirada sorprendida. Luego soltó una risita. No podía recordar cuándo se había reído por última vez.
Él sonrió, señaló el asiento de atrás, y ella rió con fuerza. Incluso en su juventud, le habían disgustado los asientos traseros de los autos. Pero ella miró alrededor a las calles desiertas y los edificios arruinados, se bajó y pasó al asiento de atrás. Él dejó que ella le pusiera el condón, luego pareció sorprendido por su entusiasmo.
Más tarde, se sentaron juntos, cubiertos por su abrigo, sin querer todavía volver a ser casi desconocidos separados por sus ropas. Él hizo el gesto de acunar un bebé y la miró inquisitivamente.
Ella tragó. No sabía cómo decirle que sus hijos estaban muertos. Él tomó su mano y dibujó una cruz
sobre ella con su dedo índice, luego hizo el gesto de acunar el bebé de nuevo.
Ella asintió, levantó tres dedos, y desvió la mirada, tratando abatir la llegada de los recuerdos. Se había dicho a sí misma que los niños que crecían hoy en día merecían lástima. Correrían entre los cañones de la ciudad sin memoria de lo que habían sido esos edificios o siquiera de cómo habían llegado a ser. Los niños de hoy recogían libros, al igual que leña para quemar. Corrían a través de las calles persiguiéndose y aullando como chimpancés. No tenían futuro. Ya eran todo lo que podían llegar a ser.
Él le puso su mano en su hombro y ella volteó súbitamente, buscando la pequeña caja, y urgiéndole para que le hiciera de nuevo el amor. Él podía darle olvido y placer. Hasta ahora, nada había sido capaz de hacer eso. Hasta ahora, cada día la había llevado cada vez más y más cerca al momento en el que haría lo que había evitado al dejar su casa: poner la pistola en su boca y tirar del gatillo.
Le preguntó a Obsidiana si él quería volver a casa con ella, quedarse ahí.
Él se mostró sorprendido y alegre una vez que entendió. Pero no respondió inmediatamente. Al fin, sacudió su cabeza, tal y como ella había temido que lo haría. Probablemente se divertía mucho jugando a policías y ladrones y encontrando mujeres.
Ella se vistió con silenciosa desilusión, incapaz de sentirse enfurecida hacia él. Quizás ya tenía una esposa y un hogar. Eso era probable. La enfermedad había sido más dura con los hombres que con las mujeres: había matado a más hombres, y los que quedaban estaban más severamente impedidos. Los hombres como Obsidiana eran raros. Las mujeres o bien se conformaban o se quedaban solas. Si encontraban a un Obsidiana, hacían lo necesario para quedarse con él. Rye sospechaba que él tenía a alguien más joven, más bonita brindándole compañía.
Él la tocó mientras ella se ajustaba el arma y le preguntó mediante una serie complicada de gestos si estaba cargada.
Ella asintió con tristeza.
Él acarició su brazo.
Ella le preguntó una vez más si volvería a casa con ella, esta vez usando una serie de gestos. Él pareció dudarlo. Quizás podía ser cortejado.
Él se bajó y subió de nuevo al asiento del conductor sin responder.
Ella volvió a su puesto de nuevo, observándolo. Él tiró de su uniforme y la miró. Ella creía que le estaba preguntando algo, pero no sabía qué era.
Él se quitó su placa de policía, la tocó con un dedo y luego tocó su propio pecho. Por supuesto.
Ella tomó la placa y le puso su prendedor de trigo. Si jugar a policías y ladrones era su única locura, dejémosle jugar. Ella lo aceptaría, con todo y uniforme. Se le ocurrió que algún día lo podría perder por alguien que él conocería de la misma manera que la había conocido a ella. Pero lo tendría por un tiempo.
Tomó el mapa de nuevo, le dio un golpecito y apuntó vagamente en dirección nordeste hacia Pasadena, y luego la miró.
Ella encogió sus hombros, tocó el de él, luego el de ella, y levantó sus dedos índice y corazón juntos, solo para estar segura.
Él agarró los dos dedos y asintió. Él estaba con ella.
Ella tomó el mapa y lo arrojó sobre el tablero. Apuntó hacia atrás en dirección al sudeste — hacia su casa. Ahora no tenía que ir a Pasadena. Ahora podría seguir teniendo un hermano y dos sobrinos allí, tres hombres diestros. Ahora no tenía que averiguar con certeza si estaba tan sola como temía. Ahora no estaba sola.
Obsidiana tomó Hill Street hacia el sur, luego Washington al oeste, y ella se reclinó, preguntándose qué tal sería el tener de nuevo a alguien. Con lo que ella había recogido, lo que había conservado, y lo que había sembrado, fácilmente tendrían comida para los dos. Ciertamente había espacio suficiente en una casa de cuatro habitaciones. Él podría llevar sus pertenencias. Lo mejor de todo, el animal que habitaba cruzando la calle se amedrentaría y posiblemente no la obligaría a matarlo.
Obsidiana la abrazó acercándola, y ella descansó su cabeza en el hombro de él, cuando de repente él frenó con fuerza, casi tirándola del asiento. Del rabillo del ojo, ella se percató que alguien había cruzado la calle corriendo justo delante del coche. Justo un auto en toda la calle y alguien tuvo que habérsele atravesado.
Enderezándose, Rye vio que la persona era una mujer, huyendo de una vieja casa de madera en dirección a una tienda tapiada con tablones. Corría silenciosamente, pero el hombre que la seguía vociferaba lo que parecían palabras confusas mientras la alcanzaba. Él tenía algo en su mano. No una pistola. Tal vez un cuchillo.
La mujer probó una puerta, la encontró cerrada, miró a su alrededor desesperada, finalmente agarró un pedazo de vidrio roto de la ventana de la tienda. Con esto se volvió para enfrentar a su perseguidor. Rye pensó que la mujer tendría más oportunidad de cortarse a sí misma que de herir a alguien más con ese vidrio.
Obsidiana salió saltando del coche, gritando. Era la primera vez que Rye escuchaba su voz: profunda y ronca por falta de uso. Emitía el mismo sonido una y otra vez de la manera que algunas personas sin palabras lo hacían, "¡Da, da, da!".
Rye se bajó del auto mientras Obsidiana corría hacia la pareja. Había desenfundado su arma. Temerosa, ella desenfundó la propia y le quitó el seguro. Ella miró a su alrededor para ver si alguien más se veía atraído por la escena. Vio que el hombre miraba a Obsidiana, luego se abalanzaba contra la mujer. La mujer le arañó la cara con el vidrio, pero él le agarró el brazo y logró apuñalarla dos veces antes de que Obsidiana le disparara.
El hombre se arqueó, luego se derrumbó, agarrándose el abdomen. Obsidiana gritó, y luego le hizo señas a Rye para que ayudara a la mujer.
Rye se acercó a la mujer, recordando que tenía sólo unas vendas y antiséptico en su bolsa. Pero a la mujer ninguna ayuda le serviría. Había sido apuñalada con un cuchillo largo de carnicero.
Ella tocó a Obsidiana para hacerle saber que la mujer estaba muerta. Él se había agachado para revisar al hombre quien también parecía muerto. Pero cuando Obsidiana se volteó para ver lo que Rye le decía, el hombre abrió los ojos. Su cara vuelta una mueca, agarró el arma de Obsidiana de su funda y disparó. La bala le dio a Obsidiana en la sien y se derrumbó.
Sucedió así de simple, así de rápido. Un instante después, Rye le disparó al hombre herido mientras éste la empezaba a apuntar.
Y Rye quedó sola, con tres cadáveres.
Se arrodilló junto a Obsidiana, con los ojos secos, frunciendo el ceño, tratando de entender por qué todo había cambiado de repente. Obsidiana se había ido. Él había muerto y la había abandonado, igual que todo lo demás.
Dos niños muy pequeños salieron de la casa de la cual habían emergido el hombre y la mujer, un niño y una niña de quizás tres años de edad. Tomados de la mano, cruzaron la calle en dirección a Rye. La miraron, luego pasaron junto a ella y fueron hacia la mujer muerta. La niña sacudió la mano de la mujer como si intentara despertarla.
Eso era demasiado. Rye se levantó, sintiéndose mareada por el dolor y la rabia. Si los niños comenzaban a llorar, pensó que vomitaría.
Estaban por su cuenta, esos dos niños. Tenían la edad suficiente para escarbar en busca de comida. Ella no necesitaba más dolor. Ella no necesitaba a los hijos de una extraña que llegarían a ser chimpancés lampiños.
Regresó al auto. Al menos, podría conducir a casa. Recordó cómo manejar.
La idea de que Obsidiana debería ser enterrado se le ocurrió antes de llegar el auto, y entonces sí vomitó.
Había encontrado y perdido al hombre tan rápidamente. Era como si la hubieran sacado de la comodidad y seguridad y le hubieran propinado una paliza repentina e inexplicable. Su cabeza no se aclaraba. No podía pensar.
De alguna manera, regresó a su lado. Se dio cuenta de que estaba arrodillada junto a él, sin recordar el haberse arrodillado. Acarició su cara, su barba. Uno de los niños hizo un ruido y ella los miró, y miró a la mujer que probablemente era su madre. Los niños la miraron, obviamente asustados. Quizás fue el miedo de ellos lo que finalmente la sacudió.
Había estado a punto de irse y abandonarlos. Casi lo había hecho, casi había dejado morir a dos niños pequeños. Ya había habido suficiente muerte. Tendría que llevarse a los niños a casa con ella. No sería capaz de vivir con ninguna otra decisión. Buscó a su alrededor un lugar para enterrar tres cuerpos. O dos. Se preguntó si el asesino sería el padre de los niños. Antes del silencio, la policía siempre afirmaba que las llamadas más peligrosas que recibían eran las de violencia doméstica. Obsidiana debería de haber sabido eso, no que el saberlo le hubiera obligado a permanecer en el auto. Tampoco la hubiera detenido a ella. No podría haber observado a la mujer asesinada sin hacer nada.
Arrastró a Obsidiana hacia el coche. No tenía con qué cavar, y a nadie que vigilara mientras cavaba. Mejor llevarse los cuerpos con ella y enterrarlos junto a su marido y sus hijos. Obsidiana volvería a casa con ella después de todo.
Cuando lo hubo dejado en el piso de la parte de atrás, regresó por la mujer. La niña, delgada, sucia, solemne, se puso de pie y sin saberlo le dio un regalo a Rye. Cuando Rye comenzó a arrastrar a la mujer, la niña gritó: "¡No!"
Rye dejó caer a la mujer y miró fijamente a la niña.
"¡No!", repitió la niña. Se acercó y se quedó parada junto a la mujer. "¡Vete!", le dijo a Rye.
"No hables", le dijo el niño. No había ni tartamudeo ni confusión en los sonidos. Ambos niños habían hablado y Rye les había entendido. El niño miró al asesino muerto y se alejó de él. Tomó la mano de la niña. "Quédate callada", susurró.
¡Habla con fluidez! ¿Acaso había muerto la mujer debido a que podía hablar y les había enseñado a sus hijos lo mismo? ¿Había sido asesinada por la rabia creciente de un esposo o por la rabia celosa de un extraño? Y los niños... debieron haber nacido después del silencio. ¿Es que la enfermedad ya había pasado? ¿O estos niños eran simplemente inmunes? Habían tenido el tiempo de enfermarse y quedarse callados. La mente de Rye dio saltos. ¿Y si los niños de menos de tres años que estuvieran a salvo eran capaces de aprender el lenguaje? ¿Y si lo único que necesitaban eran maestros? Maestros y protectores.
Rye miró al asesino muerto. Avergonzada, creyó poder comprender algunas de las pasiones que podían haberlo servido de impulso, quien quiera que fuera. Ira, frustración, desesperanza, celos locos... ¿Cuántos habían como él? Gente dispuesta a destruir aquello que no podían tener.
Obsidiana había sido un protector, había elegido ese papel, quién sabía porqué. Quizás ponerse un uniforme obsoleto y patrullar las calles vacías era lo que había hecho para no meterse una pistola en la boca. Y ahora que existía algo que valiera la pena proteger, se había ido.
Ella había sido maestra. Una buena profesora. Había sido una protectora también, aunque sólo de sí misma. Se había mantenido viva sin tener ninguna razón para hacerlo. Si la enfermedad había perdonado a estos niños, ella podía mantenerlos con vida.
De alguna manera, levantó a la mujer muerta y la colocó en el asiento trasero del coche. Los niños empezaron a llorar, pero ella se arrodilló en el agrietado pavimento y les susurró, temerosa de asustarlos con la rudeza de su voz no utilizada hacía mucho.
"Está bien", les dijo. "Ustedes también vendrán con nosotros. Vamos". Los levantó, uno en cada brazo. Eran tan livianos. ¿Estarían comiendo suficiente?
El niño le tapó la boca con las manos, pero ella apartó la cara.
"Está bien que yo hable", le dijo. "Mientras no haya nadie cerca, está bien". Colocó al niño en el asiento del pasajero y éste se movió sin que tuviera que decírselo, para acomodar a la niña. Cuando ambos estuvieron en el auto, Rye se apoyó en la ventana, observándolos, percatándose de que ahora estaban menos asustados, y la miraban con al menos tanta curiosidad como miedo.
"Yo soy Valerie Rye", dijo, saboreando las palabras. "Está bien que ustedes me hablen a mí."

La revista de ciencia ficción de Isaac Asimov, 1983.

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