El papagayo cayó en la olla que
humeaba. Se asomó, se mareó y cayó. Cayó por curioso, y se ahogó
en la sopa caliente. La niña, que era su amiga, lloró. La naranja
se desnudó de su cáscara y se le ofreció de consuelo.
El
fuego que ardía bajo la olla se arrepintió y se apagó. Del muro se
desprendió una piedra.
El
árbol, inclinado sobre el muro, se estremeció de pena, y todas sus
hojas se fueron al suelo.
Como
todos los días llegó el viento a peinar el árbol frondoso, y lo
encontró pelado. Cuando el viento supo lo que había ocurrido,
perdió una ráfaga.
La
ráfaga abrió la ventana, anduvo sin rumbo por el mundo y se fue al
cielo.
Cuando
el cielo se enteró de la mala noticia, se puso pálido.
Y
viendo al cielo blanco, el hombre se quedó sin palabras.
El
alfarero de Ceará quiso saber. Por fin el hombre recuperó el habla,
y contó que el papagayo se había ahogado
y
la niña había llorado
y
la naranja se había desnudado
y
el fuego se había apagado
y
el muro había perdido una piedra
y
el árbol había perdido las hojas
y
el viento había perdido una ráfaga
y
la ventana se había abierto
y
el cielo había quedado sin color
y
el hombre sin palabras.
Entonces
el alfarero reunió toda la tristeza. Y con esos materiales, sus
manos pudieron renacer al muerto.
El
papagayo que brotó de la pena tuvo plumas rojas del fuego
y
plumas azules del cielo
y
plumas verdes de las hojas del árbol
y
un pico duro de piedra y dorado de naranja
y
tuvo palabras humanas para decir
y
agua de lágrimas para beber y refrescarse
y
tuvo una ventana abierta para escaparse
y
voló en la ráfaga del viento.
Las palabras andantes, 1994.
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