El llanto de Tina me despertó al instante. Reinaba una oscuridad
absoluta, era plena noche, y oí a Ruth moverse en la cama, a mi
lado. Tina en el salón, tomó aliento y el llanto arreció.
—¡Ay, Dios!
—murmuré, medio dormido.
Ruth rezongó y
empezó a apartar las sábanas.
—Voy yo —dije
con cansancio, y ella se dejó caer de nuevo en la almohada.
Hacemos turnos
cuando Tina nos da la noche: cuando está resfriada, le duele la
tripa o, simplemente, se cae de la cama.
Saqué las piernas
de debajo de las mantas, me arrastré hasta el pie de la cama y me
senté. Hice una mueca cuando puse los pies en las heladas tablas del
suelo. En el piso la temperatura era ártica, como suele pasar en las
noches de invierno, aunque se trate de California.
Caminé a paso lento
por el frío suelo. Esquivé la cómoda, el escritorio, la estantería
del pasillo y el televisor, hasta que llegué al salón. Tina duerme
allí porque solo podemos permitirnos un piso de un dormitorio, así
que duerme en un sofá cama. En aquel momento, sus llantos aumentaban
de volumen y empezaba a llamar a su mamá.
—Tranquila, Tina,
papi está aquí —le dije.
Ella seguía
llorando, y oí que fuera, en el balcón, nuestro collie, Mack,
saltaba de su cama, en la silla plegable.
Me incliné sobre el
sofá en la oscuridad. No noté ningún bulto bajo las mantas. Di un
paso atrás y examiné el suelo, pero no vi a Tina por ningún lado.
—¡Oh, Dios mío!
—me reí entre dientes, a pesar del enfado—. La pobre está
debajo del sofá.
Me puse de rodillas
y miré debajo. Todavía me reía al imaginarme a la pequeña Tina
caerse de la cama y arrastrándose bajo el sofá.
—Tina, ¿dónde
estás? —dije, conteniendo la risa.
Su llanto sonó más
fuerte, pero no la vi debajo del sofá. Estaba demasiado oscuro.
—Oye, ¿dónde
estás, nena? —pregunté—. Ven con papá.
Como un hombre que
busca un botón de la camisa debajo del escritorio, deslicé las
manos debajo del sofá y palpé el suelo en busca de mi hija, que
seguía llorando y llamando con insistencia a su mami.
Me llevé entonces
la primera sorpresa, porque no podía alcanzarla por mucho que me
estirase.
—Venga, Tina
—dije, porque aquello ya no me divertía—, ya está bien de
jugar.
Ella lloró con más
fuerza, y yo saqué la mano de golpe al dar con la fría pared.
—¡Papi! —gritó
Tina.
—¡Oh, por…!
Me levanté con
dificultad y crucé la alfombra a trompicones, de mal humor. Encendí
la lámpara que había junto al tocadiscos y me volví para coger a
la cría, pero me paré en seco, mudo y adormilado, y observé
boquiabierto el sofá. Un hilo de sudor helado me bajaba por la
espalda.
Entonces me
arrodillé de un salto junto al sofá y busqué frenéticamente, con
la garganta cada vez más oprimida. La oía llorar debajo del sofá,
pero no la veía.
Se me contrajo el
estómago al descubrir la verdad. Tanteaba como un loco debajo de la
cama, pero no tocaba nada. La oía llorar pero, ¡por Dios!, ¡no
estaba!
—¡Ruth! —chillé—.
¡Ven aquí!
Oí que Ruth daba un
respingo en el dormitorio, y después un susurro de sábanas y
mantas, seguido del sonido de sus pies apresurados. Vi el movimiento
de su ligero camisón azul por el rabillo del ojo.
—¿Qué pasa?
—preguntó con un jadeo.
Me puse de pie,
incapaz de respirar, no digamos ya de hablar. Quise decir algo, pero
las palabras se me atascaron en la garganta. Tenía la boca abierta y
solo podía señalar el sofá con un dedo tembloroso.
—¿Dónde está?
—gritó Ruth.
—¡No lo sé!
—conseguí decir—. No…
—¡Qué!
Ruth se puso de
rodillas y miró debajo del sofá.
—¡Tina! —gritó.
—Mami.
Ruth se apartó del
sofá, pálida, mirándome aterrada. De repente, oí que Mack arañaba
frenético la puerta.
—¿Dónde está?
—volvió a preguntarme Ruth con voz apagada.
—No lo sé —dije,
aturdido—. He encendido la luz y…
—¡Pero está
llorando! —me interrumpió, como si desconfiara como yo del sentido
de la visión—. La oigo… Chris, escucha.
Escuché los
sollozos de miedo de nuestra hija.
—¡Tina! —grité
en vano—. ¿Dónde estás, angelito?
—¡Mami! —exclamó
ella, sin dejar de llorar—. ¡Mami, cógeme!
—No, no. Esto es
una locura —dijo Ruth, esforzándose por controlar la voz mientras
se ponía de pie—. Está en la cocina.
—Pero…
Me quedé allí de
pie, aturdido, mientras Ruth encendía la luz de la cocina y entraba.
Su voz angustiada me hizo estremecer.
—¡Chris! Aquí no
está. —Regresó a la carrera, completamente aterrorizada,
mordiéndose el labio—. Pero, ¿dónde…? —Dejó la pregunta en
el aire.
Porque los dos la
oíamos llorar, y el sonido salía de debajo del sofá.
Pero allí no había
nada.
Ruth no podía
aceptar aquella locura, por muy cierta que fuese. Abrió el armario
del pasillo y metió la cabeza. Miró detrás del televisor y hasta
detrás del tocadiscos, un espacio de unos cinco centímetros.
—Cariño, ayúdame
—me suplicó—, no podemos dejarla ahí.
—Cielo, está
debajo del sofá —respondí sin moverme.
—¡Pero no está
ahí!
De nuevo, en aquella
pesadilla demencial que estábamos viviendo, me puse de rodillas en
el frío suelo, palpé bajo el sofá y hasta me metí debajo. No pude
tocarla, pero la oía llorar justo en mi oído.
Me levanté.
Temblaba de frío y de algo más. Ruth me miraba, plantada en el
centro de la alfombra del salón.
—Chris —dijo con
voz débil, casi inaudible—. Chris, ¿qué está pasando?
—No lo sé,
cariño. —Sacudí la cabeza—. No sé qué pasa.
Fuera, Mack seguía
arañando los cristales y empezó a gemir. Con la cara crispada por
el miedo, temblorosa bajo el camisón de seda, Ruth miró la puerta
del balcón y después el sofá. Yo me quedé paralizado, incapaz de
hacer nada. Se me ocurrían mil cosas distintas que no llevaban a
ninguna parte, ni siquiera a un pensamiento concreto.
—¿Qué vamos a
hacer? —me preguntó Ruth. Su voz rozaba el grito que estaba a
punto de llegar.
—Preciosa, yo…
Me callé de golpe y
los dos nos acercamos al sofá, porque el llanto de Tina se oía más
débil.
—¡Oh, no! —gimió
Ruth—. ¡No, Tina!
—Mami —dijo
Tina, desde más lejos. Se me puso la piel de gallina
—¡Tina, vuelve
aquí! —Era el grito incontrolado del padre que llama a la hija
desobediente que ha desaparecido de su vista.
—¡Tina! —chilló
Ruth.
Entonces, el piso se
quedó en silencio.
Ruth y yo nos
arrodillamos, escudriñamos el espacio vacío que había debajo del
sofá y escuchamos.
Era nuestra hija,
que roncaba pacíficamente.
—Bill, ¿puedes
venir ahora mismo? —le pregunté, frenético.
—¿Qué?
—respondió Bill con voz pastosa, adormilado.
—Bill, soy Chris.
¡Tina ha desaparecido!
—¿La han raptado?
—Bill se había despejado de golpe.
—No —respondí—.
Está aquí, pero… no está. —Bill murmuró un sonido confuso y
yo respiré hondo—. Bill, por amor de Dios, ¡ven ahora mismo!
—Ahora voy —dijo
él tras una pausa. Por el tono supe que no tenía ni idea de por qué
debía venir.
Colgué el auricular
y me acerqué a Ruth, que temblaba sentada en el sofá, con las manos
entrelazadas en el regazo.
—Cariño, ve a
ponerte la bata —le dije—. Vas a coger frío.
—Chris, no… —Las
lágrimas le caían por las mejillas—. Chris, ¿dónde está?
—Cielo…
Fue lo único que
pude decir. Me sentía débil e impotente. Fui al dormitorio, cogí
su bata, y en el camino de vuelta encendí al máximo el radiador de
pared.
—Toma —le dije,
echándole la bata sobre los hombros—. Póntela.
Ruth metió los
brazos en las mangas. Me suplicaba con la mirada que hiciese algo. Me
pedía que le devolviese a su bebé, aunque supiera muy bien que no
podía.
Por hacer algo, aun
sabiendo que era inútil, me arrodillé de nuevo y así me quedé un
buen rato, sin quitar la mirada del suelo de debajo del sofá,
completamente perdido.
—Chris, está
durmiendo en el suelo —titubeó Ruth con los labios pálidos—. Va
a resfriarse.
—No…
No pude decir más.
¿Qué iba a decirle? ¿Que no? ¿Que no estaba en el suelo? ¿Cómo
iba a saberlo? Oía a Tina respirar y roncar suavemente, pero no
podía tocarla. Había desaparecido, pero seguía allí. Me estrujaba
el cerebro para comprenderlo. Cualquiera que intentara asimilar algo
parecido no tardaría en volverse loco.
—Cielo, no está…
No está aquí —dije—. Es decir, no está en el suelo.
—Pero…
—Ya, ya lo sé…
—Levanté las manos y me encogí de hombros vencido—. No creo que
tenga frío, cariño —añadí con el tono más persuasivo que pude.
Ella también iba a
decir algo, pero renunció. No había nada que decir. Aquella
situación quedaba fuera del alcance de las palabras.
Nos sentamos a
esperar a Bill en el silencioso salón. Lo había llamado porque es
ingeniero. Estudió en el Instituto Tecnológico de California y
ocupa un cargo importante en Lockheed, en el valle. No sé por qué
pensé que él podría sernos de ayuda, pero el caso es que lo llamé.
Habría llamado a cualquiera con tal de contar con otra cabeza que
nos ayudara a pensar. Los padres se convierten en seres inútiles
cuando temen por sus hijos.
Antes de que llegara
Bill, hubo un momento en que Ruth se arrodilló junto al sofá y se
puso a dar palmadas fuertes en el suelo.
—¡Tina,
despierta! —gritó con renovado terror—. ¡Despierta!
—Cielo, ¿de qué
va a servir? —le pregunté.
Me miró con cara de
perplejidad y comprendió que no serviría absolutamente de nada.
Oí a Bill en los
escalones de la entrada y llegué a la puerta antes que él. Entró
en silencio, miró a todas partes y le dedicó una breve sonrisa a
Ruth. Le cogí el abrigo. Debajo llevaba el pijama.
—¿Qué pasa,
chaval?
Se lo conté de la
forma más breve y clara que pude. Después se puso de rodillas y lo
comprobó por sí mismo. Palpó bajo el sofá y vi que fruncía el
ceño al oír la respiración tranquila y pacífica de Tina. Se
levantó.
—¿Qué? —le
pregunté.
—¡Dios mío!
—murmuró, meneando la cabeza.
Los dos lo miramos.
Mack seguía gimiendo y arañando la puerta del balcón.
—¿Dónde está?
—volvió a preguntar Ruth—. Bill, estoy a punto de perder la
cabeza.
—Tranquila —dijo
él. Me acerqué a ella, la rodeé con un brazo y noté que
temblaba—. Oyes que respira, ¿verdad? Es una respiración normal.
Tiene que estar bien.
—Pero ¿dónde
está? —pregunté—. No podemos verla, ni siquiera podemos
tocarla.
—No lo sé
—respondió Bill, y volvió a arrodillarse junto a la cama.
—Chris, será
mejor que dejes entrar a Mack —sugirió Ruth, cambiando de
preocupación momentáneamente—. Va a despertar a todos los
vecinos.
—Vale, voy —dije,
sin quitarle los ojos de encima a Bill—. ¿Deberíais llamar a la
policía? ¿Crees…?
—No, no. No
serviría de nada —respondió Bill—. Esto no es… —empezó a
decir, pero sacudió la cabeza como si estuviera librándose de todo
lo que había aceptado hasta el momento—. No es un trabajo para la
policía.
—Chris, va a
despertar a…
Fui hacia la puerta
para dejar entrar a Mack.
—Espera un momento
—me pidió Bill, y me volví de nuevo con el corazón a toda
velocidad.
Bill tenía medio
cuerpo debajo del sofá y escuchaba con atención.
—Bill, ¿qué…?
—¡Chisss!
Los dos nos
callamos. Tras unos momentos, Bill se incorporó con rostro
indescifrable.
—No la oigo —dijo.
—¡Oh, no!
—exclamó Ruth, y se tiró al suelo, delante del sofá—. ¡Tina!
¡Dios mío! ¿Dónde está?
Bill se había
puesto de pie e iba y venía deprisa por la habitación.
Después de
observarlo un instante, miré a Ruth, que seguía en el suelo, muerta
de miedo.
—Escuchad —dijo
Bill—. ¿Oís algo?
—¿Que si oímos…
algo? —preguntó Ruth.
—Moveos, moveos
—nos pidió Bill—. A ver si oís algo.
Como robots, Ruth y
yo nos levantamos y caminamos por el salón sin tener ni idea de qué
hacíamos. Todo estaba en silencio, salvo por los incesantes gemidos
y arañazos de Mack. Apreté los dientes y murmuré un brusco
«¡Cállate!» al pasar por la puerta del balcón. Se me cruzó por
la cabeza la idea de que Mack, que adoraba a Tina, podía saber dónde
estaba.
Bill se acercó al
rincón donde estaba el armario, se puso de puntillas y aguzó el
oído. Al darse cuenta de que lo mirábamos, nos hizo un gesto para
que nos acercáramos. Fuimos corriendo a ponernos a su lado.
—Escuchad
—susurró.
Primero no oímos
nada, pero después Ruth dio un respingo. Aquella respiración que
oíamos no era de ninguno de los tres.
Desde el rincón
donde el techo se juntaba con las paredes llegaba el ruido que hacía
Tina al dormir. Ruth clavó los ojos en aquel punto, pálida,
totalmente confusa.
—Bill, ¿qué…?
—empecé a preguntar, pero me rendí.
Bill meneó despacio
la cabeza. De repente, levantó la mano y volvimos a paralizarnos,
con el sobresalto en el cuerpo.
El sonido había
desaparecido.
—Tina… —Ruth
se echó a llorar de impotencia y se alejó—. Tenemos que
encontrarla —añadió, desesperada—. ¡Por favor!
Corrimos por la
habitación sin orden ni concierto para intentar oír a Tina. La cara
arrasada de lágrimas de Ruth era la viva imagen del terror. Aquella
vez fui yo quien la encontró, debajo del televisor.
Los tres nos
arrodillamos para escuchar. La oímos murmurar un poco para sí y
después moverse en sueños.
—Mi muñeca…
—musitaba.
—¡Tina!
Me mantuve abrazado
al tembloroso cuerpo de Ruth e intenté calmar su llanto, sin éxito.
Yo tampoco podía evitar que se me contrajera la garganta ni que el
corazón me palpitara desbocado. Tenía los brazos húmedos de sudor
y me temblaban en la espalda de Ruth.
—¡Por Dios! ¿Qué
está pasando? —dijo Ruth. No nos lo preguntaba a nosotros, sin
embargo.
Bill me ayudó a
llevarla hasta una silla que había junto al tocadiscos. Él se quedó
de pie, inquieto, mordiéndose con furia un nudillo, como le he visto
hacer tantas veces cuando está embebido en un problema. Levantó la
vista. Iba a decir algo, pero cambió de idea y fue hacia la puerta.
—Voy a dejar
entrar al chucho —dijo—. Está armando un escándalo de narices.
—¿No tienes ni
idea de qué puede haberle pasado? —le pregunté.
—¿Bill…? —le
suplicó Ruth.
—Creo que está en
otra dimensión —dijo él, y abrió la puerta. Todo sucedió tan
deprisa que no pudimos hacer nada por evitarlo. Mack entró de un
salto, aulló y corrió como una flecha al sofá.
—¡Lo sabe! —gritó
Bill, y fue tras el perro.
Entonces ocurrió lo
más increíble. Mack, hecho un torbellino de orejas, patas y rabo,
se escurrió debajo del sofá y desapareció. Así de simple. Borrado
de la faz de la Tierra. Los tres nos quedamos con la boca abierta.
—Sí, sí —oí
decir a Bill.
—Sí, ¿qué? —En
aquel momento era yo quien no sabía dónde estaba.
—La cría está en
otra dimensión.
—Pero ¿qué estás
diciendo? —le pregunté, no sabía si preocupado o enfadado. No es
algo que se escuche todos los días.
—Sentaos —repuso
él.
—¿Que nos
sentemos? ¿Es que no podemos hacer nada?
Bill miró de
inmediato a Ruth. Ella parecía saber lo que estaba a punto de decir.
—No lo sé —nos
confesó.
Me derrumbé en el
sofá.
—Bill… —musité.
Su nombre, nada más.
—Chaval —respondió
Bill con un gesto de impotencia—, esto me ha pillado tan
desprevenido como a ti. Ni siquiera sé si tengo razón o no, pero no
se me ocurre otra cosa. No sé cómo, pero creo que ha pasado a otra
dimensión, probablemente la cuarta. Mack lo ha percibido y la ha
seguido. ¿Cómo han pasado hasta allí? No tengo ni idea. Me he
metido debajo del sofá, y tú también. ¿Has visto algo? —Lo miré
y supo la obvia respuesta.
—¿Otra…
dimensión? —repitió Ruth con la voz de una mujer a la que acaban
de decirle que ha perdido a su hija para siempre.
Bill empezó a dar
vueltas por la habitación, golpeándose la palma de la mano con el
puño.
—¡Maldita sea!
—murmuró—. ¿Cómo es posible que pasen estas cosas?
Mientras nosotros
dos seguíamos sentados, con un oído puesto en él y otro en los
sonidos de nuestra hija, empezó a explicarse. En realidad no hablaba
con nosotros, sino consigo mismo, para intentar enfocar el problema
desde la perspectiva correcta.
—Un espacio
unidimensional: una línea —dijo a toda prisa—. Un espacio
bidimensional: un número infinito de líneas, un número infinito de
espacios unidimensionales. Un espacio tridimensional: un número
infinito de planos, un número infinito de espacios bidimensionales.
El factor básico…, el factor básico…
Se dio un puñetazo
en la mano y miró al techo. Empezó de nuevo, esta vez más
despacio.
—Cada punto de una
dimensión es una sección de una línea en la dimensión superior.
Todos los puntos de la línea son secciones de las perpendiculares
que convierten la línea en plano. Todos los puntos del plano son
secciones de las líneas perpendiculares que convierten el plano en
sólido. Eso quiere decir que en la tercera dimensión…
—¡Bill, por amor
de Dios! —estalló Ruth—. ¿No podemos hacer nada? Mi bebé está…
ahí.
—Es que no…
—dijo Bill, que perdió el hilo y sacudió la cabeza.
Entonces me levanté,
me eché al suelo y me metí debajo del sofá. ¡Tenía que
encontrarla! Palpé, busqué, escuché hasta que me zumbaron los
oídos. Nada. Y de repente, me pegué con la cabeza en el sofá del
susto que me había dado el ladrido de Mack, justo en la oreja.
Bill se acercó
corriendo y se metió a mi lado, con la respiración agitada.
—¡Santo cielo!
—murmuró, casi con furia—. De todos los lugares del mundo…
—Si la… Si la
entrada está aquí —murmuré—, ¿por qué hemos oído su voz y
su respiración por todo el cuarto?
—Bueno, si se ha
alejado de la influencia de la tercera dimensión y está enteramente
en la cuarta, a nosotros nos parecerá que su movimiento se extiende
por todo el espacio. En realidad, tiene que estar en un punto de la
cuarta dimensión, pero para nosotros…
Se interrumpió.
Mack gemía, pero lo más importante era que Tina empezaba a hacer
ruido de nuevo a la altura de nuestras cabezas.
—¡La ha traído!
—exclamó Bill, emocionado—. ¡Caramba! ¡Qué perro! —Empezó
a retorcerse, a buscar, a palpar el aire—. ¡Tenemos que
encontrarlo! Tenemos que meter la mano y cogerlos. ¡Quién sabe
cuánto permanecerá abierto el pliegue dimensional!
—¡Qué! —oí
exclamar a Ruth, que después empezó a gritar—: Tina, ¿dónde
estás? Soy mami.
Estaba a punto de
decir que no serviría de nada cuando Tina contesto.
—¡Mami, mami!
¿Dónde estás, mami?
Después oímos a
Mack gruñir y a Tina llorar, enfadada.
—Tina se pone a
correr buscando a Ruth —dijo Bill—, pero Mack no le deja. No sé
cómo, pero creo que sabe dónde está el punto de unión.
—¿Dónde están,
por amor de Dios? —exclamé, histérico.
Y entonces me metí
en el maldito pliegue. Moriré sin saber explicar cómo era aquello,
pero ahí va.
Estaba oscuro, si…
para mí, pero parecía haber millones de luces, y en cuanto miraba
una, desaparecía y dejaba de existir. Solo las veía con el rabillo
del ojo.
—Tina —la
llamé—, ¿dónde estás? ¡Contéstame, por favor!
Y oí el eco de mi
voz repetida un millón de veces, el eco interminable de mis
palabras, que no cesaba nunca, sino que se alejaba como si estuviera
vivo y se desplazara. Y el movimiento de mi mano producía un silbido
que creaba un eco tras otro y se retiraba flotando en la noche como
un enjambre de insectos.
—¡Tina!
El eco me hizo daño
en los oídos.
—Chris, ¿la oyes?
—oí decir a alguien. ¿Se trataba de una voz o de un pensamiento?
Entonces algo húmedo
me tocó la mano y di un respingo.
Mack.
Moví los brazos a
la desesperada, buscándolos, y los movimientos creaban ecos
sibilantes que vibraban en la oscuridad, hasta que me pareció estar
rodeado de una multitud de pájaros que batían las alas como locos
alrededor de mi cabeza. La opresión me sacudía y me azotaba el
cerebro.
Entonces sentí a
Tina. Digo que la sentí, aunque creo que si no hubiese sido mi hija
y no hubiese sabido que tenía que ser ella, habría creído que
tocaba otra cosa. No era una forma en sentido tridimensional…
Dejémoslo ahí, no quiero seguir por ese camino.
—Tina —susurré—.
Tina, mi niña.
—Papi, me da miedo
la oscuridad —me dijo ella con un hilo de voz, y Mack gimió.
Entonces a mí
también me dio miedo la oscuridad por culpa de un pensamiento que me
asaltó.
¿Cómo íbamos a
salir de allí?
Luego capté otro
pensamiento.
Chris, ¿los tienes?
—¡Los tengo!
—grité.
Y Bill me cogió de
las piernas (que, según supe después, sobresalían en la tercera
dimensión) y tiró de mí para devolverme a la realidad con mi hija
y el perro en brazos y el recuerdo de algo que preferiría olvidar.
Salimos hechos una
madeja de debajo del sofá y me di un golpe en la cabeza que casi me
deja sin sentido. Después recibí los abrazos de Ruth y los
lametazos del perro, y Bill me ayudó a levantarme. Mack nos saltó
encima a todos entre ladridos y babas.
Cuando me hube
recompuesto, vi que Bill había colocado dos mesitas delante del sofá
de modo que tapaban el espacio que lo separaba del suelo.
—Por si acaso
—explicó, y yo asentí.
Ruth llegó del
dormitorio.
—¿Dónde está
Tina? —le pregunté instintivamente, con los incómodos restos de
lo vivido todavía frescos en la memoria.
—En nuestra cama
—respondió ella—. No creo que pase nada por una noche.
—No —dije,
sacudiendo la cabeza, y le pregunté a Bill—: Oye, ¿qué demonios
ha pasado?
—Bueno —me
respondió con una mueca irónica—. Ya te lo he dicho. La tercera
dimensión es de un orden inferior a la cuarta. En concreto, cada
punto de nuestro espacio es una sección de una perpendicular de cada
punto de la cuarta dimensión. No serían paralelas. Para nosotros,
claro. Pero si da la casualidad de que en una zona concreta hay
varias paralelas tanto en una dimensión como en la otra… podría
formarse un pasillo de conexión.
—¿Quieres decir…?
—Esa es la parte
más increíble —dijo—: que de todos los lugares del mundo tenga
que haber sido debajo de ese sofá… Que ahí haya un área de
puntos que son secciones de líneas paralelas, paralelas en ambas
dimensiones. Y que forman un pasillo que da al siguiente espacio.
—O un agujero
—dije.
—¡No veas de lo
que han servido mis teorías! —repuso Bill, enfadado—. Ha hecho
falta un perro para sacarla.
—Puedes quedártelo
—dije con un suave gruñido.
—¿Para qué?
—respondió.
—Y los ruidos,
¿qué?
—¿Y a mí qué me
cuentas? —dijo él.
Y eso es todo.
Bueno, como es natural, Bill se lo contó a sus amigos del
Tecnológico de California, y una horda de físicos investigadores
invadió el piso durante un mes, pero no encontraron nada. Dijeron
que había desaparecido. Algunos dijeron cosas peores.
De todos modos, en
cuanto regresamos de casa de mi madre tras el mes de asedio
científico, trasladamos el sofá al otro lado de la sala y en su
lugar pusimos el televisor.
Así que es posible
que alguna noche levantemos la mirada y oigamos la risita de Arthur
Godfrey desde otra dimensión. Quizá sea ese su lugar natural.
Amazing Stories. 1953.
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