sábado, 12 de diciembre de 2020

La niñita perdida. Richard Matheson.

El llanto de Tina me despertó al instante. Reinaba una oscuridad absoluta, era plena noche, y oí a Ruth moverse en la cama, a mi lado. Tina en el salón, tomó aliento y el llanto arreció.
—¡Ay, Dios! —murmuré, medio dormido.
Ruth rezongó y empezó a apartar las sábanas.
—Voy yo —dije con cansancio, y ella se dejó caer de nuevo en la almohada.
Hacemos turnos cuando Tina nos da la noche: cuando está resfriada, le duele la tripa o, simplemente, se cae de la cama.
Saqué las piernas de debajo de las mantas, me arrastré hasta el pie de la cama y me senté. Hice una mueca cuando puse los pies en las heladas tablas del suelo. En el piso la temperatura era ártica, como suele pasar en las noches de invierno, aunque se trate de California.
Caminé a paso lento por el frío suelo. Esquivé la cómoda, el escritorio, la estantería del pasillo y el televisor, hasta que llegué al salón. Tina duerme allí porque solo podemos permitirnos un piso de un dormitorio, así que duerme en un sofá cama. En aquel momento, sus llantos aumentaban de volumen y empezaba a llamar a su mamá.
—Tranquila, Tina, papi está aquí —le dije.
Ella seguía llorando, y oí que fuera, en el balcón, nuestro collie, Mack, saltaba de su cama, en la silla plegable.
Me incliné sobre el sofá en la oscuridad. No noté ningún bulto bajo las mantas. Di un paso atrás y examiné el suelo, pero no vi a Tina por ningún lado.
—¡Oh, Dios mío! —me reí entre dientes, a pesar del enfado—. La pobre está debajo del sofá.
Me puse de rodillas y miré debajo. Todavía me reía al imaginarme a la pequeña Tina caerse de la cama y arrastrándose bajo el sofá.
—Tina, ¿dónde estás? —dije, conteniendo la risa.
Su llanto sonó más fuerte, pero no la vi debajo del sofá. Estaba demasiado oscuro.
—Oye, ¿dónde estás, nena? —pregunté—. Ven con papá.
Como un hombre que busca un botón de la camisa debajo del escritorio, deslicé las manos debajo del sofá y palpé el suelo en busca de mi hija, que seguía llorando y llamando con insistencia a su mami.
Me llevé entonces la primera sorpresa, porque no podía alcanzarla por mucho que me estirase.
—Venga, Tina —dije, porque aquello ya no me divertía—, ya está bien de jugar.
Ella lloró con más fuerza, y yo saqué la mano de golpe al dar con la fría pared.
—¡Papi! —gritó Tina.
—¡Oh, por…!
Me levanté con dificultad y crucé la alfombra a trompicones, de mal humor. Encendí la lámpara que había junto al tocadiscos y me volví para coger a la cría, pero me paré en seco, mudo y adormilado, y observé boquiabierto el sofá. Un hilo de sudor helado me bajaba por la espalda.
Entonces me arrodillé de un salto junto al sofá y busqué frenéticamente, con la garganta cada vez más oprimida. La oía llorar debajo del sofá, pero no la veía.
Se me contrajo el estómago al descubrir la verdad. Tanteaba como un loco debajo de la cama, pero no tocaba nada. La oía llorar pero, ¡por Dios!, ¡no estaba!
—¡Ruth! —chillé—. ¡Ven aquí!
Oí que Ruth daba un respingo en el dormitorio, y después un susurro de sábanas y mantas, seguido del sonido de sus pies apresurados. Vi el movimiento de su ligero camisón azul por el rabillo del ojo.
—¿Qué pasa? —preguntó con un jadeo.
Me puse de pie, incapaz de respirar, no digamos ya de hablar. Quise decir algo, pero las palabras se me atascaron en la garganta. Tenía la boca abierta y solo podía señalar el sofá con un dedo tembloroso.
—¿Dónde está? —gritó Ruth.
—¡No lo sé! —conseguí decir—. No…
—¡Qué!
Ruth se puso de rodillas y miró debajo del sofá.
—¡Tina! —gritó.
—Mami.
Ruth se apartó del sofá, pálida, mirándome aterrada. De repente, oí que Mack arañaba frenético la puerta.
—¿Dónde está? —volvió a preguntarme Ruth con voz apagada.
—No lo sé —dije, aturdido—. He encendido la luz y…
—¡Pero está llorando! —me interrumpió, como si desconfiara como yo del sentido de la visión—. La oigo… Chris, escucha.
Escuché los sollozos de miedo de nuestra hija.
—¡Tina! —grité en vano—. ¿Dónde estás, angelito?
—¡Mami! —exclamó ella, sin dejar de llorar—. ¡Mami, cógeme!
—No, no. Esto es una locura —dijo Ruth, esforzándose por controlar la voz mientras se ponía de pie—. Está en la cocina.
—Pero…
Me quedé allí de pie, aturdido, mientras Ruth encendía la luz de la cocina y entraba. Su voz angustiada me hizo estremecer.
—¡Chris! Aquí no está. —Regresó a la carrera, completamente aterrorizada, mordiéndose el labio—. Pero, ¿dónde…? —Dejó la pregunta en el aire.
Porque los dos la oíamos llorar, y el sonido salía de debajo del sofá.
Pero allí no había nada.
Ruth no podía aceptar aquella locura, por muy cierta que fuese. Abrió el armario del pasillo y metió la cabeza. Miró detrás del televisor y hasta detrás del tocadiscos, un espacio de unos cinco centímetros.
—Cariño, ayúdame —me suplicó—, no podemos dejarla ahí.
—Cielo, está debajo del sofá —respondí sin moverme.
—¡Pero no está ahí!
De nuevo, en aquella pesadilla demencial que estábamos viviendo, me puse de rodillas en el frío suelo, palpé bajo el sofá y hasta me metí debajo. No pude tocarla, pero la oía llorar justo en mi oído.
Me levanté. Temblaba de frío y de algo más. Ruth me miraba, plantada en el centro de la alfombra del salón.
—Chris —dijo con voz débil, casi inaudible—. Chris, ¿qué está pasando?
—No lo sé, cariño. —Sacudí la cabeza—. No sé qué pasa.
Fuera, Mack seguía arañando los cristales y empezó a gemir. Con la cara crispada por el miedo, temblorosa bajo el camisón de seda, Ruth miró la puerta del balcón y después el sofá. Yo me quedé paralizado, incapaz de hacer nada. Se me ocurrían mil cosas distintas que no llevaban a ninguna parte, ni siquiera a un pensamiento concreto.
—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó Ruth. Su voz rozaba el grito que estaba a punto de llegar.
—Preciosa, yo…
Me callé de golpe y los dos nos acercamos al sofá, porque el llanto de Tina se oía más débil.
—¡Oh, no! —gimió Ruth—. ¡No, Tina!
—Mami —dijo Tina, desde más lejos. Se me puso la piel de gallina
—¡Tina, vuelve aquí! —Era el grito incontrolado del padre que llama a la hija desobediente que ha desaparecido de su vista.
—¡Tina! —chilló Ruth.
Entonces, el piso se quedó en silencio.
Ruth y yo nos arrodillamos, escudriñamos el espacio vacío que había debajo del sofá y escuchamos.
Era nuestra hija, que roncaba pacíficamente.


—Bill, ¿puedes venir ahora mismo? —le pregunté, frenético.
—¿Qué? —respondió Bill con voz pastosa, adormilado.
—Bill, soy Chris. ¡Tina ha desaparecido!
—¿La han raptado? —Bill se había despejado de golpe.
—No —respondí—. Está aquí, pero… no está. —Bill murmuró un sonido confuso y yo respiré hondo—. Bill, por amor de Dios, ¡ven ahora mismo!
—Ahora voy —dijo él tras una pausa. Por el tono supe que no tenía ni idea de por qué debía venir.
Colgué el auricular y me acerqué a Ruth, que temblaba sentada en el sofá, con las manos entrelazadas en el regazo.
—Cariño, ve a ponerte la bata —le dije—. Vas a coger frío.
—Chris, no… —Las lágrimas le caían por las mejillas—. Chris, ¿dónde está?
—Cielo…
Fue lo único que pude decir. Me sentía débil e impotente. Fui al dormitorio, cogí su bata, y en el camino de vuelta encendí al máximo el radiador de pared.
—Toma —le dije, echándole la bata sobre los hombros—. Póntela.
Ruth metió los brazos en las mangas. Me suplicaba con la mirada que hiciese algo. Me pedía que le devolviese a su bebé, aunque supiera muy bien que no podía.
Por hacer algo, aun sabiendo que era inútil, me arrodillé de nuevo y así me quedé un buen rato, sin quitar la mirada del suelo de debajo del sofá, completamente perdido.
—Chris, está durmiendo en el suelo —titubeó Ruth con los labios pálidos—. Va a resfriarse.
—No…
No pude decir más. ¿Qué iba a decirle? ¿Que no? ¿Que no estaba en el suelo? ¿Cómo iba a saberlo? Oía a Tina respirar y roncar suavemente, pero no podía tocarla. Había desaparecido, pero seguía allí. Me estrujaba el cerebro para comprenderlo. Cualquiera que intentara asimilar algo parecido no tardaría en volverse loco.
—Cielo, no está… No está aquí —dije—. Es decir, no está en el suelo.
—Pero…
—Ya, ya lo sé… —Levanté las manos y me encogí de hombros vencido—. No creo que tenga frío, cariño —añadí con el tono más persuasivo que pude.
Ella también iba a decir algo, pero renunció. No había nada que decir. Aquella situación quedaba fuera del alcance de las palabras.
Nos sentamos a esperar a Bill en el silencioso salón. Lo había llamado porque es ingeniero. Estudió en el Instituto Tecnológico de California y ocupa un cargo importante en Lockheed, en el valle. No sé por qué pensé que él podría sernos de ayuda, pero el caso es que lo llamé. Habría llamado a cualquiera con tal de contar con otra cabeza que nos ayudara a pensar. Los padres se convierten en seres inútiles cuando temen por sus hijos.
Antes de que llegara Bill, hubo un momento en que Ruth se arrodilló junto al sofá y se puso a dar palmadas fuertes en el suelo.
—¡Tina, despierta! —gritó con renovado terror—. ¡Despierta!
—Cielo, ¿de qué va a servir? —le pregunté.
Me miró con cara de perplejidad y comprendió que no serviría absolutamente de nada.
Oí a Bill en los escalones de la entrada y llegué a la puerta antes que él. Entró en silencio, miró a todas partes y le dedicó una breve sonrisa a Ruth. Le cogí el abrigo. Debajo llevaba el pijama.
—¿Qué pasa, chaval?
Se lo conté de la forma más breve y clara que pude. Después se puso de rodillas y lo comprobó por sí mismo. Palpó bajo el sofá y vi que fruncía el ceño al oír la respiración tranquila y pacífica de Tina. Se levantó.
—¿Qué? —le pregunté.
—¡Dios mío! —murmuró, meneando la cabeza.
Los dos lo miramos. Mack seguía gimiendo y arañando la puerta del balcón.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar Ruth—. Bill, estoy a punto de perder la cabeza.
—Tranquila —dijo él. Me acerqué a ella, la rodeé con un brazo y noté que temblaba—. Oyes que respira, ¿verdad? Es una respiración normal. Tiene que estar bien.
—Pero ¿dónde está? —pregunté—. No podemos verla, ni siquiera podemos tocarla.
—No lo sé —respondió Bill, y volvió a arrodillarse junto a la cama.
—Chris, será mejor que dejes entrar a Mack —sugirió Ruth, cambiando de preocupación momentáneamente—. Va a despertar a todos los vecinos.
—Vale, voy —dije, sin quitarle los ojos de encima a Bill—. ¿Deberíais llamar a la policía? ¿Crees…?
—No, no. No serviría de nada —respondió Bill—. Esto no es… —empezó a decir, pero sacudió la cabeza como si estuviera librándose de todo lo que había aceptado hasta el momento—. No es un trabajo para la policía.
—Chris, va a despertar a…
Fui hacia la puerta para dejar entrar a Mack.
—Espera un momento —me pidió Bill, y me volví de nuevo con el corazón a toda velocidad.
Bill tenía medio cuerpo debajo del sofá y escuchaba con atención.
—Bill, ¿qué…?
—¡Chisss!
Los dos nos callamos. Tras unos momentos, Bill se incorporó con rostro indescifrable.
—No la oigo —dijo.
—¡Oh, no! —exclamó Ruth, y se tiró al suelo, delante del sofá—. ¡Tina! ¡Dios mío! ¿Dónde está?
Bill se había puesto de pie e iba y venía deprisa por la habitación.
Después de observarlo un instante, miré a Ruth, que seguía en el suelo, muerta de miedo.
—Escuchad —dijo Bill—. ¿Oís algo?
—¿Que si oímos… algo? —preguntó Ruth.
—Moveos, moveos —nos pidió Bill—. A ver si oís algo.
Como robots, Ruth y yo nos levantamos y caminamos por el salón sin tener ni idea de qué hacíamos. Todo estaba en silencio, salvo por los incesantes gemidos y arañazos de Mack. Apreté los dientes y murmuré un brusco «¡Cállate!» al pasar por la puerta del balcón. Se me cruzó por la cabeza la idea de que Mack, que adoraba a Tina, podía saber dónde estaba.
Bill se acercó al rincón donde estaba el armario, se puso de puntillas y aguzó el oído. Al darse cuenta de que lo mirábamos, nos hizo un gesto para que nos acercáramos. Fuimos corriendo a ponernos a su lado.
—Escuchad —susurró.
Primero no oímos nada, pero después Ruth dio un respingo. Aquella respiración que oíamos no era de ninguno de los tres.
Desde el rincón donde el techo se juntaba con las paredes llegaba el ruido que hacía Tina al dormir. Ruth clavó los ojos en aquel punto, pálida, totalmente confusa.
—Bill, ¿qué…? —empecé a preguntar, pero me rendí.
Bill meneó despacio la cabeza. De repente, levantó la mano y volvimos a paralizarnos, con el sobresalto en el cuerpo.
El sonido había desaparecido.
—Tina… —Ruth se echó a llorar de impotencia y se alejó—. Tenemos que encontrarla —añadió, desesperada—. ¡Por favor!
Corrimos por la habitación sin orden ni concierto para intentar oír a Tina. La cara arrasada de lágrimas de Ruth era la viva imagen del terror. Aquella vez fui yo quien la encontró, debajo del televisor.
Los tres nos arrodillamos para escuchar. La oímos murmurar un poco para sí y después moverse en sueños.
—Mi muñeca… —musitaba.
—¡Tina!
Me mantuve abrazado al tembloroso cuerpo de Ruth e intenté calmar su llanto, sin éxito. Yo tampoco podía evitar que se me contrajera la garganta ni que el corazón me palpitara desbocado. Tenía los brazos húmedos de sudor y me temblaban en la espalda de Ruth.
—¡Por Dios! ¿Qué está pasando? —dijo Ruth. No nos lo preguntaba a nosotros, sin embargo.
Bill me ayudó a llevarla hasta una silla que había junto al tocadiscos. Él se quedó de pie, inquieto, mordiéndose con furia un nudillo, como le he visto hacer tantas veces cuando está embebido en un problema. Levantó la vista. Iba a decir algo, pero cambió de idea y fue hacia la puerta.
—Voy a dejar entrar al chucho —dijo—. Está armando un escándalo de narices.
—¿No tienes ni idea de qué puede haberle pasado? —le pregunté.
—¿Bill…? —le suplicó Ruth.
—Creo que está en otra dimensión —dijo él, y abrió la puerta. Todo sucedió tan deprisa que no pudimos hacer nada por evitarlo. Mack entró de un salto, aulló y corrió como una flecha al sofá.
—¡Lo sabe! —gritó Bill, y fue tras el perro.
Entonces ocurrió lo más increíble. Mack, hecho un torbellino de orejas, patas y rabo, se escurrió debajo del sofá y desapareció. Así de simple. Borrado de la faz de la Tierra. Los tres nos quedamos con la boca abierta.
—Sí, sí —oí decir a Bill.
—Sí, ¿qué? —En aquel momento era yo quien no sabía dónde estaba.
—La cría está en otra dimensión.
—Pero ¿qué estás diciendo? —le pregunté, no sabía si preocupado o enfadado. No es algo que se escuche todos los días.
—Sentaos —repuso él.
—¿Que nos sentemos? ¿Es que no podemos hacer nada?
Bill miró de inmediato a Ruth. Ella parecía saber lo que estaba a punto de decir.
—No lo sé —nos confesó.
Me derrumbé en el sofá.
—Bill… —musité. Su nombre, nada más.
—Chaval —respondió Bill con un gesto de impotencia—, esto me ha pillado tan desprevenido como a ti. Ni siquiera sé si tengo razón o no, pero no se me ocurre otra cosa. No sé cómo, pero creo que ha pasado a otra dimensión, probablemente la cuarta. Mack lo ha percibido y la ha seguido. ¿Cómo han pasado hasta allí? No tengo ni idea. Me he metido debajo del sofá, y tú también. ¿Has visto algo? —Lo miré y supo la obvia respuesta.
—¿Otra… dimensión? —repitió Ruth con la voz de una mujer a la que acaban de decirle que ha perdido a su hija para siempre.
Bill empezó a dar vueltas por la habitación, golpeándose la palma de la mano con el puño.
—¡Maldita sea! —murmuró—. ¿Cómo es posible que pasen estas cosas?
Mientras nosotros dos seguíamos sentados, con un oído puesto en él y otro en los sonidos de nuestra hija, empezó a explicarse. En realidad no hablaba con nosotros, sino consigo mismo, para intentar enfocar el problema desde la perspectiva correcta.
—Un espacio unidimensional: una línea —dijo a toda prisa—. Un espacio bidimensional: un número infinito de líneas, un número infinito de espacios unidimensionales. Un espacio tridimensional: un número infinito de planos, un número infinito de espacios bidimensionales. El factor básico…, el factor básico…
Se dio un puñetazo en la mano y miró al techo. Empezó de nuevo, esta vez más despacio.
—Cada punto de una dimensión es una sección de una línea en la dimensión superior. Todos los puntos de la línea son secciones de las perpendiculares que convierten la línea en plano. Todos los puntos del plano son secciones de las líneas perpendiculares que convierten el plano en sólido. Eso quiere decir que en la tercera dimensión…
—¡Bill, por amor de Dios! —estalló Ruth—. ¿No podemos hacer nada? Mi bebé está… ahí.
—Es que no… —dijo Bill, que perdió el hilo y sacudió la cabeza.
Entonces me levanté, me eché al suelo y me metí debajo del sofá. ¡Tenía que encontrarla! Palpé, busqué, escuché hasta que me zumbaron los oídos. Nada. Y de repente, me pegué con la cabeza en el sofá del susto que me había dado el ladrido de Mack, justo en la oreja.
Bill se acercó corriendo y se metió a mi lado, con la respiración agitada.
—¡Santo cielo! —murmuró, casi con furia—. De todos los lugares del mundo…
—Si la… Si la entrada está aquí —murmuré—, ¿por qué hemos oído su voz y su respiración por todo el cuarto?
—Bueno, si se ha alejado de la influencia de la tercera dimensión y está enteramente en la cuarta, a nosotros nos parecerá que su movimiento se extiende por todo el espacio. En realidad, tiene que estar en un punto de la cuarta dimensión, pero para nosotros…
Se interrumpió. Mack gemía, pero lo más importante era que Tina empezaba a hacer ruido de nuevo a la altura de nuestras cabezas.
—¡La ha traído! —exclamó Bill, emocionado—. ¡Caramba! ¡Qué perro! —Empezó a retorcerse, a buscar, a palpar el aire—. ¡Tenemos que encontrarlo! Tenemos que meter la mano y cogerlos. ¡Quién sabe cuánto permanecerá abierto el pliegue dimensional!
—¡Qué! —oí exclamar a Ruth, que después empezó a gritar—: Tina, ¿dónde estás? Soy mami.
Estaba a punto de decir que no serviría de nada cuando Tina contesto.
—¡Mami, mami! ¿Dónde estás, mami?
Después oímos a Mack gruñir y a Tina llorar, enfadada.
—Tina se pone a correr buscando a Ruth —dijo Bill—, pero Mack no le deja. No sé cómo, pero creo que sabe dónde está el punto de unión.
—¿Dónde están, por amor de Dios? —exclamé, histérico.


Y entonces me metí en el maldito pliegue. Moriré sin saber explicar cómo era aquello, pero ahí va.
Estaba oscuro, si… para mí, pero parecía haber millones de luces, y en cuanto miraba una, desaparecía y dejaba de existir. Solo las veía con el rabillo del ojo.
—Tina —la llamé—, ¿dónde estás? ¡Contéstame, por favor!
Y oí el eco de mi voz repetida un millón de veces, el eco interminable de mis palabras, que no cesaba nunca, sino que se alejaba como si estuviera vivo y se desplazara. Y el movimiento de mi mano producía un silbido que creaba un eco tras otro y se retiraba flotando en la noche como un enjambre de insectos.
—¡Tina!
El eco me hizo daño en los oídos.
—Chris, ¿la oyes? —oí decir a alguien. ¿Se trataba de una voz o de un pensamiento?
Entonces algo húmedo me tocó la mano y di un respingo.
Mack.
Moví los brazos a la desesperada, buscándolos, y los movimientos creaban ecos sibilantes que vibraban en la oscuridad, hasta que me pareció estar rodeado de una multitud de pájaros que batían las alas como locos alrededor de mi cabeza. La opresión me sacudía y me azotaba el cerebro.
Entonces sentí a Tina. Digo que la sentí, aunque creo que si no hubiese sido mi hija y no hubiese sabido que tenía que ser ella, habría creído que tocaba otra cosa. No era una forma en sentido tridimensional… Dejémoslo ahí, no quiero seguir por ese camino.
—Tina —susurré—. Tina, mi niña.
—Papi, me da miedo la oscuridad —me dijo ella con un hilo de voz, y Mack gimió.
Entonces a mí también me dio miedo la oscuridad por culpa de un pensamiento que me asaltó.
¿Cómo íbamos a salir de allí?
Luego capté otro pensamiento.
Chris, ¿los tienes?
—¡Los tengo! —grité.
Y Bill me cogió de las piernas (que, según supe después, sobresalían en la tercera dimensión) y tiró de mí para devolverme a la realidad con mi hija y el perro en brazos y el recuerdo de algo que preferiría olvidar.


Salimos hechos una madeja de debajo del sofá y me di un golpe en la cabeza que casi me deja sin sentido. Después recibí los abrazos de Ruth y los lametazos del perro, y Bill me ayudó a levantarme. Mack nos saltó encima a todos entre ladridos y babas.
Cuando me hube recompuesto, vi que Bill había colocado dos mesitas delante del sofá de modo que tapaban el espacio que lo separaba del suelo.
—Por si acaso —explicó, y yo asentí.
Ruth llegó del dormitorio.
—¿Dónde está Tina? —le pregunté instintivamente, con los incómodos restos de lo vivido todavía frescos en la memoria.
—En nuestra cama —respondió ella—. No creo que pase nada por una noche.
—No —dije, sacudiendo la cabeza, y le pregunté a Bill—: Oye, ¿qué demonios ha pasado?
—Bueno —me respondió con una mueca irónica—. Ya te lo he dicho. La tercera dimensión es de un orden inferior a la cuarta. En concreto, cada punto de nuestro espacio es una sección de una perpendicular de cada punto de la cuarta dimensión. No serían paralelas. Para nosotros, claro. Pero si da la casualidad de que en una zona concreta hay varias paralelas tanto en una dimensión como en la otra… podría formarse un pasillo de conexión.
—¿Quieres decir…?
—Esa es la parte más increíble —dijo—: que de todos los lugares del mundo tenga que haber sido debajo de ese sofá… Que ahí haya un área de puntos que son secciones de líneas paralelas, paralelas en ambas dimensiones. Y que forman un pasillo que da al siguiente espacio.
—O un agujero —dije.
—¡No veas de lo que han servido mis teorías! —repuso Bill, enfadado—. Ha hecho falta un perro para sacarla.
—Puedes quedártelo —dije con un suave gruñido.
—¿Para qué? —respondió.
—Y los ruidos, ¿qué?
—¿Y a mí qué me cuentas? —dijo él.


Y eso es todo. Bueno, como es natural, Bill se lo contó a sus amigos del Tecnológico de California, y una horda de físicos investigadores invadió el piso durante un mes, pero no encontraron nada. Dijeron que había desaparecido. Algunos dijeron cosas peores.
De todos modos, en cuanto regresamos de casa de mi madre tras el mes de asedio científico, trasladamos el sofá al otro lado de la sala y en su lugar pusimos el televisor.
Así que es posible que alguna noche levantemos la mirada y oigamos la risita de Arthur Godfrey desde otra dimensión. Quizá sea ese su lugar natural.

Amazing Stories. 1953.

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