martes, 1 de diciembre de 2020

Las coles del cementerio. Pío Baroja.

A la salida del pueblo, y colocada a la izquierda de la carretera, se veía la casa, una casa antigua, de un piso, en cuyas paredes, ennegrecidas por la humedad, se destacaban majestuosamente varias letras negras, que formaban este rótulo: «Despacho de binos de Blasido».
El artista que lo escribió, no contento con la elegante postura en que colocó a cada letra, había querido excederse, y sobre el dintel de la ancha puerta pintó un gallo de largas y levantadas plumas, apoyado en sus dos patas sobre un corazón herido y atravesado por una traidora flecha; misterio jeroglífico, cuya significación no hemos podido averiguar.
El zaguán espacioso de la casa estaba estrechado por barricas puestas a los lados, que dejaban en medio un estrecho pasadizo; venía después la tienda, que, además de taberna, era chocolatería, estanco, papelería y algunas cosas más. En la parte de atrás de la casa había varias mesas bajo un emparrado y allí se reunían los adoradores de Baco los domingos por la tarde, a beber, a jugar a los bolos, y los que rendían culto a Venus, a mitigar sus ardores con la refrescante zarza.
Justa, la tabernera, hubiera hecho su negocio a no tener un marido perezoso, derrochador y gandul, que además de tratarse íntimamente con todos los espíritus más o menos puros que ella despachaba en el mostrador, tenía una virtud prolífica de caballo padre.
—¡Arrayua Blasido! —le decían sus amigos—. ¡Qué! ¡Otra vez tu mujer así! No sé cómo demonios te las arreglas…
—Año, ¿qué queréis? —replicaba él—. ¡Las mujeres! Son como las cerdas. Y la mía… Con olerlo, ¿eh? Con que deje los calzoncillos en el hierro de la cama, ya está empreñada. Hay buena tierra, buena semilla, buen tempero…
—¡Borracho! ¡Cerdo! —gritaba la mujer cuando le oía—. Más te valiera trabajar.
—¡Trabajar! Año, trabajar. ¡Qué ocurrencias tienen estas mujeres!
Un día de enero, Blasido, que iba borracho, se cayó al río, y aunque los amigos le sacaron a tiempo para que no se ahogara, cuando llegó a casa tuvo que acostarse temblando con los escalofríos. Tenía una pulmonía doble. Mientras estuvo enfermo, cantó todos los zortzikos que sabía, hasta que una mañana que estaba el tamborilero en la taberna, gritó:
—Chomín, ¿quieres traer el pito y el tamboril?
—Bueno.
Chomín trajo el pito y el tamboril porque estimaba a Blasido.
—¿Qué toco?
—El Aurresku —dijo Blasido. Pero a la mitad del redoble, Blasido se volvió y añadió—: El final, Chomín, el final, que esto se va.
Y Blasido volvió la cabeza hacia la pared y se murió.
Al día siguiente, Pachi, el sepulturero, cavó para su amigo una magnífica y cómoda fosa de tres pies de profundidad. Justa, la tabernera, que estaba embarazada, siguió bregando con sus siete chiquillos y su taberna, dirigida por los consejos de los amigos del marido.
De estos, el más adicto era Pachi-zarra, o Pachi-infiemo, como le llamaban otros. Pachi era un hombre que hubiera parecido alto, a no ser tan grueso; era cuadrado visto por detrás, redondo por delante y monstruosamente tripudo de perfil; su cara, cuidadosamente afeitada, tenía un tono entre rojo y violáceo; sus ojos, pequeños y alegres, estaban circundados por rebordes carnosos; su nariz no era griega, hay que confesarlo, pero si no hubiera sido tan grande, tan ancha y tan colorada, hubiera parecido hermosa; su boca no tenía dientes, pero hasta sus enemigos no podían menos de declarar que sus labios se entreabrían con sonrisas suntuosas y que su boina, ancha como un plato, siempre encasquetada en la cabeza, era de un gusto exquisito.
Las malas lenguas, los eternos Zoilos, decían que Pachi había tenido una juventud borrascosa: quién, adivinaba que sus manos, ayudadas por un modesto trabuco, desvalijaron a los caminantes allá por La Rioja, cuando se estaba construyendo la línea férrea del Norte; otros veían en él un presidiario escapado; otros, un marinero de un barco pirata, y no faltaba quien, de deducción en deducción, suponía que Pachi había pedido su plaza de sepulturero para sacar las mantecas a los niños muertos; pero todas estas suposiciones tenemos que consignar, en honor de la verdad, no eran ciertas.
Pachi, al volver a su pueblo, tras de largas expediciones por América, se encontró con que en sus tierras, en unas heredades que tenía en la falda del monte, habían hecho el cementerio. En la aldea se había dicho que Pachi había muerto. El Ayuntamiento, viendo que reclamaba lo suyo, le quiso comprar las tierras; pero Pachi no admitió las ofertas que le hicieron, y propuso ceder sus heredades a condición de que le dieran el cargo de enterrador y le dejasen hacer en un ángulo de las tapias del camposanto una casuca para vivir con su boina y su pipa.
Se aceptaron sus proposiciones, y Pachi construyó su casita y fue a vivir a ella y a cuidar del cementerio, y ciertamente no debieron sentir los muertos que Pachi se encargara de sus sepulturas, pues las adornaba con plantas olorosas y hermosas flores.
A pesar de estos cuidados que se tomaba el buen Pachi, la gente del pueblo le miraba como a un réprobo; todo porque algunos domingos se le olvidaba oír misa, y porque cuando oía elogiar al vicario del pueblo, decía, guiñando los ojos: Ezaguna laguna, que en vascuence quiere decir: ‘Te conozco, amigo’; con lo cual suponían malévolamente los del pueblo que Pachi hacía alusión a una historia falsa, aunque tenía sus visos de verdadera, en la cual historia se aseguraba que el vicario había tenido dos o tres hijos en una aldea próxima.
Era tal el terror que inspiraba Pachi, que las madres para asustar a los niños, les decían: «Si no callas, matia, va a venir Pachi-infiemo y te llevará con él.»
La aristocracia del pueblo trataba a Pachi con desprecio, y el boticario, que se las echaba de ingenioso, creía burlarse de él.
Pachi y el médico joven simpatizaban; cuando este último iba a practicar alguna autopsia, el enterrador era su ayudante, y si algún curioso se acercaba a la mesa de disección y hacía demostraciones de horror o de repugnancia, Pachi guiñaba los ojos mirando al médico como diciéndole: «Estos se asustan porque no están en el secreto… ¡Je…, je!».
Pachi se preocupaba poco de lo que decían de él le bastaba con ser el oráculo de la taberna de Justa; su auditorio lo formaban el peón caminero, el único liberal del pueblo; el juez suplente, que cuando no suplía a nadie fabricaba alpargatas, don Ramón, el antiguo maestro de escuela, que se llevaba la cena y una botella de vino a la taberna, el tamborilero, el empleado de la alhóndiga y algunos más. La palabra de Pachi les atraía.
Cuando, después de haber hablado de los fuegos fatuos, decía: «A nadie le puede asustar eso; es cosa léctrica», todos los oyentes se miraban unos a otros para ver si sus compañeros habían vislumbrado la profundidad de aquella frase.
Pachi tenía frases, no todos los grandes hombres las tienen, y pronunciaba aforismos dignos de Hipócrates. Su filosofía hallábase encerrada en estas palabras: «Los hombres son como las hierbas: nacen porque sí; hay hierbas de flor encarnada y otras de flor amarilla, como hay hombres buenos y hombres malos; pero el que ha de ser borracho lo es.»
Mojaba los labios en el agua y, como asustado de su fortaleza, se bebía un gran trago de aguardiente; porque el sepulturero mandaba poner en una copita pequeña el agua y en un vaso grande el aguardiente. Pura broma.
En la réplica, Pachi era una fuerza. Un día un minero, joven y rico, que se las echaba de Tenorio, contaba sus conquistas.
—En el caserío de Olozábal —decía— tengo un hijo; en el de Zubiaurre, otro; en el Gaztelu, otro…
—Más te valía a ti también —le replicó Pachi filosóficamente— que los hijos de tu mujer fueran tuyos…
Cuando Pachi contaba sus aventuras de América, mientras calentaba con el humo de la pipa su nariz enrojecida, se acompañaban sus palabras con un coro de exclamaciones y carcajadas.
Las aventuras de Pachi en América eran interesantísimas. Había sido jugador, comerciante, ganadero, soldado y una porción de cosas más. De soldado había tenido que achicharrar vivos a unos cuantos indios. Pero donde Pachi estaba verdaderamente sugestivo era al contar sus aventuras amorosas con negras, zambas, mulatas y amarillas. Podía decir sin exageración, que su amor había recorrido toda la escala cromática de las mujeres.
Como la tabernera tenía el genio tan vivo, a los dos días de dar a luz al octavo hijo se levantó de la cama y trajinó como si tal cosa. Pero a la noche tuvo que volver a la cama con unas calenturas, que resultaron ser fiebres puerperales, que la llevaron al cementerio. La tabernera estaba muy atrasada en las cuentas, se vendió la taberna, y los ocho chiquillos quedaron en la calle.
—Hay que hacel algo por esoz niñoz —dijo el alcalde, que para que no se le notara la pronunciación vascongada, hablaba casi en andaluz.
—Por esos niños hay que hacer algo —murmuró el vicario, con voz suavísima, elevando los ojos al cielo.
—Nada, nada. Hay que hacer algo por esos niños —dijo resueltamente el farmacéutico.
—La infancia… La caridad —añadió el secretario del Ayuntamiento.
Y pasaron los días y pasaron las semanas; la chica mayor había ido a servir a casa del cartero, en donde estaba satisfecha, y el niño de pecho lo tenía criando de mala gana la mujer del herrador.
Los otros seis —Chomín, Shanti, Martinacho, Joshe, Maru y Gaspar— corrían descalzos por la carretera, pidiendo limosna.
Un día por la mañana, el enterrador vino al pueblo con un carrito, subió en él a los seis chiquitines, tomó al niño de pecho en sus brazos, para quien compró, al pasar por la botica, un biberón, y se los llevó a todos a su casita del cementerio.
—¡Farzante! —dijo el alcalde.
—¡Imbécil! —murmuró el farmacéutico.
El vicario elevó púdicamente los ojos, apartándolos de tanta miseria.
—Los abandonará —pronosticó el secretario.
Pachi no los ha abandonado y va sacándolos adelante, y como tiene muchas bocas que llenar, ha dejado su aguardiente, pero está llenando de hortalizas el camposanto de un modo lamentable. Y como ahora hay mercado en el pueblo, Pachi encarga a un amigo suyo, que tiene el caserío cerca del camposanto la venta de sus coles y de sus alcachofas en la plaza.
Las coles del amigo de Pachi, que son las del cementerio, tienen fama de sabrosas y de muy buen gusto en el mercado del pueblo. Lo que no saben los que las compran es que están alimentándose tranquilamente con la sustancia de sus abuelos.


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