A la salida del pueblo, y colocada a la izquierda de la carretera, se
veía la casa, una casa antigua, de un piso, en cuyas paredes,
ennegrecidas por la humedad, se destacaban majestuosamente varias
letras negras, que formaban este rótulo: «Despacho de binos de
Blasido».
El artista que lo
escribió, no contento con la elegante postura en que colocó a cada
letra, había querido excederse, y sobre el dintel de la ancha puerta
pintó un gallo de largas y levantadas plumas, apoyado en sus dos
patas sobre un corazón herido y atravesado por una traidora flecha;
misterio jeroglífico, cuya significación no hemos podido averiguar.
El zaguán espacioso
de la casa estaba estrechado por barricas puestas a los lados, que
dejaban en medio un estrecho pasadizo; venía después la tienda,
que, además de taberna, era chocolatería, estanco, papelería y
algunas cosas más. En la parte de atrás de la casa había varias
mesas bajo un emparrado y allí se reunían los adoradores de Baco
los domingos por la tarde, a beber, a jugar a los bolos, y los que
rendían culto a Venus, a mitigar sus ardores con la refrescante
zarza.
Justa, la tabernera,
hubiera hecho su negocio a no tener un marido perezoso, derrochador y
gandul, que además de tratarse íntimamente con todos los espíritus
más o menos puros que ella despachaba en el mostrador, tenía una
virtud prolífica de caballo padre.
—¡Arrayua
Blasido! —le decían sus amigos—. ¡Qué! ¡Otra vez tu mujer
así! No sé cómo demonios te las arreglas…
—Año, ¿qué
queréis? —replicaba él—. ¡Las mujeres! Son como las cerdas. Y
la mía… Con olerlo, ¿eh? Con que deje los calzoncillos en el
hierro de la cama, ya está empreñada. Hay buena tierra, buena
semilla, buen tempero…
—¡Borracho!
¡Cerdo! —gritaba la mujer cuando le oía—. Más te valiera
trabajar.
—¡Trabajar! Año,
trabajar. ¡Qué ocurrencias tienen estas mujeres!
Un día de enero,
Blasido, que iba borracho, se cayó al río, y aunque los amigos le
sacaron a tiempo para que no se ahogara, cuando llegó a casa tuvo
que acostarse temblando con los escalofríos. Tenía una pulmonía
doble. Mientras estuvo enfermo, cantó todos los zortzikos que sabía,
hasta que una mañana que estaba el tamborilero en la taberna, gritó:
—Chomín, ¿quieres
traer el pito y el tamboril?
—Bueno.
Chomín trajo el
pito y el tamboril porque estimaba a Blasido.
—¿Qué toco?
—El Aurresku —dijo
Blasido. Pero a la mitad del redoble, Blasido se volvió y añadió—:
El final, Chomín, el final, que esto se va.
Y Blasido volvió la
cabeza hacia la pared y se murió.
Al día siguiente,
Pachi, el sepulturero, cavó para su amigo una magnífica y cómoda
fosa de tres pies de profundidad. Justa, la tabernera, que estaba
embarazada, siguió bregando con sus siete chiquillos y su taberna,
dirigida por los consejos de los amigos del marido.
De estos, el más
adicto era Pachi-zarra, o Pachi-infiemo, como le llamaban otros.
Pachi era un hombre que hubiera parecido alto, a no ser tan grueso;
era cuadrado visto por detrás, redondo por delante y monstruosamente
tripudo de perfil; su cara, cuidadosamente afeitada, tenía un tono
entre rojo y violáceo; sus ojos, pequeños y alegres, estaban
circundados por rebordes carnosos; su nariz no era griega, hay que
confesarlo, pero si no hubiera sido tan grande, tan ancha y tan
colorada, hubiera parecido hermosa; su boca no tenía dientes, pero
hasta sus enemigos no podían menos de declarar que sus labios se
entreabrían con sonrisas suntuosas y que su boina, ancha como un
plato, siempre encasquetada en la cabeza, era de un gusto exquisito.
Las malas lenguas,
los eternos Zoilos, decían que Pachi había tenido una juventud
borrascosa: quién, adivinaba que sus manos, ayudadas por un modesto
trabuco, desvalijaron a los caminantes allá por La Rioja, cuando se
estaba construyendo la línea férrea del Norte; otros veían en él
un presidiario escapado; otros, un marinero de un barco pirata, y no
faltaba quien, de deducción en deducción, suponía que Pachi había
pedido su plaza de sepulturero para sacar las mantecas a los niños
muertos; pero todas estas suposiciones tenemos que consignar, en
honor de la verdad, no eran ciertas.
Pachi, al volver a
su pueblo, tras de largas expediciones por América, se encontró con
que en sus tierras, en unas heredades que tenía en la falda del
monte, habían hecho el cementerio. En la aldea se había dicho que
Pachi había muerto. El Ayuntamiento, viendo que reclamaba lo suyo,
le quiso comprar las tierras; pero Pachi no admitió las ofertas que
le hicieron, y propuso ceder sus heredades a condición de que le
dieran el cargo de enterrador y le dejasen hacer en un ángulo de las
tapias del camposanto una casuca para vivir con su boina y su pipa.
Se aceptaron sus
proposiciones, y Pachi construyó su casita y fue a vivir a ella y a
cuidar del cementerio, y ciertamente no debieron sentir los muertos
que Pachi se encargara de sus sepulturas, pues las adornaba con
plantas olorosas y hermosas flores.
A pesar de estos
cuidados que se tomaba el buen Pachi, la gente del pueblo le miraba
como a un réprobo; todo porque algunos domingos se le olvidaba oír
misa, y porque cuando oía elogiar al vicario del pueblo, decía,
guiñando los ojos: Ezaguna laguna, que en vascuence quiere decir:
‘Te conozco, amigo’; con lo cual suponían malévolamente los del
pueblo que Pachi hacía alusión a una historia falsa, aunque tenía
sus visos de verdadera, en la cual historia se aseguraba que el
vicario había tenido dos o tres hijos en una aldea próxima.
Era tal el terror
que inspiraba Pachi, que las madres para asustar a los niños, les
decían: «Si no callas, matia, va a venir Pachi-infiemo y te llevará
con él.»
La aristocracia del
pueblo trataba a Pachi con desprecio, y el boticario, que se las
echaba de ingenioso, creía burlarse de él.
Pachi y el médico
joven simpatizaban; cuando este último iba a practicar alguna
autopsia, el enterrador era su ayudante, y si algún curioso se
acercaba a la mesa de disección y hacía demostraciones de horror o
de repugnancia, Pachi guiñaba los ojos mirando al médico como
diciéndole: «Estos se asustan porque no están en el secreto…
¡Je…, je!».
Pachi se preocupaba
poco de lo que decían de él le bastaba con ser el oráculo de la
taberna de Justa; su auditorio lo formaban el peón caminero, el
único liberal del pueblo; el juez suplente, que cuando no suplía a
nadie fabricaba alpargatas, don Ramón, el antiguo maestro de
escuela, que se llevaba la cena y una botella de vino a la taberna,
el tamborilero, el empleado de la alhóndiga y algunos más. La
palabra de Pachi les atraía.
Cuando, después de
haber hablado de los fuegos fatuos, decía: «A nadie le puede
asustar eso; es cosa léctrica», todos los oyentes se miraban unos a
otros para ver si sus compañeros habían vislumbrado la profundidad
de aquella frase.
Pachi tenía frases,
no todos los grandes hombres las tienen, y pronunciaba aforismos
dignos de Hipócrates. Su filosofía hallábase encerrada en estas
palabras: «Los hombres son como las hierbas: nacen porque sí; hay
hierbas de flor encarnada y otras de flor amarilla, como hay hombres
buenos y hombres malos; pero el que ha de ser borracho lo es.»
Mojaba los labios en
el agua y, como asustado de su fortaleza, se bebía un gran trago de
aguardiente; porque el sepulturero mandaba poner en una copita
pequeña el agua y en un vaso grande el aguardiente. Pura broma.
En la réplica,
Pachi era una fuerza. Un día un minero, joven y rico, que se las
echaba de Tenorio, contaba sus conquistas.
—En el caserío de
Olozábal —decía— tengo un hijo; en el de Zubiaurre, otro; en el
Gaztelu, otro…
—Más te valía a
ti también —le replicó Pachi filosóficamente— que los hijos de
tu mujer fueran tuyos…
Cuando Pachi contaba
sus aventuras de América, mientras calentaba con el humo de la pipa
su nariz enrojecida, se acompañaban sus palabras con un coro de
exclamaciones y carcajadas.
Las aventuras de
Pachi en América eran interesantísimas. Había sido jugador,
comerciante, ganadero, soldado y una porción de cosas más. De
soldado había tenido que achicharrar vivos a unos cuantos indios.
Pero donde Pachi estaba verdaderamente sugestivo era al contar sus
aventuras amorosas con negras, zambas, mulatas y amarillas. Podía
decir sin exageración, que su amor había recorrido toda la escala
cromática de las mujeres.
Como la tabernera
tenía el genio tan vivo, a los dos días de dar a luz al octavo hijo
se levantó de la cama y trajinó como si tal cosa. Pero a la noche
tuvo que volver a la cama con unas calenturas, que resultaron ser
fiebres puerperales, que la llevaron al cementerio. La tabernera
estaba muy atrasada en las cuentas, se vendió la taberna, y los ocho
chiquillos quedaron en la calle.
—Hay que hacel
algo por esoz niñoz —dijo el alcalde, que para que no se le notara
la pronunciación vascongada, hablaba casi en andaluz.
—Por esos niños
hay que hacer algo —murmuró el vicario, con voz suavísima,
elevando los ojos al cielo.
—Nada, nada. Hay
que hacer algo por esos niños —dijo resueltamente el farmacéutico.
—La infancia… La
caridad —añadió el secretario del Ayuntamiento.
Y pasaron los días
y pasaron las semanas; la chica mayor había ido a servir a casa del
cartero, en donde estaba satisfecha, y el niño de pecho lo tenía
criando de mala gana la mujer del herrador.
Los otros seis
—Chomín, Shanti, Martinacho, Joshe, Maru y Gaspar— corrían
descalzos por la carretera, pidiendo limosna.
Un día por la
mañana, el enterrador vino al pueblo con un carrito, subió en él a
los seis chiquitines, tomó al niño de pecho en sus brazos, para
quien compró, al pasar por la botica, un biberón, y se los llevó a
todos a su casita del cementerio.
—¡Farzante! —dijo
el alcalde.
—¡Imbécil!
—murmuró el farmacéutico.
El vicario elevó
púdicamente los ojos, apartándolos de tanta miseria.
—Los abandonará
—pronosticó el secretario.
Pachi no los ha
abandonado y va sacándolos adelante, y como tiene muchas bocas que
llenar, ha dejado su aguardiente, pero está llenando de hortalizas
el camposanto de un modo lamentable. Y como ahora hay mercado en el
pueblo, Pachi encarga a un amigo suyo, que tiene el caserío cerca
del camposanto la venta de sus coles y de sus alcachofas en la plaza.
Las coles del amigo
de Pachi, que son las del cementerio, tienen fama de sabrosas y de
muy buen gusto en el mercado del pueblo. Lo que no saben los que las
compran es que están alimentándose tranquilamente con la sustancia
de sus abuelos.
Es una de mis istorias favoritas. 🙂
ResponderEliminarMe ha gustado mucho. Juan Carlos Spiegelberg de Ortueta.
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