La tempestad nos había lanzado muy lejos de las costas que solíamos
recorrer. Durante largas jornadas sombrías el navío embistió, con
el morro por delante, a través de masas de agua verde coronada de
espuma. El cielo negro parecía querer acercarse al océano por
encima de nuestras cabezas, el horizonte vacío estaba cercado por
una marca lívida y vagábamos como sombras por el puente. De cada
verga colgaban fanales y las gotas de lluvia resbalaban perpetuamente
a lo largo de sus vidrios en tal cantidad que la luz era incierta. A
popa, los ojos de buey de la cabina del timonel relucían con un rojo
húmedo y transparente. Las cofas eran semicírculos de oscuridad y,
en la negrura de arriba, emergían las velas lívidas a cada salto
del viento. A veces, cuando se balanceaban las linternas, reflejaban
resplandores de cobre en los charcos formados sobre las lonas
enceradas que protegían los cañones.
Nos deslizábamos a
favor del viento después de nuestra última presa. Los garfios de
abordaje aún colgaban por la carena y el agua del cielo, al correr,
había lavado y amontonado todos los restos del combate. Todavía
yacían en confuso montón cadáveres vestidos de lienzo con botones
de metal, hachas, silbato, trozos de cadena y de cordaje junto a las
palanquetas; pálidas manos apretaban todavía las culatas de las
pistolas y los puños de las espadas; caras ametralladas y a medias
cubiertas por los chubasqueros se bamboleaban en las maniobras y nos
deslizábamos por entre los muertos empapados.
El siniestro huracán
nos había quitado las ganas de poner orden. Esperábamos que se
hiciera de día para recoger a nuestros compañeros y coserlos en sus
petates. El barco apresado iba cargado de ron. Atamos varias barricas
al pie del palo de mesana y del trinquete, y muchos de los nuestros,
agarrados a su alrededor, alargaban los cubiletes o las bocas a los
oscuros chorros que brotaban a cada cabeceo del barco entre líquidos
ronquidos.
Si no nos engañaba
la brújula, el navío corría hacia el sur, pero la oscuridad y el
desierto horizonte no nos daban ningún punto de referencia para
consultar la carta marina. Unas veces creíamos ver oscuras
elevaciones por el oeste, otras veces pálidas playas; pero no
sabíamos si las alturas eran montañas o acantilados, o si la
palidez de las playas podía ser el mar lívido estrellándose contra
los escollos.
En cierto momento
recibimos fuegos de un rojo brumoso a través de la fina lluvia y el
capitán gritó al timonel que los evitara. Sabíamos que estábamos
señalados y perseguidos, y los fuegos eran, quizá, brulotes. O si
bordeábamos costas inhóspitas sin verlas, debíamos temer las
señales traidoras de los raqueros.
Atravesamos la
corriente de agua cálida que recorre el océano, y durante algún
tiempo las salpicaduras fueron tibias. Después volvimos a entrar en
lo desconocido.
Fue entonces cuando
el capitán nos hizo formar, ignorando lo que nos reservaba el
porvenir. En mitad de la noche, nuestra tropa se reunió en la
toldilla mientras varios hombres sostenían linternas; el capitán de
equipo nos dividió en grupos y se oyeron susurros tenebrosos. Cada
uno recibió la parte que le correspondía del botín de nuestra
expedición, tanto en vestidos como en provisiones, oro, plata y
joyas encontradas en las manos, cuellos y bolsillos de hombres y
mujeres de los barcos saqueados.
Luego nos hicieron
romper filas y nos separamos en silencio. Normalmente, el reparto no
se hacía así, sino cerca de nuestro refugio en el islote, al final
de la expedición, con el navío abarrotado de riquezas y entre
juramentos y querellas sangrientas. Por primera vez no hubo ni una
cuchillada ni un pistoletazo.
Después del reparto
el cielo se aclaró poco a poco y la oscuridad comenzó a abrirse.
Primero rodaron las nubes y se desgarró la bruma; después, el cerco
lívido del horizonte se tiñó de un amarillo más resplandeciente y
el océano reflejó las cosas con colores menos sombríos. Una mancha
luminosa señaló el lugar del sol y algunos rayos se expandieron a
lo lejos en abanico. El oleaje se volvió anaranjado, violeta y
púrpura, y los hombres gritaron de alegría porque veían algas
flotantes.
Cayó la tarde con
un pesado abrazo y nos despertó la blanca y pálida luz de la mañana
en los mares australes. Los ojos desacostumbrados a la cálida
blancura nos hacían daño, y cuando el vigía anunció:
“Tierra ante
nosotros”, nos precipitamos a las bordas sin ver nada. Una hora más
tarde, cuando el cielo estaba densamente azul, percibimos una línea
oscura orla de espuma al fondo del océano.
Pusimos proa hacia
allí. Pájaros blancos y rojos rozaron el aparejo. Las olas
arrastraban maderas multicolores. Después apareció un punto móvil.
Parecía rosa en el mar opaco, bajo el sol incandescente, y cuando se
acercó vimos que era una canoa o una piragua. La embarcación no
tenía vela y parecía desprovista de remos.
No obstante, venía
derecha hacia nosotros, pero aunque llamábamos no había nada
visible en ella. A medida que avanzábamos, sólo oíamos un son
apacible y dulce que llegaba a favor de la brisa, tan bien modulado
que no se podía confundir con el lamento del mar o con la vibración
de las cuerdas tirantes de nuestras velas. El son, de una tristeza
tranquila, atrajo a nuestros compañeros a los dos flancos del barco
y miramos a la piragua con curiosidad,.
Cuando el castillo
de proa mordía el fondo de una gruesa ola se aclaró el misterio de
la embarcación. Era de madera coloreada; los remos parecían haberse
ido a la deriva y había un viejo tumbado en el fondo, con un pie
desnudo apoyado en la barra del timón. La barba y los cabellos
blancos le enmarcaban toda la cara. No llevaba ninguna ropa salvo una
túnica a rayas cuyos faldones estaban doblados sobre él, y soplaba
en una flauta que sostenía con ambas manos.
Amarramos la piragua
sin que él se dignara molestarse; tenía los ojos vacuos y quizá
era ciego. Debía ser muy viejo, porque los tendones de sus miembros
se le transparentaban bajo la piel. Lo izamos hasta el puente y lo
tendimos al pie del palo mayor encima de una lona alquitranada.
Entonces, sin dejar
de sostener la flauta en la boca con una mano, alargó un brazo y
palpó a su alrededor buscando a tientas.
Puso la mano sobre
el revoltijo de armas, mazas y cadáveres que se entibiaban al sol,
paseó los dedos por el filo de las hachas y acarició la martirizada
carne de los rostros. Después retiró la mano y sopló en la flauta
con ojos pálidos y vacíos, y la cara vuelta hacia el cielo.
La flauta era blanca
y negra y, en cuanto sonó para nosotros, pareció un pájaro de
ébano pulido moteado de marfil; las manos revoloteaban a su
alrededor como alas.
El primer son fue
tenue y frágil, tembloroso como la voz que el viejo hubiera podido
tener, y el pasado penetró en nuestros corazones, el recuerdo de las
ancianas que fueron nuestras abuelas y del tiempo de inocencia en que
éramos niños. Todo el presente se esfumó a nuestro alrededor,
movíamos la cabeza sonriendo, nuestros dedos querían manejar
juguetes y nuestros labios estaban medio cerrados como para besos
infantiles.
Después, el son de
la flauta aumentó y fue como un grito de tumultuosa pasión. Ante
nuestros ojos pasaron objetos amarillos y rojos, el color de la
carne, el color del oro y el color de la sangre. Nuestros ojos se
entusiasmaron para responder al unísono y en nuestras cabezas se
arremolinó la locura de los días que nos habían arrastrado al
crimen. El son de la flauta creció hasta ser la voz sonora de la
tempestades, la llamada del viento cuando choca con las olas, el
estrépito de los cascos reventados, el aullido de los hombres
degollados, el terror de las caras ennegrecidas de hollín cuando van
al abordaje con el sable entre los dientes, la queja de las
palanquetas y la explosión de aire que producen los cascos de los
buques cuando se hunden. Escuchábamos en silencio, inmersos en
nuestra propia vida.
De pronto, el son de
la flauta se convirtió en un vagido y se oyó el lamento de los
niños que vienen al mundo, un grito tan débil y tan quejoso que
estalló un aullido de horror. Pues en ese momento, con los ojos
abiertos al porvenir, veíamos lo que ya no podíamos poseer y lo que
destruíamos eternamente, la muerte de la esperanza para los
vagabundos del mar y las existencias futuras que habíamos
aniquilado. Nosotros mismos, sin esposa, rojos de asesinatos y ahítos
de oro, no podríamos oír jamás la voz de los recién nacidos
porque estábamos condenados al balanceo de las olas, bien cuando el
puente baila a nuestro alrededor, bien cuando nuestra cabeza,
cubierta con un bonete negro, baila en la cuerda de la verga; nuestra
vida perdida sin esperanza de crear otras.
Hubert, el capitán
de equipo, juró a muerte y arrebató al anciano el pájaro de ébano
moteado de blanco. El son murió y Hubert arrojó la flauta al mar.
Los vacuos ojos del viejo se estremecieron y sus gastados miembros se
pusieron rígidos sin que pudiéramos oír nada. Cuando lo tocamos,
estaba frío.
No sé si el extraño
hombre pertenecía al océano, pero en cuanto llego a él, cuando le
enviamos a reunirse con su flauta, se hundió y desapareció con su
túnica y su piragua; y el grito de un niño que nace no llegó nunca
a nuestros oídos ni en la tierra ni en el mar.
El rey de la máscara de oro, 1892.
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