jueves, 10 de diciembre de 2020

Las horas falsas. José María Merino.

Para Paqui Noguerol.


Mi padre tuvo una librería en aquella villa y allí pasé mi niñez y adolescencia. A mis abuelos paternos, que vivían en la capital, los veía muchos fines de semana, así como en navidades y otras ocasiones festivas. Eran personas apesadumbradas, que a menudo se quejaban de alguna dolencia. Solamente Teodo, su criada, daba algo de alegría a aquella casa.
-Si tus abuelos no tuviesen tanto miedo de morirse, se lo pasarían mejor -me contó una vez-. Yo les animo a salir, a ir al cine, a tomar el aperitivo, pero ellos siempre aquí, tristes como cipreses.
Un día nos dieron la noticia de que el abuelo se había puesto muy mal y tenían que operarlo con urgencia. Mi padre fue enseguida a la capital y al volver nos dijo que lo del aubelo era grave, que no sabían si conseguiría sobrevivir. Nos acercamos todos a verlo y mi abuelo, despavorido, solo hablaba de que la muerte estaba al acecho, que sentía cómo lo rondaba, mientras la abuela afirmaba con la cabeza. Duró solamente quince días más. La abuela contaba que la muerte había venido a buscarlo en persona, pero según Teodo había sido una señora de luto que se había equivocado de piso, la misma tarde que el abuelo murió, lo que había motivado aquella ocurrencia.
En el funeral y en el entierro, la abuela estaba tan afectada que Teodo tenía que ayudarla a moverse. Al despedirme de la abuela, no se le ocurrió otra cosa que decirme, con ojos espantados:
-Ahora me toca a mí.
-Vamos, mamá -respondió mi padre, que lo había oído-, tú estás perfectamente, no tienes nada malo, lo que necesitas es levantar el ánimo. Vas a venirte con nosotros, a casa.
Pero a la abuela no había forma de quitarle el temor.
-Sé muy bien lo que digo, también la siento rondarme, como el pobre Filín.
En cuanto a lo de venirse a vivir con nosotors, se negó tajantemente. Su casa era su casa, al fin y al cabo, e irse con nosotros no le iba a quitar los temores.


Yo empezaba la carrera aquel otoño. Como la universidad estaba en la capital, mi padre decidió que me fuese a vivir con la abuela. Mis primos mayores se reían de mí:
-Pues sí que te vas a divertir con esa vida de cartujo.
Pero mi padre fue inflexible: a la abuela le vendría muy bien mi compañía, y además él y mi madre irían a vernos todos los domingos:
-Así sacaremos a la abuela a comer, para que se anime un poco. Y tú procura darle conversación, que tu estancia le resulte entretenida.


La casa de los abuelos era tan lúgubre como su carácter, pero además mi abuela estaba llena de rarezas. Por ejemplo, había decidido que ninguno de los relojes de la casa señalase la hora verdadera, y que el único calendario que había en ella, uno de números muy grandes colgado en la cocina, fuese el mismo que estaba allí cuando murió el abuelo.
Cuando advertí que el reloj de la sala, uno de pared negro con adornos de nácar, marcaba las once a media tarde, se lo dije:
-Abuela, ese reloj tiene la hora equivocada.
Ella me miró impávida y me contestó que el reloj estaba como tenía que estar:
-Es mi casa y los relojes marcan la hora que a mí me apetece.
Ciertamente, el despertador de su dormitorio señalaba las nueve a mediodía, y otro reloj de péndulo en lo que llamaban el cuartín, que era el lugar en el que normalmente se comía y se cosía, y donde estaba la televisión, que mi abuela no veía nunca -hasta el punto de que me dejó llevármela a mi habitación, con la condición estricta de que no tuviese el volumen muy alto y que nunca viese el telediario- también presentaba en sus agujas una hora que no tenía nada que ver con el tiempo verdadero.
Aquellas horas falsas llamaron mi atención y hablé de ello con Teodo.
-A tu abuela le ha entrado la manía de que en esta casa no se sepa en qué día vivimos, ni qué hora es, para que la muerte no pueda encontrarla. Cree que la muerte es alguien que anda por ahí, como en los cuentos, cumpliendo plazos fijos.
No supe qué decir. Pero pasó el tiempo, y lo de estar en casa con aquel caos temporal y sin calendario me resultó tan absurdo que una mañana, mientras la abuela todavía dormía, puse en hora el reloj de la sala y el del cuartín, y sustituí aquel calendario inútil de la cocina por uno vigente que había conseguido en el supermercado.
Desayuné, y cuando abría la puerta de la casa para marcharme a la facultad me encontré con una mujer alta, pálida, flaca, vestida de negro, que me preguntó si esa era la casa de mi abuela. Le dije que sí, pero que ella estaba todavía acostada.
-Volveré más tarde -repuso, con voz ronca.
A mediodía, cuando regresé, la abuela se había puesto muy mala. Murió aquella misma tarde.


Desde entonces no llevo reloj y he procurado no saber el día en que vivo.

Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.

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