Un día el marido de la tía Magdalena le abrió la puerta a un
propio que llevaba una carta dirigida a ella. Nunca habían tenido
secretos y era tal la simbiosis de aquel matrimonio que ahí las
cartas las abría uno aunque fueran dirigidas al otro. Nadie
consideraba eso violación de la intimidad, menos aún falta de
educación. Así que al recibir aquel sobre tan blanco, tan
planchado, con el nombre de su mujer escrito por una letra
contundente, lo abrió. El mensaje decía:
Magdalena:
Como siempre que
hablamos del tema terminas llorando y te confundes en la locura de
que nos quieres a los dos con la misma intensidad, he decidido no
volver a verte. No creo imposible deshacerme de mi deseo por ti,
alguna vez hay que despertar de los sueños. Estoy seguro de que tú
no tendrás grandes problemas olvidándome. Acabar con este desorden
nos hará bien a los dos. Vuelve al deber que elegiste y no llames ni
pretendas convencerme de nada. Alejandro.
P. D. Tienes
razón, fue hermoso.
El marido de la tía
Magdalena guardó la carta, le puso pegamento al sobre y lo dejó en
la charola del correo junto con el recibo del teléfono y las cuentas
del banco. Estaba furioso. La rabia le puso las orejas coloradas y
los ojos húmedos. Entró a su despacho para que nadie lo viera, por
más que no había nadie en la casa. Su mujer, las nanas y los niños,
se habían ido al desfile del 5 de mayo para celebrar el recuerdo del
día en que los «zacapoaxtlas le restaron prestigio a Napoleón».
Sentado en la silla
frente a su escritorio, el hombre respiraba con violencia por la
boca. Tenía las manos sobre la frente y los brazos alrededor de la
cara. Si algo en la vida él quería y respetaba por encima de todo,
eran el cuerpo y la sabiduría de su mujer. ¿Cómo podía alguien
atreverse a escribirle de aquel modo? Magdalena era una reina, un
tesoro, una diosa. Magdalena era un pan, un árbol, una espada. Era
generosa, íntegra, valiente, perfecta y si ella alguna vez le había
dicho a alguien te quiero, ese alguien debió postrarse a sus pies.
¿Cómo era posible que la hiciera llorar?
Bebió un whisky y
luego dos. Pegó contra el suelo con un palo de golf hasta
desbaratarlo. Se metió veinte minutos bajo la regadera y al salir
puso en el tocadiscos al Beethoven más desesperado y cuando su mujer
y los niños entraron a la casa, dos horas después, estaba
disimuladamente tranquilo.
Se habían asoleado,
todos tenían las cabezas un poco desordenadas y las mejillas
hirviendo. La tía Magdalena se quitó el sombrero y fue a sentarse
junto a su marido.
—¿Te sirvo otro
whisky? —dijo tras besarlo como a un hermano.
—Ya no, porque
vamos a comer en casa de los Cobián y no me quiero emborrachar.
—¿Vamos a comer
en casa de los Cobián? Nunca me dijiste.
—Te digo ahorita.
—«Te digo
ahorita». Siempre me haces lo mismo.
—Y nunca te
enojas, eres una esposa perfecta.
—Nunca me enojo,
pero no soy una esposa perfecta.
—Sí eres una
esposa perfecta. Y sí tráeme otro whisky.
La tía caminó
hasta la botella y los hielos, sirvió el whisky, lo movió, quiso
uno para ella. Cuando lo tuvo listo, volvió junto a su marido con un
vaso en cada mano. De verdad era linda Magdalena. Era de esas mujeres
bonitas que no necesitan nada para serlo más que levantarse en las
mañanas y acostarse en las noches. De remate, la tía Magdalena se
acostaba a otras horas llena de pasión y culpa, lo que en los
últimos tiempos le había dado una firmeza de caminado y un temblor
en los labios con los que su tipo de ángel ganó justo la pizca de
maldad necesaria para parecer divina. Fue a sentarse a los pies de su
marido y le contó los ires y devenires del desfile. Le dio la lista
completa de quienes estaban en los palcos de la casa del círculo
español. Después le dibujó en un papelito un nuevo diseño para
vajilla de talavera que podría hacerse en la fábrica. Hablaron
largo rato de los problemas que estaban dando los acaparadores de
frijol en el mercado La Victoria.
Durante todo ese
tiempo, la tía Magdalena se sintió observada por su marido de una
manera nueva. Mientras hablaba, muchas veces la interrumpió para
acariciarle la frente o las mejillas, como si quisiera detenerle cada
gesto de júbilo.
—Me estás mirando
raro —le dijo ella una vez.
—Te estoy mirando
—contestó él.
—Raro —volvió a
decir la tía.
—Raro —asintió
él y continuó la conversación. ¿Cómo había alguien en el mundo
capaz de permitirse perder a esa mujer? Debía estar loco. Empezó a
enfurecerse de nuevo contra quien mandó esa carta y de paso contra
él, que no la había escondido siquiera hasta el día siguiente. Así
su mujer la encontraría durante la mañana, cuando ni él ni los
niños estorbaran su tristeza. Entonces se levantó del sillón
alegando que ya era tarde y mientras la tía Magdalena iba a pintarse
los labios, él caminó al recibidor y quitó la carta de la charola
del correo. La mesa sobre la que estaba era una antigüedad que había
pertenecido a la bisabuela de la tía Magdalena. Tenía un cajón en
medio al que la polilla se colaba con frecuencia. Ahí metió la
carta y respiró, feliz de postergarle el problema a su mujer.
Gracias a eso pasaron una comida apacible y risueña.
El lunes, antes de
irse a la fábrica, puso la carta encima de todas las demás.
La tía Magdalena
había amanecido radiante.
—Debe ser porque
nos vamos —pensó el marido.
Y en efecto, a la
tía Magdalena le gustaban los días hábiles. Quién sabe a qué
horas ni cómo se encontraba con el torpe aquel, pero de seguro era
en los días hábiles. Cuando se despidieron, él dijo como de
costumbre: «Estoy en la fábrica por si algo necesitas» y la besó
en la cabeza. Entonces ella dio el último trago a su café y mordió
la rebanada de pan con mantequilla del que siempre dejaba un
pedacito, atendiendo a quién sabe qué disciplina dietética. Luego
se levantó y fue en busca del correo.
Entonces dio con la
carta. Se la llevó al baño de junto a su recámara que todavía era
un caos de toallas húmedas y piyamas recién arrancadas. Sentada en
el suelo la abrió. No le bastaron las toallas para secarse la
cantidad de lágrimas que derramó. Se tuvo lástima durante tanto
rato y con tal brío que si la cocinera no la saca del precipicio
para preguntarle qué hacer de comida hubiera podido convertirse en
charco. Contestó que hicieran sopa de hongos, carne fría, ensalada,
papas fritas y pastel de queso, sin dudar ni desdecirse y a una
velocidad tal que la cocinera no le creyó. Siempre pasaban horas
confeccionando el menú y ella había contagiado a la muchacha de sus
manías:
—La sopa es café
y la carne también —dijo la cocinera segura de que habría un
cambio.
—No importa —le
contestó la tía Magdalena, aún poseída por un dolor de velorio.
Su marido regresó
temprano del trabajo, como cuando estaban recién casados y a ella le
daba catarro. Llegó buscándola, seguro de que la pena la tendría
postrada fingiendo algún mal. La encontró sentada en el jardín,
esperando su turno para brincar la reata en un concurso al que sus
dos hijas y una prima le concedían rango de olímpico. Estaba
contando los brincos de su hija que iba en el ciento tres. Las otras
dos niñas tenían la reata una de cada punta y la movían mientras
contaban, perfectamente acopladas.
—Juego de mujeres
—dijo el marido, que nunca le había encontrado chiste a brincar la
reata.
La tía Magdalena se
levantó a besarlo. Él puso el brazo sobre sus hombros y la oyó
seguir contando los brincos de la niña:
—Ciento doce,
ciento trece, ciento catorce, ciento quince, ciento dieciséis…
¡Pisaste! —gritó riéndose—. Me toca.
Se separó de su
marido y voló al centro de la cuerda. Le brillaban los ojos, tenía
los labios embravecidos y las mejillas más rojas que nunca. Empezó
a brincar en silencio, con la boca apretada y los brazos en vilo,
oyendo sólo la voz de las niñas que contaban en coro. Cuando llegó
al cien, su voz empezó a salir como un murmullo en el que se apoyaba
para seguir brincando. El marido se unió al coro cuando vio a la tía
Magdalena llegar al ciento diecisiete sin haber pisado la cuerda.
Acunada por aquel canto la tía brincó cada vez más rápido. Pasó
por el doscientos como una exhalación y siguió brinca y brinca
hasta llegar al setecientos cinco.
—¡Gané! —gritó
entonces—. ¡Gané! —y se dejó caer al suelo alzándose un
segundo después con el brío de una llama—. ¡Gané! ¡Gané!
—gritó corriendo hasta donde estaba su marido.
—Afortunada en el
juego, desafortunada en el amor —dijo él.
—Afortunada en
todo —contestó ella jadeante—. ¿O me vas a salir tú también
con que ya no me quieres?
—¿Yo también?
—dijo el marido.
—Esposo, eres un
violador de correspondencia y usaste un pésimo pegamento para
disimularlo —dijo la tía Magdalena.
—En cambio tú
disimulas bien. ¿No estás muy triste?
—Algo —dijo la
tía Magdalena.
—¿Si yo me fuera
podrías brincar la reata? —preguntó él.
—Creo que no —dijo
la tía Magdalena.
—Entonces me quedo
—contestó el marido, recuperando su alma. Y se quedó.
Mujeres de ojos grandes, 1990.
De mis relatos favoritos.
ResponderEliminar