martes, 8 de diciembre de 2020

La tía Magdalena. Ángeles Mastretta.

Un día el marido de la tía Magdalena le abrió la puerta a un propio que llevaba una carta dirigida a ella. Nunca habían tenido secretos y era tal la simbiosis de aquel matrimonio que ahí las cartas las abría uno aunque fueran dirigidas al otro. Nadie consideraba eso violación de la intimidad, menos aún falta de educación. Así que al recibir aquel sobre tan blanco, tan planchado, con el nombre de su mujer escrito por una letra contundente, lo abrió. El mensaje decía:
Magdalena:
Como siempre que hablamos del tema terminas llorando y te confundes en la locura de que nos quieres a los dos con la misma intensidad, he decidido no volver a verte. No creo imposible deshacerme de mi deseo por ti, alguna vez hay que despertar de los sueños. Estoy seguro de que tú no tendrás grandes problemas olvidándome. Acabar con este desorden nos hará bien a los dos. Vuelve al deber que elegiste y no llames ni pretendas convencerme de nada. Alejandro.
P. D. Tienes razón, fue hermoso.
El marido de la tía Magdalena guardó la carta, le puso pegamento al sobre y lo dejó en la charola del correo junto con el recibo del teléfono y las cuentas del banco. Estaba furioso. La rabia le puso las orejas coloradas y los ojos húmedos. Entró a su despacho para que nadie lo viera, por más que no había nadie en la casa. Su mujer, las nanas y los niños, se habían ido al desfile del 5 de mayo para celebrar el recuerdo del día en que los «zacapoaxtlas le restaron prestigio a Napoleón».
Sentado en la silla frente a su escritorio, el hombre respiraba con violencia por la boca. Tenía las manos sobre la frente y los brazos alrededor de la cara. Si algo en la vida él quería y respetaba por encima de todo, eran el cuerpo y la sabiduría de su mujer. ¿Cómo podía alguien atreverse a escribirle de aquel modo? Magdalena era una reina, un tesoro, una diosa. Magdalena era un pan, un árbol, una espada. Era generosa, íntegra, valiente, perfecta y si ella alguna vez le había dicho a alguien te quiero, ese alguien debió postrarse a sus pies. ¿Cómo era posible que la hiciera llorar?
Bebió un whisky y luego dos. Pegó contra el suelo con un palo de golf hasta desbaratarlo. Se metió veinte minutos bajo la regadera y al salir puso en el tocadiscos al Beethoven más desesperado y cuando su mujer y los niños entraron a la casa, dos horas después, estaba disimuladamente tranquilo.
Se habían asoleado, todos tenían las cabezas un poco desordenadas y las mejillas hirviendo. La tía Magdalena se quitó el sombrero y fue a sentarse junto a su marido.
—¿Te sirvo otro whisky? —dijo tras besarlo como a un hermano.
—Ya no, porque vamos a comer en casa de los Cobián y no me quiero emborrachar.
—¿Vamos a comer en casa de los Cobián? Nunca me dijiste.
—Te digo ahorita.
—«Te digo ahorita». Siempre me haces lo mismo.
—Y nunca te enojas, eres una esposa perfecta.
—Nunca me enojo, pero no soy una esposa perfecta.
—Sí eres una esposa perfecta. Y sí tráeme otro whisky.
La tía caminó hasta la botella y los hielos, sirvió el whisky, lo movió, quiso uno para ella. Cuando lo tuvo listo, volvió junto a su marido con un vaso en cada mano. De verdad era linda Magdalena. Era de esas mujeres bonitas que no necesitan nada para serlo más que levantarse en las mañanas y acostarse en las noches. De remate, la tía Magdalena se acostaba a otras horas llena de pasión y culpa, lo que en los últimos tiempos le había dado una firmeza de caminado y un temblor en los labios con los que su tipo de ángel ganó justo la pizca de maldad necesaria para parecer divina. Fue a sentarse a los pies de su marido y le contó los ires y devenires del desfile. Le dio la lista completa de quienes estaban en los palcos de la casa del círculo español. Después le dibujó en un papelito un nuevo diseño para vajilla de talavera que podría hacerse en la fábrica. Hablaron largo rato de los problemas que estaban dando los acaparadores de frijol en el mercado La Victoria.
Durante todo ese tiempo, la tía Magdalena se sintió observada por su marido de una manera nueva. Mientras hablaba, muchas veces la interrumpió para acariciarle la frente o las mejillas, como si quisiera detenerle cada gesto de júbilo.
—Me estás mirando raro —le dijo ella una vez.
—Te estoy mirando —contestó él.
—Raro —volvió a decir la tía.
—Raro —asintió él y continuó la conversación. ¿Cómo había alguien en el mundo capaz de permitirse perder a esa mujer? Debía estar loco. Empezó a enfurecerse de nuevo contra quien mandó esa carta y de paso contra él, que no la había escondido siquiera hasta el día siguiente. Así su mujer la encontraría durante la mañana, cuando ni él ni los niños estorbaran su tristeza. Entonces se levantó del sillón alegando que ya era tarde y mientras la tía Magdalena iba a pintarse los labios, él caminó al recibidor y quitó la carta de la charola del correo. La mesa sobre la que estaba era una antigüedad que había pertenecido a la bisabuela de la tía Magdalena. Tenía un cajón en medio al que la polilla se colaba con frecuencia. Ahí metió la carta y respiró, feliz de postergarle el problema a su mujer. Gracias a eso pasaron una comida apacible y risueña.
El lunes, antes de irse a la fábrica, puso la carta encima de todas las demás.
La tía Magdalena había amanecido radiante.
—Debe ser porque nos vamos —pensó el marido.
Y en efecto, a la tía Magdalena le gustaban los días hábiles. Quién sabe a qué horas ni cómo se encontraba con el torpe aquel, pero de seguro era en los días hábiles. Cuando se despidieron, él dijo como de costumbre: «Estoy en la fábrica por si algo necesitas» y la besó en la cabeza. Entonces ella dio el último trago a su café y mordió la rebanada de pan con mantequilla del que siempre dejaba un pedacito, atendiendo a quién sabe qué disciplina dietética. Luego se levantó y fue en busca del correo.
Entonces dio con la carta. Se la llevó al baño de junto a su recámara que todavía era un caos de toallas húmedas y piyamas recién arrancadas. Sentada en el suelo la abrió. No le bastaron las toallas para secarse la cantidad de lágrimas que derramó. Se tuvo lástima durante tanto rato y con tal brío que si la cocinera no la saca del precipicio para preguntarle qué hacer de comida hubiera podido convertirse en charco. Contestó que hicieran sopa de hongos, carne fría, ensalada, papas fritas y pastel de queso, sin dudar ni desdecirse y a una velocidad tal que la cocinera no le creyó. Siempre pasaban horas confeccionando el menú y ella había contagiado a la muchacha de sus manías:
—La sopa es café y la carne también —dijo la cocinera segura de que habría un cambio.
—No importa —le contestó la tía Magdalena, aún poseída por un dolor de velorio.
Su marido regresó temprano del trabajo, como cuando estaban recién casados y a ella le daba catarro. Llegó buscándola, seguro de que la pena la tendría postrada fingiendo algún mal. La encontró sentada en el jardín, esperando su turno para brincar la reata en un concurso al que sus dos hijas y una prima le concedían rango de olímpico. Estaba contando los brincos de su hija que iba en el ciento tres. Las otras dos niñas tenían la reata una de cada punta y la movían mientras contaban, perfectamente acopladas.
—Juego de mujeres —dijo el marido, que nunca le había encontrado chiste a brincar la reata.
La tía Magdalena se levantó a besarlo. Él puso el brazo sobre sus hombros y la oyó seguir contando los brincos de la niña:
—Ciento doce, ciento trece, ciento catorce, ciento quince, ciento dieciséis… ¡Pisaste! —gritó riéndose—. Me toca.
Se separó de su marido y voló al centro de la cuerda. Le brillaban los ojos, tenía los labios embravecidos y las mejillas más rojas que nunca. Empezó a brincar en silencio, con la boca apretada y los brazos en vilo, oyendo sólo la voz de las niñas que contaban en coro. Cuando llegó al cien, su voz empezó a salir como un murmullo en el que se apoyaba para seguir brincando. El marido se unió al coro cuando vio a la tía Magdalena llegar al ciento diecisiete sin haber pisado la cuerda. Acunada por aquel canto la tía brincó cada vez más rápido. Pasó por el doscientos como una exhalación y siguió brinca y brinca hasta llegar al setecientos cinco.
—¡Gané! —gritó entonces—. ¡Gané! —y se dejó caer al suelo alzándose un segundo después con el brío de una llama—. ¡Gané! ¡Gané! —gritó corriendo hasta donde estaba su marido.
—Afortunada en el juego, desafortunada en el amor —dijo él.
—Afortunada en todo —contestó ella jadeante—. ¿O me vas a salir tú también con que ya no me quieres?
—¿Yo también? —dijo el marido.
—Esposo, eres un violador de correspondencia y usaste un pésimo pegamento para disimularlo —dijo la tía Magdalena.
—En cambio tú disimulas bien. ¿No estás muy triste?
—Algo —dijo la tía Magdalena.
—¿Si yo me fuera podrías brincar la reata? —preguntó él.
—Creo que no —dijo la tía Magdalena.
—Entonces me quedo —contestó el marido, recuperando su alma. Y se quedó.

Mujeres de ojos grandes, 1990.

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