lunes, 21 de diciembre de 2020

Me pedías que te rematara. Svetlana Alexiévich.

Vasia Baikáchev, doce años
Actualmente es profesor de formación industrial


A menudo recuerdo aquellos días… Los últimos días de mi infancia…
Durante las vacaciones de invierno, nuestra escuela participó en un juego de guerra. Ya habíamos participado antes en entrenamientos de instrucción de orden cerrado, habíamos confeccionado fusiles de madera, capas de camuflaje, uniformes para los auxiliares médicos. Nuestros padrinos de la unidad militar vinieron a vernos, llegaron en un biplano. ¡Estábamos emocionados!
Pero en junio ya nos sobrevolaban los aviones alemanes y lanzaban a los espías en paracaídas. Eran hombres jóvenes que vestían americanas y viseras de cuadros. Ayudábamos a los adultos; juntos detuvimos a unos cuantos y los entregamos al sóviet rural. Nos sentíamos orgullosos de participar en una operación militar, nos recordaba a aquel juego de guerra. Pero pronto aparecieron otros alemanes… Esos ya no vestían americanas y viseras de cuadros sino un uniforme verde con camisas arremangadas, botas de caña ancha y tacones reforzados con hierro; llevaban a cuestas sus macutos de piel de ternero, con los largos cilindros de las máscaras antigás colgando de los costados y empuñaban fusiles de asalto. Eran corpulentos, estaban bien alimentados. Cantaban a grito pelado: Zwei Monate, Moskau kaput. Mi padre me explicó que Zwei Monate significaba «Dos meses». ¿Tan solo dos meses? ¿Y ya está? Esa guerra no se parecía en absoluto a aquella a la que habíamos jugado hacía tan poco y con la que tanto había disfrutado.
Los primeros días, los alemanes no se detenían en nuestra aldea, Malévichi, sino que pasaban de largo hacia la estación de tren de Zhlobin. Allí trabajaba mi padre. Pero él había dejado de ir a la estación; esperaba que de un momento a otro llegaran nuestros soldados, expulsaran a los alemanes y los hicieran retroceder. Nosotros confiábamos en nuestro padre y también esperábamos a los nuestros. Los esperábamos todos los días… Pero ellos… Nuestros soldados… Ellos yacían muertos en los alrededores: en las carreteras, en el bosque, en las cunetas, en los campos…, en los huertos…, en los turbales… Muertos. Yacían con sus fusiles. Con sus granadas de mano. Hacía calor y los cuerpos se hinchaban, parecía que cada día su número aumentaba. Un ejército entero. Nadie los enterraba…
Mi padre enganchó el caballo y nos fuimos al bosque. Empezamos a recoger a los muertos. Cavábamos hoyos… Poníamos los cadáveres en filas de diez o doce… Mi cartera se llenaba de documentos. Recuerdo que las direcciones eran de la ciudad de Uliánovsk, en la región de Kúibishev.
Unos días más tarde encontré en las afueras de la aldea los cuerpos sin vida de mi padre y de mi buen amigo Vasia Shevtsov, de catorce años. Llevé allí a mi abuelo… Nos empezaron a bombardear… Enterramos a Vasia, pero no nos dio tiempo de enterrar a mi padre. Después del bombardeo no quedó ni rastro de él. Pusimos una cruz en el cementerio y ya está. Solo una cruz. Bajo ella enterramos el traje de gala de mi padre…
Al cabo de una semana ya era imposible recoger los cadáveres de los soldados… No había manera de levantarlos… Bajo sus camisas militares todo estaba lleno de líquido… Recogíamos sus fusiles. Sus carnets de soldados.
En otro bombardeo murió mi abuelo…
¿Cómo íbamos a vivir? ¿Cómo viviríamos sin mi padre? ¿Sin el abuelo? Mi madre lloraba sin parar. ¿Qué íbamos a hacer con todas esas armas que habíamos ido acumulando y que teníamos enterradas en un lugar seguro? ¿A quién entregárselas? No había nadie a quien pedirle consejo. Mi madre lloraba.
En invierno conseguí contactar con los de la organización clandestina. Mi regalo les dio una alegría. Las armas fueron para los guerrilleros…
Transcurrió un tiempo, no sabría decir cuánto… A lo mejor unos cuatro meses. Recuerdo que aquel día había estado recogiendo patatas congeladas en el campo. Volví a casa hecho una sopa, hambriento, pero con un cubo lleno. En cuanto me quité los lapti mojados oí que golpeaban el postigo de la bodega donde vivíamos. Alguien preguntó: «¿Está aquí Baikáchev?». Me asomé por el orificio y me ordenaron salir inmediatamente. Con las prisas me equivoqué y me puse el gorro militar en vez de uno normal; enseguida me propinaron un latigazo.
En el patio había tres caballos, los montaban alemanes y policías lugareños, colaboracionistas. Uno de ellos se apeó, me echó el cinturón alrededor del cuello y lo ató a la silla de montar. Mamá les rogó: «Dejen que le dé algo de comer», y se metió en la bodega para sacar una tortita de patata congelada, pero ellos arrearon los caballos y se marcharon al trote. Me arrastraron a lo largo de unos cinco kilómetros, hasta el pueblo de Vesioloe.
En el primer interrogatorio el oficial nazi me preguntó cosas sencillas: mi apellido, mi nombre, el año en que nací… Quiénes eran mis padres. Había un policía joven haciendo de intérprete. Al acabar el interrogatorio me dijo: «Ahora irás a poner un poco de orden en el cuarto de las torturas. Fíjate bien en el banco». Me dieron un cubo, una escoba, unos trapos… y me llevaron…
Lo que vi allí era espantoso: en medio de la habitación había un banco con unas correas clavadas a la madera. Tres cinturones: uno a la altura del cuello, otro a la de la cintura y otro a la de los pies. En un rincón había unos palos gruesos de abedul y un cubo con agua; el agua estaba roja. En el suelo se veían charcos de sangre…, de orina…, de excrementos…
Tuve que llevar más agua, más agua. El trapo con el que fregaba el suelo se teñía de sangre.
A la mañana siguiente me llamó el oficial.
—¿Dónde están las armas? ¿Quién es tu contacto en la organización clandestina? ¿Qué misiones te han encomendado? —Las preguntas caían una tras otra.
Yo le decía que no sabía nada, que era pequeño y que en el campo no recogía armas, sino patatas congeladas.
—Al sótano —ordenó el oficial al soldado.
Me bajaron a un pequeño sótano lleno de agua helada casi hasta arriba. Antes me enseñaron al guerrillero que acababan de sacar de allí. No había aguantado la tortura y… se había ahogado… Lo lanzaron afuera, a la calle…
El agua me llegaba hasta el cuello… Sentía cómo me latía el corazón y la sangre me corría por las arterias, cómo mi sangre calentaba el agua a mi alrededor. Tenía miedo: ojalá no perdiese el conocimiento. Ojalá no empezase a tragar agua.
El siguiente interrogatorio: un cañón de pistola apuntándome al oído, y un disparo. Oigo el chasquido de la madera seca… ¡Han disparado al suelo! Un golpe de palo en una vértebra cervical, me desplomo… Encima de mí, de pie, tengo a alguien robusto y pesado, huele a carne y a aguardiente. Siento ganas de vomitar, pero mi estómago está completamente vacío. Oigo: «Ahora lamerás con la lengua lo que ha quedado de ti en el suelo… Con la lengua, ¿entendido? ¡¿Lo has entendido, bastardo rojo?!».
En la celda no dormía, perdía el conocimiento por el dolor. A veces me parecía que estaba en la escuela, haciendo fila con los demás, y la maestra Liubov Ivánovna Lashkévich nos decía: «En otoño empezaréis el quinto curso. Hasta entonces, adiós, chicos. En verano creceréis. Ahora Vasia Baikáchev es el más pequeño, pero pronto será el más alto de todos». Liubov Ivánovna me sonreía…
A veces me veía caminando junto a mi padre por un campo, buscando soldados muertos. Mi padre se adelantaba, yo encontraba a un hombre debajo de un pino… No era un hombre, era lo que quedaba de un hombre. No tenía brazos ni piernas… Aún estaba vivo, me pedía: «Remátame, por favor…».
El anciano con quien compartía celda me despertaba.
—No grites, hijo.
—¿Estaba gritando?
—Me pedías que te rematara…
Han pasado décadas, pero aún no he dejado de sorprenderme: ¡¿sigo vivo?!

Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

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