Vasia Baikáchev, doce años
Actualmente es
profesor de formación industrial
A menudo recuerdo
aquellos días… Los últimos días de mi infancia…
Durante las
vacaciones de invierno, nuestra escuela participó en un juego de
guerra. Ya habíamos participado antes en entrenamientos de
instrucción de orden cerrado, habíamos confeccionado fusiles de
madera, capas de camuflaje, uniformes para los auxiliares médicos.
Nuestros padrinos de la unidad militar vinieron a vernos, llegaron en
un biplano. ¡Estábamos emocionados!
Pero en junio ya nos
sobrevolaban los aviones alemanes y lanzaban a los espías en
paracaídas. Eran hombres jóvenes que vestían americanas y viseras
de cuadros. Ayudábamos a los adultos; juntos detuvimos a unos
cuantos y los entregamos al sóviet rural. Nos sentíamos orgullosos
de participar en una operación militar, nos recordaba a aquel juego
de guerra. Pero pronto aparecieron otros alemanes… Esos ya no
vestían americanas y viseras de cuadros sino un uniforme verde con
camisas arremangadas, botas de caña ancha y tacones reforzados con
hierro; llevaban a cuestas sus macutos de piel de ternero, con los
largos cilindros de las máscaras antigás colgando de los costados y
empuñaban fusiles de asalto. Eran corpulentos, estaban bien
alimentados. Cantaban a grito pelado: Zwei Monate, Moskau kaput.
Mi padre me explicó que Zwei Monate significaba «Dos meses».
¿Tan solo dos meses? ¿Y ya está? Esa guerra no se parecía en
absoluto a aquella a la que habíamos jugado hacía tan poco y con la
que tanto había disfrutado.
Los primeros días,
los alemanes no se detenían en nuestra aldea, Malévichi, sino que
pasaban de largo hacia la estación de tren de Zhlobin. Allí
trabajaba mi padre. Pero él había dejado de ir a la estación;
esperaba que de un momento a otro llegaran nuestros soldados,
expulsaran a los alemanes y los hicieran retroceder. Nosotros
confiábamos en nuestro padre y también esperábamos a los nuestros.
Los esperábamos todos los días… Pero ellos… Nuestros soldados…
Ellos yacían muertos en los alrededores: en las carreteras, en el
bosque, en las cunetas, en los campos…, en los huertos…, en los
turbales… Muertos. Yacían con sus fusiles. Con sus granadas de
mano. Hacía calor y los cuerpos se hinchaban, parecía que cada día
su número aumentaba. Un ejército entero. Nadie los enterraba…
Mi padre enganchó
el caballo y nos fuimos al bosque. Empezamos a recoger a los muertos.
Cavábamos hoyos… Poníamos los cadáveres en filas de diez o doce…
Mi cartera se llenaba de documentos. Recuerdo que las direcciones
eran de la ciudad de Uliánovsk, en la región de Kúibishev.
Unos días más
tarde encontré en las afueras de la aldea los cuerpos sin vida de mi
padre y de mi buen amigo Vasia Shevtsov, de catorce años. Llevé
allí a mi abuelo… Nos empezaron a bombardear… Enterramos a
Vasia, pero no nos dio tiempo de enterrar a mi padre. Después del
bombardeo no quedó ni rastro de él. Pusimos una cruz en el
cementerio y ya está. Solo una cruz. Bajo ella enterramos el traje
de gala de mi padre…
Al cabo de una
semana ya era imposible recoger los cadáveres de los soldados… No
había manera de levantarlos… Bajo sus camisas militares todo
estaba lleno de líquido… Recogíamos sus fusiles. Sus carnets de
soldados.
En otro bombardeo
murió mi abuelo…
¿Cómo íbamos a
vivir? ¿Cómo viviríamos sin mi padre? ¿Sin el abuelo? Mi madre
lloraba sin parar. ¿Qué íbamos a hacer con todas esas armas que
habíamos ido acumulando y que teníamos enterradas en un lugar
seguro? ¿A quién entregárselas? No había nadie a quien pedirle
consejo. Mi madre lloraba.
En invierno conseguí
contactar con los de la organización clandestina. Mi regalo les dio
una alegría. Las armas fueron para los guerrilleros…
Transcurrió un
tiempo, no sabría decir cuánto… A lo mejor unos cuatro meses.
Recuerdo que aquel día había estado recogiendo patatas congeladas
en el campo. Volví a casa hecho una sopa, hambriento, pero con un
cubo lleno. En cuanto me quité los lapti mojados oí que golpeaban
el postigo de la bodega donde vivíamos. Alguien preguntó: «¿Está
aquí Baikáchev?». Me asomé por el orificio y me ordenaron salir
inmediatamente. Con las prisas me equivoqué y me puse el gorro
militar en vez de uno normal; enseguida me propinaron un latigazo.
En el patio había
tres caballos, los montaban alemanes y policías lugareños,
colaboracionistas. Uno de ellos se apeó, me echó el cinturón
alrededor del cuello y lo ató a la silla de montar. Mamá les rogó:
«Dejen que le dé algo de comer», y se metió en la bodega para
sacar una tortita de patata congelada, pero ellos arrearon los
caballos y se marcharon al trote. Me arrastraron a lo largo de unos
cinco kilómetros, hasta el pueblo de Vesioloe.
En el primer
interrogatorio el oficial nazi me preguntó cosas sencillas: mi
apellido, mi nombre, el año en que nací… Quiénes eran mis
padres. Había un policía joven haciendo de intérprete. Al acabar
el interrogatorio me dijo: «Ahora irás a poner un poco de orden en
el cuarto de las torturas. Fíjate bien en el banco». Me dieron un
cubo, una escoba, unos trapos… y me llevaron…
Lo que vi allí era
espantoso: en medio de la habitación había un banco con unas
correas clavadas a la madera. Tres cinturones: uno a la altura del
cuello, otro a la de la cintura y otro a la de los pies. En un rincón
había unos palos gruesos de abedul y un cubo con agua; el agua
estaba roja. En el suelo se veían charcos de sangre…, de orina…,
de excrementos…
Tuve que llevar más
agua, más agua. El trapo con el que fregaba el suelo se teñía de
sangre.
A la mañana
siguiente me llamó el oficial.
—¿Dónde están
las armas? ¿Quién es tu contacto en la organización clandestina?
¿Qué misiones te han encomendado? —Las preguntas caían una tras
otra.
Yo le decía que no
sabía nada, que era pequeño y que en el campo no recogía armas,
sino patatas congeladas.
—Al sótano
—ordenó el oficial al soldado.
Me bajaron a un
pequeño sótano lleno de agua helada casi hasta arriba. Antes me
enseñaron al guerrillero que acababan de sacar de allí. No había
aguantado la tortura y… se había ahogado… Lo lanzaron afuera, a
la calle…
El agua me llegaba
hasta el cuello… Sentía cómo me latía el corazón y la sangre me
corría por las arterias, cómo mi sangre calentaba el agua a mi
alrededor. Tenía miedo: ojalá no perdiese el conocimiento. Ojalá
no empezase a tragar agua.
El siguiente
interrogatorio: un cañón de pistola apuntándome al oído, y un
disparo. Oigo el chasquido de la madera seca… ¡Han disparado al
suelo! Un golpe de palo en una vértebra cervical, me desplomo…
Encima de mí, de pie, tengo a alguien robusto y pesado, huele a
carne y a aguardiente. Siento ganas de vomitar, pero mi estómago
está completamente vacío. Oigo: «Ahora lamerás con la lengua lo
que ha quedado de ti en el suelo… Con la lengua, ¿entendido? ¡¿Lo
has entendido, bastardo rojo?!».
En la celda no
dormía, perdía el conocimiento por el dolor. A veces me parecía
que estaba en la escuela, haciendo fila con los demás, y la maestra
Liubov Ivánovna Lashkévich nos decía: «En otoño empezaréis el
quinto curso. Hasta entonces, adiós, chicos. En verano creceréis.
Ahora Vasia Baikáchev es el más pequeño, pero pronto será el más
alto de todos». Liubov Ivánovna me sonreía…
A veces me veía
caminando junto a mi padre por un campo, buscando soldados muertos.
Mi padre se adelantaba, yo encontraba a un hombre debajo de un pino…
No era un hombre, era lo que quedaba de un hombre. No tenía brazos
ni piernas… Aún estaba vivo, me pedía: «Remátame, por favor…».
El anciano con quien
compartía celda me despertaba.
—No grites, hijo.
—¿Estaba
gritando?
—Me pedías que te
rematara…
Han pasado décadas,
pero aún no he dejado de sorprenderme: ¡¿sigo vivo?!
Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.
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