Escribí este artículo en 2000 como una charla para un grupo interesado en el alfabetismo y la literatura locales.
Se
nombra embajador a un poeta. Se elige presidente a un dramaturgo. Los
obreros de la construcción hacen cola con gerentes para comprar una
nueva novela. Los adultos buscan orientación moral y desafíos
intelectuales en historias sobre monos guerreros, gigantes de un solo
ojo y caballeros locos que cargan contra molinos. El alfabetismo se
considera un comienzo, no un fin.
Bueno,
quizá ocurra en algún otro país, pero no en este. En Estados
Unidos, la imaginación suele tenerse por algo que puede resultar
útil cuando la televisión no funciona. La poesía y las obras
teatrales no guardan relación alguna con la política práctica. Las
novelas son para los estudiantes, las amas de casa y otras personas
ociosas. La fantasía es para los niños y los pueblos primitivos. El
alfabetismo sirve para leer las instrucciones de uso.
Yo
creo que la imaginación es la herramienta singular más útil que
posee la humanidad. Deja atrás al pulgar oponible. Puedo imaginar la
vida sin mis pulgares, pero no sin mi imaginación.
Oigo
voces que coinciden conmigo. «Sí, sí —exclaman—, ¡la
imaginación creativa es una enorme ventaja en los negocios!
¡Valoramos la creatividad, la recompensamos!», En el mercado, la
palabra creatividad ha pasado a designar la generación de ideas
aplicables a determinadas estrategias prácticas con el fin de
obtener mayores beneficios. Esta reducción semántica ha durado
tanto tiempo que la palabra creativo apenas podría
degradarse más. Yo ya no la uso; la dejo en manos de los
capitalistas y los profesores universitarios para que abusen de ella
a voluntad. Pero no pueden quedarse con imaginación.
La
imaginación no es una forma de hacer dinero. No tiene cabida en el
léxico del lucro. No es un arma, aunque todas las armas se originen
en ella y de ella dependa el uso o no de las armas: como todas las
herramientas y sus usos. La imaginación es un modo fundamental de
pensar, un medio esencial de convertirse en humano y seguir siéndolo.
Es una herramienta mental.
En
consecuencia, tenemos que aprender a usarla. Los niños tienen
imaginación desde un principio, como tienen cuerpo, intelecto,
capacidad lingüística: todas cosas esenciales para constituir su
humanidad, cosas que necesitan aprender a utilizar, y a utilizar
bien. La instrucción, el entrenamiento y la práctica relativas a
ella deberían empezar en la primera infancia y continuar durante
toda la vida. Los humanos jóvenes necesitan ejercitar su imaginación
como necesitan ejercitar todas las capacidades fundamentales de la
vida, en un sentido físico y mental: por el bien del crecimiento, la
salud, la competencia, la alegría. Esa necesidad continúa mientras
la mente sigue viva.
Cuando
los niños aprenden a escuchar y memorizar la literatura central de
su pueblo o, en las culturas alfabetizadas, a leerla y comprenderla,
su imaginación recibe gran parte del ejercicio que necesita.
Ninguna
otra cosa sirve tanto, ni siquiera las demás artes. Somos una
especie verbal. Las palabras son las alas con las que vuelan tanto el
intelecto como la imaginación. La música, el baile, las artes
visuales, las artesanías de todo tipo son centrales para el
desarrollo y el bienestar humanos, y ningún arte o capacidad de
aprendizaje son inútiles; pero, para adiestrar a la mente a
abandonar la realidad inmediata y regresar a ella con una fuerza y un
entendimiento renovados, no hay nada como un poema o un relato.
Por
medio de relatos, todas las culturas se definen a sí mismas y
enseñan a sus niños cómo ser personas y miembros de un grupo:
hmong, !kung, hopi, quechua, francés, californiano… Somos los que
llegamos al Cuarto Mundo… Somos la nación de Joan… Somos los
hijos del Sol… Venimos del mar… Somos el pueblo que vive en el
centro del mundo.
Un
pueblo que no vive en el centro del mundo, tal y como lo definen y lo
describen los poetas y narradores, lo pasa mal. El centro del mundo
se encuentra allí donde vives. Allí el aire es respirable. Sabes el
modo en que se hacen las cosas, cómo se hacen bien, según se debe.
Un
niño que no sabe dónde se encuentra el centro —dónde está el
hogar, qué es el hogar— lo pasa muy mal.
El
hogar no es mamá y papá y una hermana y un perro. El hogar no es un
sitio al que te tienen que dejar entrar. No es ningún sitio. Es
imaginario.
El
hogar, al imaginarse, empieza a ser. Es real, más real que cualquier
otro sitio, pero no se puede llegar allí si no te enseñan a
imaginarlo los tuyos, quienesquiera que sean. Puede que los tuyos no
sean tus parientes. Puede que nunca hayan hablado en tu idioma. Puede
que lleven miles de años muertos. Puede que no sean sino palabras
impresas en papel, fantasmas de voces, sombras de mentes. Pero son
capaces de llevarte a un hogar. Son tu comunidad humana.
Todos
tenemos que aprender a inventarnos una vida, crearla, imaginarla.
Necesitamos que nos enseñen esas capacidades; necesitamos guías que
nos muestren cómo hacerlo. Si no lo hacemos, nuestras vidas acaban
siendo controladas por los demás.
Los
seres humanos siempre han formado grupos para imaginar cómo vivir
mejor y ayudarse los unos a los otros a conseguirlo. La función
esencial de la comunidad humana es alcanzar algún acuerdo sobre qué
es lo que necesitamos, cómo debería ser la vida, qué queremos que
aprendan nuestros niños, y, luego, colaborar en su aprendizaje y
enseñanza para que ellos y nosotros podamos avanzar por el camino
que creemos correcto.
Las
comunidades pequeñas con tradiciones sólidas suelen tener claro el
camino que quieren tomar, y lo enseñan muy bien. Pero la tradición
puede cristalizar la imaginación hasta fosilizarla en un dogma e
impedir las nuevas ideas. Las comunidades más grandes, tales como
las ciudades, proporcionan el espacio necesario para que la gente
imagine alternativas, aprenda de otros con tradiciones diferentes e
invente sus propias maneras de vivir.
Conforme
proliferan las alternativas, sin embargo, los que tienen la
responsabilidad de enseñar encuentran poco consenso social y moral
en lo relativo a lo que se debe enseñar: lo que se necesita, el modo
en que se debe vivir. En nuestra época de grandes poblaciones
siempre expuestas a las voces, imágenes y palabras reproducidas en
pro del beneficio comercial y político, hay demasiada gente que
quiere y puede inventarnos, poseernos, moldearnos y controlarnos a
través de los medios de comunicación, que son cautivadores y
poderosos. Es mucho pedir que, en medio de todo ello, un niño
encuentre el camino por sí solo.
En
realidad, nadie puede hacer gran cosa por sí solo.
Lo
que necesita un niño, lo que todos necesitamos, es conocer a otra
gente que haya imaginado la vida en líneas que tengan sentido y
permitan cierta libertad, y escucharla. No oírla pasivamente, sino
escucharla.
Escuchar
es un acto de comunidad, que requiere un lugar, tiempo y silencio.
Leer
es una manera de escuchar.
Leer
no es tan pasivo como oír o ver. Es un acto: lo hacemos. Leemos a
nuestro propio ritmo, a nuestra propia velocidad, no de acuerdo con
la corriente incesante, incoherente, confusa y chillona de los medios
de comunicación. Asimilamos lo que podemos y queremos asimilar, no
lo que nos echan encima deprisa y con tal ímpetu y volumen que
acabamos apabullados. Cuando leemos una historia, nos están contando
algo, pero no quieren vendernos nada. Y aunque por lo general leemos
en soledad, entramos en comunión con otras mentes. No nos lavan el
cerebro ni nos reclutan ni nos utilizan; nos reunimos en un acto de
la imaginación.
A
mi entender, nada impide que los medios de comunicación creen una
comunidad similar de la imaginación, como lo ha hecho con frecuencia
el teatro en ciertas sociedades del pasado, pero no van a hacerlo. Se
encuentran tan a merced de la publicidad y el lucro que los
individuos más talentosos que trabajan en ellos, los artistas de
verdad, aun si se resisten a las presiones de venderse, se ahogan en
la incesante fiebre de novedad, en la codicia empresarial.
Buena
parte de la literatura se libra de esa presión sencillamente porque
muchísimos de sus autores están muertos y, por definición, no son
codiciosos.
Además,
no pocos poetas y novelistas vivos, por mucho que los editores
persigan de forma abyecta las grandes ventas, continúan estando
motivados no tanto por el deseo de obtener ganancias financieras
cuanto por el anhelo de hacer lo que acaso harían gratis si pudieran
permitírselo, es decir, practicar su arte: hacer algo bien,
comprender alguna cosa. Por asombroso que parezca, los libros siguen
siendo relativamente sinceros y fiables.
Puede
que no sean «libros», por supuesto, que no sean tinta sobre pasta
de papel, sino un parpadeo electrónico en la palma de la mano. Por
muy incoherente y comercial que sea, por muy agusanada de pornografía
y exageraciones y cháchara que esté, la publicación electrónica
ofrece a los lectores un nuevo medio para conformar una comunidad
activa. Lo importante no es la tecnología. Lo importante son las
palabras. El hecho de compartir las palabras. La activación de la
imaginación mediante la lectura de palabras.
El
alfabetismo es importante porque la literatura son las instrucciones
de uso. Es el mejor manual que tenemos. La guía más útil del país
que visitamos: la vida.
Contar es escuchar, 2018.
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