Tu piano se murió de pena, poco después. Como un pequeño elefante huérfano lo veíamos languidecer en la sala donde solías tocar, sumido en el silencio enfermizo que dejaste en todas las habitaciones. Las doncellas debían limpiarlo tres veces al día, pero aun así siempre estaba cubierto de polvo. No queríamos ya aquel piano huraño, que sabía morirse contigo y ser el perro más fiel. Eres un piano ataúd, te has vuelto tumba, le decía en voz baja, cuando pasaba por delante de él. Porque al principio me obligaba a entrar en al sala y podía olerte en el aire, eres horrible, piano. Luego la sala te olvidó y cada mueble comenzó a ser otro. No te recordaban ya las cortinas que tú elegiste, ni el butacón de terciopelo en el que te sentabas cada tarde. Las partituras de Mozart se ofrecían, sonriendoremifasolasido, a cualquiera que entrara. Y pensábamos que quizás, con un poco de suerte, acabaría sucediéndonos lo mismo. Esperanzados aguardábamos nuestra dosis de olvido porque necesitábamos no añorarte tanto. Al principio teníamos que matarte de nuevo casi a diario para no dirigirnos a ti durante la cena, cada vez que hacíamos el ademán de subir a desearte buenas noches. La vida fue una lección que aprendimos a ciegas, igual que tú cuando tocabas algunas sonatas con los ojos vendados, dejando que los dedos recorrieran las teclas. Pero el piano no te olvidaba, por si no lo sabes el piano feo y hostil de una muerta no olvida. Allí estaba, como un enterrador de la felicidad ajena, recordando a cada paso la desgracia, la ausencia, el egoísmo del que sigue desayunando y comete el pecado imperdonable de volver a reír. Cómo negarle entonces un hueco en la hojarasca del parque trasero, un lugar entre las sombras lánguidas de los cipreses, hecho ya, como tú misma, de olvido y piedra.
Casa de muñecas, 2012.
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