Los espantapájaros estaban fuera de lugar en nuestro urbano Anthem, Nueva Jersey. En Anthem no había cereales, silos ni cuervos, lo que había era sanitarios portátiles color turquesa, callejones iluminados por luces de neón, solares en obras, perros que paseaban dentro de bolsitos, vagabundas con potentes hedores y opiniones y vertederos sobrevolados por fantasmales palomas blancas; luego estaba nuestro instituto, con la fachada cubierta por un glorioso mosaico fálico-psicodélico: un grafiti de pollas pintadas con espray. Contra sus muros de cemento se apoyaban polis, no guardias de paja.
Nosotros éramos chicos de ciudad. Vivíamos en pisos que eran auténticos cuchitriles de mala muerte. Nuestra familiaridad con la figura del espantapájaros procedía exclusivamente de las descafeinadas ilustraciones de L. Frank Ваum y del ñoño a la par que aterrador montaje del escaparate de la tienda de comestibles Food Lion, donde cada otoño colocaban un espantapájaros apoyado un tanto al desgaire entre un colono, una cornucopia y un pavo arrugado como un escroto. El espantapájaros de Food Lion parecía una escoba con camisa hawaiana, comiéndose con los ojos los culos de las mujeres cuando se agachaban para elegir sus yogures desnatados. Pero lo que nosotros nos encontramos en Friendship Park no se le parecía lo más mínimo. En un primer momento tuve la seguridad de que aquella cosa amarrada al roble estaba muerta o viva. Que era real, vaya.
—Eh, tíos. —Tragué Saliva—. Mirad… —Y señalé hacia el roble, donde un chico de nuestra edad estaba amarrado al tronco. Un chico vestido con pantalones vaqueros y un jersey a rayas descolorido del mismo tono lombriz que el pelo; un chaval blanco, doblado sobre la cuerda. Gus fue el primero en llegar hasta él.
Qué subnormales sois —dijo con estridente alivio—. Si es un monigote. Está relleno de paja.
—¡Es un espantapájaros! —chilló Mondo. Y le pegó un puntapié a un brillante bulbo que en verdad parecía de paja bajo la cara gacha del muñeco. Un pequeño montículo. El espantapájaros se contemplaba las tripas con semblante inexpresivo, los ojos de cristal centelleantes. Mondo chilló de nuevo.
Seguí la mirada del espantapájaros y bajé la vista hacia la paja. Perdía largas briznas que flotaban en el aire, como restos de pelo en el suelo de una barbería. Briznas de clorofílicos verdes y amarillos. Y otras de aspecto negro y gelatinoso. ¿Cuánto tiempo llevaría con esa paja fuera?, me pregunté. ¿O dentro? Busqué con la mirada algún desgarrón en el jersey, mientras el frío se retorcía como una anguila en mis propias tripas. Aquella misma mañana, mientras desayunaba mi habitual tartifruti de hojaldre, había visto en las noticias a un soldado extranjero contemplando con semblante de pasmosa serenidad el chorro de sangre que le manaba de la cabeza. La calma se derramaba sobre él, al ritmo de la sangre. En la habitación de al lado, oía a mi madre mientras se arreglaba para ir a trabajar, cantando una vieja canción popular y trajinando con perchas. En la tele, un ojo del soldado parpadeó y se cerró. Pero luego, de buenas a primeras, cambiaron de historia y las imágenes saltaron como un resorte a los árboles de otro país bañados por un cielo azul amoniaco. De repente, incapaz de tragar, me quedé con la mermelada goteando de la boca: ¿dónde se había metido el cámara o la cámara? ¿Quién permitía que el rostro del soldado se disolviera en aquella calma?
—¡Vamos a desatarlo! —gritó Mondo.
Yo asentí con la cabeza.
—No, mejor no —dijo Juan Carlos. Volvió bruscamente la cabeza hacia el bosque, como si pudiera haber un francotirador agazapado entre los robles—. ¿Y si —le dio un empujón al muñeco— es de alguien? ¿Y si nos espían? Igual se están riendo de nosotros…
Corría entonces finales de septiembre, una estación fresca y roja. Me pregunté quién habría decidido atar el espantapájaros precisamente a aquel árbol, a nuestro árbol, al árbol de nuestra pandilla: el Club de las Tinieblas. Era el ejemplar más alto de todo Friendship Park, un roble palustre de dieciocho metros de altura cuyas ramas se asomaban a un profundo despeñadero al que llamábamos «el Cucurucho». La erosión había partido en dos la roca caliza, creando una caída de casi cinco metros a una abertura que parecía el lecho arenoso de un pozo; en su punto más ancho no tendría más de dos metros. La roca de sus paredes era suave al tacto. A primera vista, sin un paracaídas parecía difícil llegar hasta abajo. Mondo siempre intentaba convencernos para que lanzáramos un colchón por el barranco y nos tiráramos. El cucurucho se había convertido en un ataúd abierto para nuestros desperdicios. Allá en lo hondo se veía una tierra azul y húmeda con vetas color rosa rábano, tan exótica para nosotros como un lecho marino. Condones y agujas (no nuestros) y fragmentos plateados de bolsas de patatas fritas y botellas de cerveza (la mayoría nuestras) parecían crecer entre las malas hierbas. El majestuoso roble inclinaba su sombra sobre el Cucurucho como una niña jugando a suicidarse, haciendo temblar sus múltiples y encendidas hojas.
Hacía cuatro años que nos reuníamos bajo aquel roble, desde que teníamos diez. En aquel entonces jugábamos a juegos de verdad. A escondernos y a buscarnos. Hacíamos cosas inofensivas en los árboles. En el hueco del roble atesoramos un alijo de armas de plástico entre las que se incluía la Sounds of Warfare Blazer, una metralleta de plástico que necesitaba dieciséis pilas triple-A para emitir un ruido como de cobaya tuberculoso. Eran tiempos inocentes. Luego nos fueron empujando a escalafones superiores de Anthem, y desde que estábamos en el instituto nos reuníamos allí para beber cerveza y fastidiarnos unos a otros. Dos veces por semana nos dábamos una vuelta por el súper para robar alcohol y cosas de picar, de manera sorprendentemente ordenada, por riguroso turno. «¡Somos comunistas!», exclamó a voz en grito Mondo en una ocasión, golpeando el aire con el puño levantado lleno de cacahuetes picantes, y Juan Carlos, que sí hacía los deberes, rezongó con sorna: «Tú estás algo confundido, hermano».
Friendship Park era el último espacio verde de Anthem, veinticuatro hectáreas de bosque rodeadas por una gasolinera, un parque de bomberos y una pizzería-buffet en ruinas. «Adiós pizzas» rezaba un letrero sobre un bulldozer. La zona central de Friendship Park estaba llena de pinos, abetos rojos y ardillas que te chillaban zalameras boberías, montadas sobre sus patitas traseras suplicando que les echaras algo. Vivían en los cubos de basura y tenían los mismos ojazos inocentes y el mismo pelaje ralo de los niños yonquis. Si hubieran sido un poco más espabiladas, podrían habernos atracado y con el dinero de nuestras carteras haberse pagado el billete de tren al parque nacional, a una hora al norte del deprimido casco urbano de Anthem. Juan Carlos era el único que había visto aquellos bosques auténticos. («Había un río y un pez morado cagando dentro»: eso fue todo lo que conseguimos sonsacarle).
Detrás de nuestro roble había un parque infantil del que también nos habíamos apoderado. Recientemente, el instituto municipal Jardines y Espacios Recreativos de Anthem había recibido una cuantiosa subvención y habían dejado el parque transformado en una especie de manicomio. Columpios acolchados, toboganes acolchados, barras acolchadas, ruedas giratorias y balancines acolchados: todos los elementos recreativos del parque habían sido tapizados por el consistorio en aquel caucho de rojo frenopático. Para amortiguar el riesgo de denuncias, decía Juan Carlos; una noche, por sugerencia de Juan Carlos, evacuamos el alcohol de garrafón meando por turnos sobre el almohadillado a prueba de riesgos. Nuestro parque tenía un sendero para perros minado de cacas y un campo de béisbol naranja, además de un lúgubre estanque que, como ciertas localidades de Florida, había sido en otros tiempos un destino vacacional muy popular para las aves acuáticas pero que ahora estaba abandonado, y una zona de picnic techada que parecía una caravana del Oeste. Cus aseguraba que se había tirado allí a una el último San Valentín, sobre las mesas de cemento: «pero tirado de verdad, no rollo de boca y tal», dijo con mucha autoridad. Los demás intuimos que si Gus había logrado llevarse engañada a alguna chica hasta nuestro parque a mediados de febrero, lo más probable era que hubieran hablado de temas exentos de polémica, como el frío de la nieve y la excelencia de la maría de Gus, sin quitarse para nada las antilujuriosas parkas.
El roble estaba repleto de señales de nuestros gamberros antepasados:
v ♥ k; JIMMY DINGO: MUÉRETE; JESÚS TE AMA; ¡¡¡YO ESTUVE AQUÍ!!!
La cabeza del espantapájaros, observé, se bamboleaba bajo nuestra propia inscripción:
MONDO + GUS + LARRY + J.C. = El Club de las Tinieblas
Un nombre un poco ingenuo, Club de las Tinieblas, pero lo habíamos escogido a los diez años y ya no íbamos a cambiarlo. La pandilla la integrábamos cuatro miembros: Juan Carlos Díaz, Gus Ainsworth, Mondo Chu y yo, Larry Rubio. Apellido cuya «u» yo pronunciaba como «a», a la inglesa, Rubby-oh de manera que sonaba a patito de goma. Mi padre se fue de casa cuando cumplí los dos años, y no sé ni una palabra de español, a menos que tengamos en cuenta las que todo el mundo anglosajón соnoce, como «hablo» y «no». Mi madre procedía de una numerosa y pueblerina familia de Pensacola, con carretadas de tíos hermanos, tías pelirrojas y primas segundas, terceras o décimas de pelirrojo felpudo, hordas de parientes de sangre a quienes, supongo, mi madre renunció para casarse con mi padre y luego divorciarse. No teníamos trato con ninguno. Llevábamos ya bastante tiempo solos los dos, mi madre y yo.
Juan Carlos había intentado instruirme: «Se pronuncia con «u», capullo. ¡Ruuubio!».
Mi madre tampoco sabía pronunciarlo, lo cual causó más de una situación embarazosa en el despacho del señor Derry, el jefe de estudios del instituto. Ella había retomado su apellido de soltera, un nombre que sonaba como a municipio élfico: Dourif. «¿Y yo por qué no puedo ser un Dourif como tú?», le pregunté de muy niño, y ella, para mi gran pasmo, vertió el contenido de la copa que tenía en la mano sobre la alfombra. La protesta era mi personal e infantil manera de manifestar un violento descontento. Salió de la habitación, y mi estupefacción fue en aumento al comprobar que no regresaba para limpiar el desaguisado. Me quedé observando cómo la mancha empapaba la moqueta, con el sol penetrando entre las lamas de las persianas. Después puse mi nombre completo en todas las carpetas del соlegio: LARRY RUBIO. Y respondía al nombre de «Rubio», como el extraño de mi padre andará haciendo en alguna parte. Lo que mi madre parecía desear que hiciera —que conservara el apellido en ausencia de aquel hombre— era para mi totalmente ridículo, como cuando en los dibujos animados El Coyote se queda aferrado al asa (sólo al asa) de una maleta que ha saltado por los aires.
El chico espantapájaros medía lo mismo que yo, metro sesenta y cinco. Era un híbrido curioso: tema cabeza como de muñeco de cera, con ojos de cristal y rasgos muy marcados, pero cuerpo de espantapájaros: tela de saco bajo los vaqueros y el jersey. Sus mullidas extremidades, cosidas a máquina, estaban rellenas de paja. Di un paso hacia él y le asesté un puñetazo en el torso, compacto como una bala de heno; casi esperaba que saliera un grito por su boca. De pronto comprendí el alarido que Mondo había dado antes: cuando el monigote no emitió sonido alguno, me entraron ganas de gritar por él.
—¿Quién le ha pegado eso a la cara? —preguntó Mondo—. Los ojos esos.
—Pues quien lo pusiera aquí, ¿quién va a ser?, gilipollas.
—Vale, pues hay que estar pirado para hacer una cosa así. ¿A quién se le ocurre vestir a un monigote, ponerle ojos y atarlo a un árbol?
—A un alemán, seguramente —dijo Gus, muy enterado—. O a un japonés. Algún maníaco sexual de ésos.
Mondo puso los ojos en blanco.
—Igual fuiste tú, ¿no, Ainsworth?
—¿Y si es un títere de algún teatro? De nuestro instituto, mismamente.
—Lleva unos andrajos que dan asco.
—¡Anda, pero si tiene un cinturón igual que el tuyo, Rubby!
—Vete a tomar por culo.
—Eh, tú…, no pensarás robarle el cinturón, ¿eh? Eso trae mal fario, ¿no?
—¡Joder, si lleva calzoncillos! —Mondo, con risita nerviosa, le tiró del elástico.
—Tiene un agujero —dijo Juan Carlos en voz baja. Había metido la mano entre la espalda doblada del muñeco y el árbol—. Aquí detrás, en la espalda. Se le sale la paja.
Juan Carlos se puso a zarandear el espantapájaros y a medida que le iba saliendo el relleno, con la misma precipitación presa del pánico se lo iba embutiendo otra vez por el agujero; todo ello sin dejar de lanzar miradas de soslayo, aterrado, como un cirujano que hubiera metido trágicamente la pata en una operación e intentara disimular ante sus auxiliares de quirófano. La paja, observé con un escalofrío, salía verde y fresca.
—¡Pones cara de haberla cagado, J.C.! —dijo Gus entre risas.
Yo también solté una risita forzada, pero me entró miedo, miedo de verdad. Aquella paja limpia y fresca me había metido el miedo en el cuerpo. Un horrible olor dulzón emanaba del monigote, ese hedor que uno asocia con cosas inocentes: zoológicos, tiendas de animales, paseos en poní. El relleno le salía hasta por los muelles de los globos oculares.
«Méteselo otra vez, Juan, y puede que no nos pase nada…»
—¡Uy! ¡Eh, tíos! ¿Los espantapájaros tienen dedos? —Mondo rió nervioso de nuevo y extendió la mano blanca del monigote, con mucha formalidad, como si de pronto llevara esmoquin y acompañara al espantapájaros al baile de promoción más terrorífico del planeta. La mano colgó flácida de la manga grapada al muñeco. Parecía una mano de escayola, con cinco dedos largos y delgados. La cara del chico se había moldeado con el mismo material blanco. Sus rasgos no eran impersonales, como los de las cabezas de los maniquíes en los centros comerciales, sino como torcidos, raros. Muy hábilmente contrahechos. Inspirados en la cara de una persona real, pensé, como los muñecos de los famosos en el museo de cera. A imagen de alguien que se suponía que debías reconocer.
Cuanto más fijamente lo miraba, menos real me sentía yo mismo. ¿Era el único que se acordaba de su nombre?
—Qué extraño. Tiene la cara fría. —Juan Carlos deslizó un dedo por la nariz de cera.
—¡No te jode! ¡Pero si el tío lleva unas Hoops! —Gus se arrodilló para mostrarnos las punteras negras de las zapatillas de deporte que asomaban por los bajos de los pantalones del espantapájaros. En el instituto, nos preocupábamos de trincárselas a todos los que eran lo bastante pringados para ponerse algo así: eran una imitación de las Nike, con muchos brillos de un insultante dorado falso, y yo sólo de verlas me subía por las paredes. La «H» del logo era la ostentosa manera de anunciar a la clase: «¡Hola, soy pobre!».
—No lleva las gafas —farfullé. De pronto me daba miedo tocarlo, como si la húmeda varita mágica de mi dedo pudiera insuflarle vida.
—¿Parpadea? —preguntó Mondo, agarrándole los ojos—. Mi hermana tiene una muñeca que parpadea y… uy. Glups.
Mondo se volvió hacia nosotros, muy risueño. En el lugar que antes habían ocupado los ojos del muñeco había de pronto dos leves hendiduras en la cera.
—¡Joder! —Gus sacudió la cabeza—. Pónselos en su sitio.
—No puedo. Los hilitos se han roto. —Abrió la mano para mostrarnos los ojos: dos bolas de cristal como dos uvas de grandes—. ¿Alguno de vosotros sabe coser, mamones?
Rosas intensos se filtraban por la otoñal malla del roble. La caída del sol señalaba el cierre oficial del parque.
—Hablo en serio —dijo Mondo, con desesperación en la voz—. ¿Alguien lleva pegamento o algo?
Una luciérnaga iluminaba los cavernosos e inútiles orificios nasales del monigote sin que éste pareciera percatarse. «Ahora todavía estás más ciego», pensé, embargado por una gran pesadumbre.
Mondo parecía estar atando cabos.
—¿No os suena de algo el chaval este?
Se puso de puntillas y escudriñó la cara del espantapájaros con una sagacidad inusitada; Mondo Chu todavía tenía el aspecto de un bebé gordinflón, y los grandes y rollizos mofletes le achinaban los ojos produciendo una impresión de bizqueo narcoléptico. Había algunos indicios de que las cosas no iban del todo bien en casa de los Mondo. Mondo era mitad chino, mitad otra cosa. Ninguno recordábamos qué, si es que lo supimos alguna vez.
«No lo digas».
—¡Toma! —Mondo plantó los talones en la tierra—. Pero si es Eric.
—Toma. —Di un paso atrás.
Juan Carlos se quedó paralizado con la mano dentro de la espalda del muñeco, sin mudar la expresión artera y distante del cirujano.
—¿Quién coño es Eric? —gruñó Gus.
—¿De verdad que no os acordáis de él, mamones? —Mondo nos sonreía como si acabara de ganar un concurso televisivo. Agitó la mano de cera del muñeco a modo de saludo y dijo—: Eric Mutis.
Todos nos acordamos entonces: Eric Mutis. Eric Mutante, Eric Moco, Eric el Mudo. Un chaval sin amigos, más blancuzco que una coliflor, que había sufrido un par de ataques en clase.
«Eric Mutis es epiléptico», nos explicó el profesor con aire un tanto inseguro después de que Leyshon, el monitor de gimnasia, se llevara a Mutis del aula. Eric Mutis había entrado en nuestra clase el octubre del año anterior, procedente de otro colegio. Nunca nos lo presentaron oficialmente. No eran muchos los niños que venían a vivir a Anthem, Nueva Jersey; por lo general los profesores obligaban al nuevo o la nueva de turno a exhibir su extrañeza ante toda la clase. Pero a Eric Mutis, no. Eric Mutis, que parecía verdaderamente marciano, más raro incluso que Тuku, el nuevo recién llegado de Guatemala, nunca tuvo que plantarse delante de la clase y explicarse. Llegó al exilio y se hundió como una piedra en el fondo del aula. Un día, semanas antes de fin de curso, Mutis desapareció y yo, francamente, no había vuelto a pronunciar su nombre desde entonces. Ninguno lo habíamos hecho.
En los pasillos del instituto, Eric Mutis había sido un personaje tan familiar como el aire; al mismo tiempo, nunca pensábamos en él. A menos que lo tuviéramos delante de las narices. Entonces no podía pasar inadvertido: había cierta provocación en la fealdad de Eric Mutis, algo en sus labios y lóbulos agusanados, en sus pestañas rubias y su semblante de tontolaba, que hacía que se te llenaran de lágrimas los ojos y se te cerrara la garganta. Mutis podía transformar a Julie Lucio, la niña que соronaba la pirámide de las cheerleaders, que adoraba los perros, que mejor corazón tenía de todo el curso, en una auténtica bruja. «Algo huele raro», susurraba Julie con su colgantito de unicornio, regocijándonos con la acidez de su tono, y el Mudo, parpadeando con los ojos abiertos como platos detrás de las gafas, decía: «Yo no huelo nada, Julie», con aquella voz suya como de aguada leche marciana. Congénitamente, parecía en verdad un mutante, cegato, inmune a la vergüenza. El Mutante flotaba entre nosotros, feo como un dolor, pero vacío como un globo, su serenidad era inquebrantable. Era feo, decididamente feo, pero eso tal vez tenía perdón. Era su serenidad lo que a nuestros ojos lo hacía monstruoso. Su desconcertante falta de contrición, toda aquella inconsciencia revoloteando en sus ojos azules. Yo, personalmente, le tenía alergia al chaval. Calmas como la suya son alérgenos para los bravucones. Y para los maestros…, supongo que las desgracias siempre vienen juntas porque muchos de nuestros profesores acabaron tomándole una evidente ojeriza a Eric Mutis; llegado diciembre, el monitor de gimnasia decía con sorna en las pistas: «¡Mutante, espabila!».
En el instituto, el Club de las Tinieblas daba las palizas en cuadrilla. Los cuatro sumidos en un silencio animal. Arrastrábamos hasta la parte trasera del edificio de ladrillo rojo de ciencias a alguno de los despavoridos pequeños —normalmente chavales de doce o trece años— y cargábamos y percutíamos con los puños sobre su cuerpo, mientras él daba chillidos y arañazos, hasta que dejábamos al crío hecho un guiñapo. Yo oía aquellos gritos como si brotaran de mi propia garganta y descubrí que no conseguía calmarme hasta que lo hacía el chaval. Me figuraba que había una profunda lógica como de cadena de montaje en lo que hacíamos: una vez que teníamos a un crío dando gritos, nuestra obligación era acallarlo de nuevo. Yo veía el proceso como lo que llaman «un mal necesario». Éramos como una cuadrilla de obreros, manufacturando una calma que en ninguna parte de Anthem se nos podía suministrar. Necesitábamos desesperadamente de aquella calma que sólo nuestras víctimas podían procurarnos, el silencio posterior al ataque, era tan fundamental para nuestra amistad como respirar. Como sangre para un vampiro. Nos arrodillábamos allí, jadeando juntos, dejando que la benéfica burbuja de silencio saliera por el moqueante niño y penetrara en nuestros pulmones.
Aquel curso, Eric Mutis fue uno de nuestros habituales. Le robamos las Hoots al Mudo y las colgamos del asta de la bandera del instituto; antes de que llegara Navidad, tres veces le habíamos hecho ya añicos sus grises gafas del seguro; pero luego volvía a clase con las mismas gafotas de discapacitado recién estrenadas, las mismas Hoops de pacotilla. ¿Cuántos pares de Hoops obligamos a Eric Mutis a comprar aquel curso o, lo más probable, dado que guardaba cola con nosotros para el almuerzo gratuito, a robar?
—¿Por qué eres tan cabezota, Mutante? —le escupí una vez, su rostro a centímetros del mío, boca abajo en la pista, más cerca de mi cara de lo que había estado nunca ninguna chica. Más cerca de lo que dejaba que el rostro de mi madre se acercara al mío, ahora que ya pasaba de los trece. Le olí el chicle en el aliento y lo que llamábamos «esencia de Anthem»: al igual que mi ropa, los andrajos del Mutante apestaban a una mezcla de gasolina y fritanga del comedor escolar—. ¿Cuándo vas a aprender?
Y le estrujé las gafotas en las manos cual Goliat, con el estómago revuelto.
—Las manos, Larry —oí, asombrado de que me llamara por mi nombre—. Te están sangrando.
—¿Eres subnormal o qué? —salté estupefacto—. ¡El que está sangrando eres tú! ¡Es tu sangre!
A decir verdad la sangre era de ambos, pero su mirada me ponía enfermo. Aquella luz ciega, fija como el tono de marcado de un teléfono.
—¡ESPABILA! —Retrocedí grácilmente, para dejarle espacio a Gus y que le propinara la patada de gracia—. Entérate, Mutante: ¡NO SE TE OCURRA… VOLVER… A CLASE CON ESA MIERDA!
Pero llegaba el lunes, ¿y qué se había puesto el Mutante?
¿Sería un acto de rebeldía? ¿Una especie de borrica insurrección? Yo no lo creía así; eso nos habría consolado un poco, que el chico tuviera valentía y ánimo para rebelarse. Pero Eric Mutis llevaba aquella facha irreflexiva y desvergonzadamente. No había forma de hacerle entender que era una vergüenza. («¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha hecho esto?», aullaba en la escalera nuestra vecina de arriba, la señorita Zeke del 3.°C, restregando las narices de su estrábico perro salchicha en un lago de orina, mientras el perro, un verdadero caso perdido, propulsaba otro chorrito en el suelo). Cuando la emprendíamos con él detrás del edificio de ladrillo de ciencias, el Mutante nunca parecía соmprender qué delito había cometido, ni qué estaba pasando, ni siquiera —los ojos azules perdidos, desconectados— que le estuviera pasando a él.
De hecho, creo que Eric Mutis se habría visto en apuros hasta para identificarse a sí mismo en una rueda de sospechosos. En los servicios del instituto siempre evitaba los espejos. Las baldosas azules de aquellos servicios caían en pendiente, de manera que mear en la taza se convertía en una tarea extrañamente peligrosa, como si en cualquier momento pudieras ser devorado por una ola oceánica. Los profesores utilizaban un váter aparte para el personal docente. A mí se me conocía por haber estado a punto de ahogar a un chaval en el lavabo. Incluso el Mudo sabía eso sobre mí; era la única lección que había aprendido. «Ноmbre, tú por aquí, Mutante», le decía yo muy chulito. Más de una vez lo vi soltarse la polla, subirse la cremallera y salir zumbando frente a la hilera de lavamanos, su familiar rostro persiguiéndolo borrosa y desesperanzadamente en los espejos, al entrar yo en los servicios. Entonces solían hacerme feliz esas cosas, que chavales como Eric Moco me tuvieran miedo. (La verdad, no sé qué clase de persona sería yo entonces).
Delante del espantapájaros, me pregunté si el verdadero Mutis habría reconocido aquel monigote. ¿Habría identificado su propia cabeza?
Aquella noche nos pasamos otra hora entera contemplando el muñeco de Eric y discutiendo qué se hacía con él. La luna se levantó sobre Friendship Park. Todos empezábamos a ponernos nerviosos. Gus se terminó las cervezas. Mondo daba papirotazos en los ojos de cristal del muñeco como si fueran canicas.
—Bueno —suspiró Gus, estirándose los oscuros lóbulos de las orejas, su señal en el béisbol de que había agotado por соmpleto la paciencia—. Podríamos hacer un experimento y tal. Está bastante claro. Una manera de descubrir lo que aquí el amigo Eric el Mutante…
—… el espantapájaros, querrás decir —corrigió Mondo entre dientes, como si lamentara haberle puesto nombre.
Gus levantó la mirada al cielo con exasperación.
—… vale, lo que el espantapájaros está haciendo en el parque. Y de qué se supone que nos está protegiendo. Una manera, digo, sería desatarlo del árbol.
Ese tema se había estado barajando un buen rato: ¿qué amenaza, exactamente, intentaba ahuyentar de Friendship Park aquel monigote? ¿Qué o a quién iba a espantar el muñeco de un crío, de un friki como el Mutante?
El roble se estremeció sobre nosotros; eran casi las nueve. La policía, si se tropezaba con nosotros, nos pondría una multa por estar allí a aquellas horas. «Tropezad con nosotros, agentes», pensé. Tal vez ellos supieran qué procedimiento había que seguir en esas situaciones, lo que uno debía hacer si descubría el espantapájaros de un compañero de clase amarrado en el bosque.
No creo que sea buena idea, Gus —dijo Juan Carlos premiosamente—. ¿Y si resulta que está aquí por un buen motivo? ¿Y si luego pasa algo malo en Anthem? La culpa la tendríamos nosotros.
Yo asentí.
Mirad, fuera quien fuera el que dejó esto aquí, está como una puta regadera. Yo no pienso toquetear las pertenencias de un tarado…
Seguimos aduciendo razones válidas para dejar el muñeco donde estaba y poner pies en polvorosa cuando Gus, que llevaba un rato callado, se levantó y se dirigió hacia el roble. Una navaja saltó de su bolsillo, un cuchillo de diez centímetros que ninguno sabíamos que llevara encima y que habíamos visto utilizar a su guapa madre, la señora Ainsworth, para trocear y deshuesar pollos.
—¡GUS! —exclamamos.
Pero ninguno intentó detenerle.
Gus serró la cuerda sin dificultad y le dio un empujoncito al muñeco —sin alegría, por obligación, como un hermano mayor empujando un columpio— que lo lanzó de cabeza sobre las raíces del roble. El espantapájaros cayó como un fardo dando tumbos por el Cucurucho, cosa que habría tenido su gracia vista por televisión; sin embargo, la caída que nosotros presenciamos en aquel bosque bajo el ojo naranja de la luna, con aquel inexpresivo rostro girando hacia nosotros, la taxidermizada cabeza de Eric Mutis coronando el cuerpo del espantapájaros, fue un espectáculo espeluznante. Aterrizó sobre las rocas con un sordo topetazo. No sé cómo describir la extrañeza óptica del ritmo al que sucedió todo ello, porque el muñeco cayó rápido, pero el descenso se me hizo anormalmente largo, como si el lecho del bosque estuviera, con la misma rapidez, alejándose de Eric Mutis. Alguien casi se rió. Mondo ya estaba de rodillas, asomado al borde del tajo, y fui con él: el espantapájaros parecía un niño con el cuello partido en el fondo de un pozo. Tumbado boca abajo sobre un pringoso aguazal de hojas negras y granates. Con las piernas completamente retorcidas. Una de sus blancas manos girada del revés. Nos saludaba, palma en alto, acuchillando el aire con sus largos e inverosímiles dedos.
—Bueno —dijo Gus, volviendo a tomar asiento en el lugar donde había dejado su lata roja de cerveza hundida entre la hojarasca, como si estuviera en la playa—. Ya podéis darme las gracias. Ahora os calláis todos. El experimento se pone en marcha.
Salimos del parque entre la calle Gowen y la avenida Cuarenta y Ocho. Un portero nos saludó con la mano desde un elegante edificio de pisos, con toldos que salían como zarpas doradas por ochenta ventanas. Cuando de repente se encendieron las farolas, creo que ahogamos todos un grito. Nos apiñamos, bañados por una luz submarina. Incluso en días sin espantapájaros detestaba ese momento, la presión acumulativa de la despedida, pero esa noche resultó que no había nada que decir. Cada uno se fue por su lado a paso lento; un lento ballet. Una palomilla que aleteaba sobre nuestras cabezas nos habría visto como un nudo disolviéndose a lo largo de muchos lepidópteros siglos. Se me ocurrió pensar que, dada la esperanza de vida de una palomilla, el parpadeo de un niño debía de durar casi un año. El monigote de Eric habría estado dando tumbos Cucurucho abajo durante décadas.
Aquella noche marcó un hito extraño en mi vida; empecé a pensar en el Tiempo de otra manera, en el Tiempo con mayúsculas, en aquella sustancia sometida a misteriosas conversiones. De camino a casa observé el revoloteo de las palomillas sobre las hileras de coches detenidos. Llamé a Mondo por teléfono, cosa muy rara; me sorprendió incluso que tuviera su número. No hablamos de Eric Mutis, pero el esfuerzo de no mencionarlo hizo que las palabras que sí dijimos sonaran llenas de viento, vacuidades aceleradas sin ningún sentido. La verdad es que yo nunca había intentado quitarme a Eric Mutis de la cabeza, no había sido preciso. Cortésmente, el Mutante había desaparecido de mi cerebro sin dejar rastro, al mismo tiempo que se había esfumado de la lista de alumnos del instituto. De no haber sido por el regreso de su espantapájaros en Friendship Park, dudo que hubiera vuelto a pensar en él.
«Mientras yo estoy aquí en la ducha, ¿Eric Mutis dónde está?».
Me dio por yuxtaponer mis actividades en la vida real con las del Mutante en la fantasía: ¿estaría soplando torneadas velitas rojiblancas de cumpleaños? ¿Haciendo los deberes quizá? ¿Qué hora de qué día sería en el lugar donde Eric Mutis residía ahora? Me lo imaginaba en Cincinnati, echando churretes de mostaza sobre una blandengue salchicha de Frankfurt en algún estadio de béisbol, en Francia tocado con boina de artista bohemio (me lo imaginaba también muerto, como en una ensoñación соmpulsiva, fantasía esta cuya consecuencia directa fue que se me quitaron las ganas de desayunar). «¿No piensas tomarte tu tartifruti, Larry?», decía a gritos mi madre. «¡Pero si es de prambuesa!», replicaba ella. A mí el tartifruti de prambuesa me recordaba una hemorragia nasal recubierta de hojaldre. ¿Qué estaría comiendo Eric? ¿Dormiría bien? («¿Le rompimos la nariz al Mutante alguna vez?», le pregunté a Gus en clase. «Una como mínimo», me confirmo Gus). De pronto todos los minutos de mi vida proyectaban una sombra de reloj de arena, y yo me dividía en dos.
Pero en el interior del Cucurucho resultó que el espantapájaros de Eric Mutis se estaba subdividiendo más rápidamente aún.
Durante una semana fuimos a diario al barranco para contemplar al espantapájaros tirado boca abajo en el fondo. No ocurrió nada digno de mención. Hubo un atraco en el Burger Burger; el ladrón se llevó una tarjeta de débito y un cartoncito de batido de leche. El billete de autobús subió cinco centavos. El Día de Puerto Rico, un conductor borracho que se había colado en la cabalgata con la bandera puertorriqueña cubriendo el parabrisas de su vehículo a modo de patriótico vendaje se estampó contra una hermosa carroza de la isla de Puerto Rico. En la crónica de sucesos no mencionaron nada que pareciera guardar relación con Eric Mutis, y tampoco con la ausencia de Eric Mutis. Ningún pájaro extraño vino a posarse por la noche en los robles de Friendship Park una vez que el espantapájaros bajó la guardia. O que se la bajamos nosotros. Que lo bajamos a las profundidades, para el experimento más absurdo del mundo.
Si cerraba los ojos, sentía los viscosos hierbajos aplastados bajo su cara.
—¿Eric tenía padre? ¿O madre?
—¿No estaba con una familia de acogida?
—¿Adónde se marchó a vivir, que no me acuerdo?
—Hizo Mutis por el foro, ¿no? Se esfumó sin más.
En el instituto, la nueva responsable del departamento de orientación no pudo ayudarnos a localizar a nuestro «amiguito»: se había colado un virus en el sistema informático del distrito, según dijo, y lo había borrado todo. De Mutis, Eric, no quedaba rastro. Su foto tampoco figuraba en el anuario, AUSENTE, rezaba el óvalo azul vacío entre las orladas muecas de rigor de Georgio Morales y Valerie Night.
A continuación consultamos con Leyshon, el monitor de gimnasia, al que encontramos amorrado a un bizcocho relleno de gelatina de la máquina expendedora bajo el banquillo techado del campo de béisbol.
—¿El Mutante? —gruñó—. ¿Así que el manta aquel ya no volvió?
Forzamos el archivador del señor Derry, el jefe de estudios, e hicimos unos hallazgos tan insustanciales como deprimentes sobre la psicología del señor Derry, como, por ejemplo, la «Nota para moi» donde había escrito, en bolígrafo rojo chillón: COMPRAR SACAPUNTAS.
A continuación consultamos las páginas amarillas de la biblioteca municipal. Toda una antología de falsas alarmas. Creímos haber localizado al Mutante en Lebanon Valley, Pensilvania. En Voloun River, Tennessee. En Jump City, Oregón. En Jix, Alaska, localidad que sonaba a cereales para el desayuno o perro asesino, donde había censadas cuatro familias con el apellido Mutis. Hicimos nuestras llamadas. Decenas de Mutis a lo largo y ancho de Estados Unidos nos colgaron el teléfono después de disculparse por la carestía de Erics en sus domicilios. El nuestro era un país tan vasto como vacío de Erics Mutis. Gus colgó de un porrazo el auricular, asqueado.
Ni que hubiera salido de un huevo el tío. Lo que a mí me gustaría saber es quién lo convirtió en espantapájaros.
Entonces no tuvimos muy claro ni siquiera en qué clase de apartados buscar. ¿Quién hacía monigotes de niños? Ojeamos el listín buscando epígrafes absurdos: REPARACIÓN DE ESPANTAPÁJAROS, NIÑOS DE CERA. Encontré la dirección de un titiritero que tenía un taller en el barrio textil de Anthem. Gus fue en bici hasta allí para hacer un reconocimiento del terreno; zigzagueó entre los rascacielos bancarios del casco urbano y se jugó la vida atajando por el paso subterráneo, habitado por gigantones desquiciados que te rebuznaban al pasar y fantasmales carritos de supermercado que rodaban sin que los moviera el viento. Gus estuvo una hora dando vueltas alrededor del taller del titiritero, intentando pillarle in fraganti en sus negras artes: porque ¿y si estaba haciéndonos espantapájaros a los cuatro? Pero el titiritero resultó ser un tipo bajito y calvo vestido con camisa estampada de narcisos; el títere que tenía sobre la mesa era un hipopótamo, o puede que alguna clase de león. Cuando Gus llevaba dadas quince vueltas en torno al taller, el titiritero abrió la ventana, lo saludó alegremente con la mano y le informó de que acababa de llamar a la policía.
—Genial —suspiró Juan Carlos—. O sea que seguimos sin idea de quién hizo el monigote.
—Pero ¿cómo coño puedes confundir a un hipopótamo con un león, tío? —exclamó Mondo. Mondo solía tener esas salidas de pata de banco. Yo imaginaba su rabia como un pájaro fiero y tontorrón al que siempre le daba por posarse en el árbol equivocado, a montones de bosques de donde nos encontrábamos los demás.
—Calla, Chu, que eres un tarado.
—Puede que lo hiciera el Mutante —dije, casi ilusionado. Deseaba que Eric estuviera sano y salvo en alguna parte—. ¿Sabía que quedábamos en el parque? Puede que atara allí al espantapájaros para jodernos.
—Puede que fuera el jefe de estudios —dijo Juan Carlos—. Un día miré por la ventana del despacho de Derry y vi al Mutante sentado en su sofá. «Mira qué bien que ha ido a pedir ayuda», como que pensé. Pero entonces va Derry y me pilla espiando, se pone en pie de un salto, cabreado como una mona, y cierra las persianas. Rarísimo todo. Y el Mudo tenía un careto que…
También yo veía aquella cara al otro lado del cristal, blanca como si una sanguijuela le hubiera chupado la sangre. De hecho, la había visto aquel día enmarcada en la ventana del despacho de Derry, había visto a Eric Mutis hundido en el sofá de piel de Derry, con sus mariconas gafotas grises.
—Y qué…, qué mala cara tenía —terminó Juan Carlos. Como ¿de miedo? Peor que cuando nosotros lo puteábamos.
—¿Qué hacía en el despacho de Derry? —pregunté, pero ninguno lo sabía.
—Yo vi que fueron a recogerlo —dijo Mondo—. Antes del recreo, porque se había puesto a dar sacudidas como un poseso, un…, un ataque de los suyos, vaya. ¡Y el tío aquel que venía en el coche era un carcamal! Me dieron ganas de decirle, ¿eh, tú, Mutante, el Darth Vader ese es tu padre?
Aquella escena, también, nos vino de pronto a la memoria a todos: el cadavérico conductor, la ajada mano llena de manchas al volante de un Cadillac verde con el morro largo, sacudiendo la ceniza de un puro, y el Mutante que subía al asiento trasero, y luego la ventanilla de atrás empañada como el vidrio de una pecera y el borroso perfil de la cabeza del Mudo tras ella. Siempre iba montado detrás, nunca en el asiento delantero, en eso coincidimos todos. Todos recordábamos el puro.
Gus no había mudado el hosco semblante en todo el rato; hacia días que no contaba ningún chiste bueno de verdad.
—¿En qué parte de Anthem vivía? ¿Alguno recuerda que lo mencionara?
En East Olmsted —respondió Mondo—. ¿No era allí? Con una tía suya que estaba loca. —A Mondo se le ensancharon los ojos, como si empezara a recobrar la memoria—. ¡Creo que era negra!
—Chu. —Juan Carlos suspiró—. Ese recuerdo no es tuyo. Eso es una película de Whoopi Goldberg. Que no, tíos, que los padres del Mutante eran ricos.
—¡Toma! —Mondo se dio un palmetazo en la cara—. ¡Es verdad! ¡Cómo molaba aquella peli!
Juan Carlos dirigió su llamamiento hacia Gus y hacia mí.
—El Mutante estaba forrado. Me acabo de acordar. Yo juraría, casi con toda seguridad, que estaba forrado. Por eso le teníamos tanta tirria…, ¿no? Porque el tío parecía como si no tuviera donde caerse muerto. Yo diría que vivían en Pagoda. En serio.
Casi se me escapa una risotada: Pagoda era el antisuburbio, un castillo de luz. Eric Mutis nunca había vivido en el distrito postal de Pagoda. De hecho, yo sabía dónde vivía porque había estado en su casa. Sólo una vez. El secreto golpeteó como un conejo salvaje en mi interior. Me asombró que los demás no lo oyeran.
El miércoles por la mañana, con el estómago vacío, fui a Friendship Park, yo solo. El sol me acompañó; llegaba ya con veinte minutos de retraso a música, asignatura que suspendía seguro, porque me ponía al fondo del coro con Gus, la boca plisada en plan Clint Eastwood cantando sólo para mis adentros. Era mi asignatura preferida. La señora Verazain ponía discos antiguos de difuntos violinistas que parecían serrar el Tiempo y dejar paso a una suave y verde luz del pasado que inundaba las voces de mis amigos; en aquel entonces hubiera dicho que la música me tranquilizaba más y mejor que la maría y no me gustaba perdérmela.
Pero tenía asuntos pendientes con el espantapájaros de Eric Mutis. Había estado soñando con los dos Erics, el real y el de trapo. Dormía con una almohada bajo la barriga y me la imaginaba rellena de paja. En uno de aquellos sueños, Leyshon, el monitor de gimnasia, me daba permiso para sustituir a Eric, y yo me amarraba al roble y comía paja rojo sangre a caballunos puñados; en otro, presenciaba una vez más la caída en picado del monigote de Eric Mutis por el Cucurucho, sólo que esa vez, cuando el espantapájaros se estrellaba contra las rocas, de su interior saltaban miles de conejos. Crías de conejo: rosados pulgarcitos sin pelo que echaban a correr disparados bajo los robles de Friendship Park.
—¿Eeee-ric? —lo llame en voz baja, a considerable distancia todavía del roble. Y luego, con voz apenas audible—: ¿Guapo?
Era una voz no muy distinta a la de mi madre cuando abría la puerta de mi dormitorio a las tres de la mañana y me llamaba pero claramente sin querer despertarme, queriendo quién sabe qué. Me puse de rodillas y me asomé al barranco.
—Dios mío.
Al espantapájaros le faltaba el brazo izquierdo. Fuera lo que fuese lo que lo había atacado durante la noche, era lo bastante fuerte para arrancárselo de cuajo. La grisácea paja salía a borbotones por el agujero. «Tú eres el siguiente, tú eres el siguiente, tú eres el siguiente», gritaba mi corazón. Eché a correr y no aflojé el paso hasta que llegué al acristalado parasol de la parada del autobús 22. No paré hasta que irrumpí en música, donde todos mis amigos estaban en plena tarea del «do re mi». Me hice sitio junto a Gus al fondo y me desplomé contra la pared.
—Llega usted con mucho retraso, señor Rubio —dijo la señorita Verazain muy contrariada, y yo asentí con ímpetu, los ojos todavía llorosos por el frío—. Ya es tarde para asignarle un papel.
—Lo sé —convine, agarrándome el brazo.
Un día del diciembre anterior, justo antes de las vacaciones de Navidad, nos llevamos los cuatro al Mutante a la parte trasera del edificio de ciencias para jugar a una variante del pilla-pilla que Mondo llamaba «los encantados». Era un juego muy sencillo, sin ninguna complicación: se decidía que niño la llevaba, al modo que uno identificaría la presa trofeo, de ser cazador o declararía que cierto punto rojo era la diana, para disparar contra él.
—¡Yo no la llevo!
—¡Yo no la llevo!
—¡Yo no la llevo!
—¡Yo no la llevo!
Los cuatro sonreímos muy satisfechos, avanzando con nuestras camisetas blancas de gimnasia entre las espadañas. Nadie cortaba nunca la hierba detrás del edificio de ciencias. El Mutante se quedaba plantado como un pasmarote con la maleza hasta la cintura, esperándonos. Ni una vez echó a correr, ni la segunda que jugamos a los encantados ni la centésima. Las reglas no podían ser más sencillas, y aun así Eric Mutis se nos quedaba mirando con sus opacos ojos azules, clavado en el suelo, sin dar muestra alguna de entender el juego.
—Que la llevas tú —le expliqué.
Después de clase, todos me siguieron en fila india hacia el Club de las Tinieblas.
—¡Ya está aquí el ejército! —saltó chungón un vagabundo con el que de vez en cuando compartíamos cervezas, uno de entre el rotatorio elenco de casos perdidos a los que Gus llamaba «los duendes del banco». Estaba despatarrado en su banco habitual, tumbado sobre un lecho de periódicos a lo Cleopatra. Su larga cara de martillo nos sonrió con el rictus congelado mientras le contamos lo del espantapájaros de Eric Mutis.
—No —dijo—. No he visto pasar a ninguno por aquí con ningún muñeco.
—La semana pasada —insistí, aunque me figuré que dicha unidad de tiempo no significaría gran cosa para aquel hombre. Me miró aleteando las pestañas y alisó la papilla de periódicos mojados sobre la que descansaba la mejilla.
Reemprendimos cansinamente la marcha. Había llovido toda la noche anterior; las hojas brillaban, y el acolchado parque infantil refulgía como la caja de dientes de un gigante.
—Entonces, ¿tú quién crees que habrá sido, Rubby? —preguntó Gus.
—Eso. ¿Un animal, por ejemplo? —Los ojos de Mondo chispeaban—. ¿Hay señales de garras?
—Ya lo veréis. Yo qué sé, tíos —mascullé—. Yo qué sé.
En realidad, sabía algo más sobre el verdadero Eric Mutis de lo que les había hecho creer.
Intercambiamos teorías:
Hipótesis 1: El brazo se lo había llevado un humano.
Hipótesis 2: La carnicería se la había hecho un animal, o varios animales. Animales inteligentes. Animales precisos. Animales con garras. Carroñeros: zarigüeyas, mapaches. Aves de presa.
Hipótesis 3: Aquí hay… Otra Cosa.Me pasé todo el camino haciéndome a la idea de que en cuanto vieran el magullado monigote de Eric se cagarían de miedo. Que romperían a dar gritos y saldrían huyendo a toda mecha. Pero cuando se asomaron al Cucurucho, reaccionaron de una forma que nunca me habría imaginado. Se echaron a reír. Histéricos, como tres hienas; Gus el primero, y luego los otros dos.
—¡Qué puntazo, Rubby! —exclamaron.
Yo estaba tan atónito que no podía articular palabra.
—Joder, qué bueno, Rubby-oh. Qué virguería.
—Esta vez te has lucido —convino Juan Carlos con tenebrosa envidia.
—¡Mira tú el Larry! ¡Nos ha salido acróbata el tío! ¿Cómo te las has ingeniado para bajar hasta ahí?
Las miradas exasperadas de los tres se clavaban en mí desde todas direcciones. De pronto pensé que así verían el Club de las Tinieblas chavales como Mutis.
—Un momento… —Mi risa se desplomo transformada en un gruñido—. No pensaréis que he sido yo, ¿no?
Asintieron todos con una extraña solemnidad, tanto que por un desconcertante segundo me pregunté si no estarían en lo cierto. ¿Cómo pensaban que había llevado a cabo la amputación? Intente verme tal como me estarían imaginando: bajando dando tumbos por el barranco colgado de una cuerda, con una navaja en el bolsillo trasero de los vaqueros, la luna naranja bañando las rocosas paredes del Cucurucho y acrecentando más si cabe la impresión de ataúd descubierto, el monigote esperando a mi ataque con una paciencia sólo comparable a la del auténtico Eric Mutis… ¿Y luego qué? ¿Pensaban que me había izado otra vez con el brazo a cuestas, en plan Tarzán? ¿Que me había llevado el brazo del Mutante a casa para colgarlo enmarcado en la pared de mi habitación?
—¡Yo no he sido! —exclamé con un grito ahogado—. Esto no es ninguna broma, gilipollas…
Me levanté y vomité el Gatorade de naranja entre los arbustos. No saqué más que líquido; no había comido nada. Un vacío de días me subió a la garganta y empecé a tener arcadas otra vez, mientras las carcajadas de mis amigos resonaban por el oscuro parque. Luego me sorprendí a mí mismo riendo con ellos, con tanto descontrol y tanto alivio que mi risa parecía una prolongación de las arcadas. (De hecho, me figuro que eso sería exactamente lo que estaba haciendo: regurgitar mis protestas. Purgarme de cualquier pretensión de inocencia y arrastrarme a cuatro patas de vuelta al «nosotros»).
Al cabo de un rato, la risa no parecía pertenecemos a ninguno de los cuatro. Nos miramos pestañeando bajo el chaparrón boquiabiertos.
—Y el Óscar a la pota más gorda es para… ¡Larry Rubio! —exclamo Juan Carlos, doblado aún.
Un pájaro planeó silenciosamente sobre el parque. En algún lugar justo al otro lado de la línea de árboles, los autobuses circulaban cargados de somnolientos trabajadores que regresaban a Anthem al cabo de su jornada en poblaciones más prósperas. Sentí una leve punzada al imaginarme a mi madre dando cuenta de su manzana amarilla en el tren y leyendo algún mаnual de superación personal, en el viaje de vuelta desde la guardería para niños ricos del mucho más rico condado vecino a Anthem donde trabajaba. Reparé entonces en que no tenía idea de lo que mi madre hacía allí; me la imaginé echando a rodar un balón de rayas, a velocidad muy, muy lenta, hacia unas criaturas tocadas con turbantitos de sultán y pañales tachonados de diamantes.
—Mi madre se llama Jessica —me oí decir. De pronto no podía dejar de hablar, como si llevara una castañeteante dentadura de pega—. Jessica Dourif. Gus, tú la conociste una vez, ¿te acuerdas?
Miré fulminantemente a Gus para que no osara replicarme.
—¿Y eso a qué coño viene, Rubby?
Por debajo de nosotros, varias palomas habían aterrizado sobre el cuerpo hecho trizas del espantapájaros. Lo embestían con saña indiferente. Tiraban de sus hilachas. A través de un tajo abierto en la espalda del monigote salía una hemorragia de mugrienta paja, y una de las palomas hundía entera su fulgurante cabeza en lo hondo del agujero. «Ahora eres TÚ quien necesita un espantapájaros», pensé.
—Nunca he conocido a mi padre —solté—. Ni siquiera sé pronunciar mi puto apellido.
—Larry —dijo Juan Carlos con severidad, alzado sobre mí—. Nos da igual. Venga, contrólate, hombre.
Lo que aconteció a lo largo de los ocho días siguientes se desarrolló con la lógica de una de esas truculentas canciones del folclore infantil:
El martes por la mañana, la otra mano del espantapájaros había desaparecido. Yo solté la gracia de que sus blancos dedos habrían salido reptando del parque, parado un taxi y empezado una nueva vida en otra parte, de incógnito, puede que con una familia de incautas tarántulas en Nuevo México.
—Calla ya, Larry —dijo J.C. muy sonriente—. Sabemos que esa mano está dentro de tu taquilla.
El miércoles, al espantapájaros le faltaban sendas Hoops y sendos pies. Todos hicieron mofa salvo yo. Una vez Gus y yo fuimos expulsados tres días del instituto por arrebatarle al Mudo las Hoops, con los apelmazados calcetines incluidos, y acercarle una patriótica bengala a los pies, sólo por putearle.
—¡Larry! —dijo Gus, dándome una fuerte palmada en la espalda—. ¡Ese muro tiene una pendiente de la leche! ¿Cómo trepaste por las rocas con los dos zapatos en las manos?
—Que yo no he sido —respondí en voz baja—. ¿Y si —añadí en un susurro— lo subiéramos? ¿Con una caña de pescar? Por favor…
—¡Ja! ¿Estás llorando, tío?
Todos alabaron mi «actuación». Pero los verdaderos actores eran ellos, mis mejores amigos, simulando creer lo imposible, que el autor de aquellas agresiones era yo, que la pesadilla que venía desarrollándose a nuestros pies era una jugarreta mía. Sólo Mondo me permitía ver el temblor en su sonrisa.
El jueves, el brazo que le quedaba había desaparecido. Arrancado limpiamente del torso, de manera que dejaba a la luz un inquietante atisbo de paja gris enrollada en el pecho del espantapájaros. Esa vez apelé con la mirada: «¡Yo no la llevo, yo no la llevo, yo no la llevo!».
—¿La próxima qué, Rubby? ¿Piensas bajar con una guillotina?
—Pues claro —rezongué—. Se nota que me conocéis bien. La próxima vez que baje, decapito a Eric Mutis de un hachazo.
—Ya —Gus sonrió—. Apuesto a que si te seguimos a casa, encontraremos el brazo del Mutante debajo de tu almohada. El falso y puede que el verdadero también, psicópata.
Y eso hicieron. Me siguieron a casa. El mismo sábado por la tarde después de que descubriéramos que a Eric le faltaban las piernas.
—Venga, venid —dije con voz de pito— y registrad la casa entera, cabrones, a ver si acabamos ya con el rollo este.
El monigote que dejamos en el Cucurucho ya sólo era un torso y una cabeza. Hechos papilla, aplastados. Llevaba camino de convertirse en una calabaza de Halloween en proceso de descomposición. Y era yo quien «la llevaba». Yo era el único sospechoso. Salimos del parque bajo un lúgubre cielo, todos riendo menos yo: que si vaya forma de jugársela, de metérsela doblada, de hacer el capullo y el pringado.
—Eres perverso, Rubby-Oh —dijo Gus con una sonrisa de oreja a oreja.
—Algo perverso hay, sí —convino Mondo, buscando mi mirada.
Mi madre y yo vivíamos en Gray’s Ferry, a dos pasos del hospital; tan cerca que desde la ventana de mi habitación veía los carnavalescos pilotos rojos y blancos de las ambulancias. Despierto, era completamente inmune a las sirenas, cuyo quejido veníamos oyendo por las calles de Anthem desde la cuna: aquel urgente canto nos taladraba tan a menudo que el latido de nuestro соrazón seguramente se había acompasado a él, haciendo por tanto más fácil desoír su alarido; aunque en mis sueños a veces los gritos de los vehículos en el aparcamiento de urgencias se transformaban en los berridos de un gigantesco bebé abandonado detrás del bloque de mi casa. Yo lo único que deseaba en aquellos sueños era dormir, ¡pero el bebé no callaba! Ahora pienso que ésa debe de ser una clase especial de pobreza, la noche en las barriadas urbanas, donde incluso en sueños te ves insomne y tu inconsciente es pura estridencia sin estrellas.
Cuando llegamos a mi casa, el piso estaba a oscuras y a simple vista no había nada alimenticio esperándonos: mi madre no era muy dada a cocinar. Tras una espeleológica exploración en las profundidades del frigorífico, dimos con un paquete de cecina picante y unas lonchas de queso fundido. Eran restos del galán de turno, el último pretendiente que se había instalado en casa, Manny Nosecuántos. En calidad de hijo, me tuteaba con todos aquellos señores, todos sus novios, pero nunca llegaba a intimar lo suficiente para tomarles tirria de una forma personalizada. Mis amigos y yo embutimos treinta y dos lonchas de queso en unos tacos y nos los comimos sin calentar delante de la tele. Más tarde recordaría el acontecimiento como una suerte de velatorio por el espantapájaros de Eric Mutis, aunque en la vida había estado en un funeral.
Registraron mi piso sin encontrar nada. Ni manos blancas dando palmaditas en el armario, ni piernas disecadas junto a las escobas en la cocina. Nada de nada.
—Está limpio —dijo Gus, encogiendo los hombros y hablando como si yo no estuviera presente—. Es probable que enterrara las pruebas.
—Yo creo de verdad que habría que enterrarlo —balbuceé—. Podríamos bajar al barranco y excavarle un hoyo más grande. —Tragué saliva, pensando en la cara de Eric cubierta de fango—. Por favor, tíos…
—Sí, hombre. Como que vamos a caer en ésa también —dijo Juan Carlos enseguida, como si él mismo temiera caer en el Cucurucho.
Acusarme, comprendí, tenía una función práctica para el grupo; de pronto a nadie le interesaba acompañarme a investigar sobre espantapájaros en la biblioteca o intentar averiguar el paradero del auténtico Eric Mutis o indagar quién estaba detrás de su fantasmagórico doble. Ellos ya tenían su respuesta: era yo quien estaba detrás. Eso satisfacía cierta lógica de paja para mis colegas. Dormían bien, habían dejado de hacerse preguntas. Me tenían allí colocado: detrás del monigote.
—¿Por qué no bajamos una noche y nos quedamos vigilando a ver quién viene a despedazar al Mutante? Sea lo que sea, en cuanto nos vea se asustará. —Tragué saliva y clavé la mirada en ellos—. Así sabremos exactamente…
Mondo puso la televisión.
Parecía que llevábamos horas allí sentados a oscuras, en un silencio que crecía y se desparramaba con una densidad sofocante sobre nosotros, hundiéndose en torno a los sofás como las raíces de un árbol. Cuando saltó el chisporroteo en la pantalla que daba por concluida la emisión, ninguno pareció darse cuenta salvo yo. El televisor de mi madre era un aparato RCA antiguo, con mandos de horno a modo de controles y orejas de conejo; siempre me resultó más auténticamente futurista que los modernos aparatos Toshiba de mis amigos. Espasmódicos arcos iris subían y bajaban por la pantalla, imbuyéndola de insectoide vida propia. Ahí estaba la mente secreta de la máquina, pensé con repentino dolor, lo que no se veía cuando los presentadores fijaban la vista con mucho sentimiento en sus teleprompters y las familias de los seriales televisivos hacían huevos fritos y bromas en sus casas de cartón piedra.
La cara de Eric —del espantapájaros Eric— irrumpió en mi mente. Comprendí que el relampagueo incesante y aleatorio en el interior de la pantalla era como yo imaginaba el interior del monigote: vacío y, sin embargo, de un modo que no alcanzaba a comprender y ni siquiera a plantearme, y mucho menos a explicárselo a mis amigos, a la vez «vivo». Los arcos iris surcaban el cristal. Con el televisor sin voz, resonaba el tictac de un reloj.
—¡Eh, Rubio! —dijo finalmente Gus—. ¿Qué coño estamos viendo?
—Nada —respondí con sequedad; sabia mentira, me dije—. Evidentemente.
A lo largo de los tres días siguientes, el monigote continuó deshaciéndose. Una vez desaparecidos los apéndices principales, se hacía más difícil identificar las partes de Eric que iban faltando. Mechones de pelo esfumados. Mordiscos y dentelladas de sus hombros. Bocados. Llegado el lunes, dos semanas después de que nos lo encontráramos, más de la mitad del espantapájaros ya había desaparecido.
—Bueno, se acabó lo que se daba —dijo Juan Carlos con voz rara. En el Cucurucho ya había paja verde volando por todas partes. Me desasosegaba ver toda aquella paja incorpórea, era como observar un pensamiento que no lograba atrapar. La cabeza de Eric seguía pegada al saco del torso.
—Eso es todo, amigos —remedó Gus—. ¡A la una, a las dos, a las tres…, espantapájaros adjudicado! Un aplauso, Rubby.
Me apoyé en el roble, asqueado. Con súbita náusea, comprendí que nunca íbamos a contarle a nadie lo de Eric. Nadie que viera aquella piltrafa en el fondo del barranco se creería la historia. ¿Por qué no habíamos llamado a la policía en el mismo momento que encontramos el espantapájaros, o al jefe de estudios del instituto por ejemplo? Incluso el día anterior hubiéramos estado a tiempo, pero ya era imposible; todos sentíamos lo mismo; no habíamos actuado, y ahora el secreto volvía a su tumba. Eric Mutis se nos escapaba una vez más de aquella formа tan original y terrible.
Aquel viernes nos lo encontramos sin cabeza. Me pareció detectar entonces un atisbo palpable de miedo en los ojos de los demás. Todas las risas a costa de mi «jugarreta» se habían extinguido.
—¿Dónde lo has metido? —murmuró Mondo.
—¿Hasta cuándo piensas seguir con esto? —dijo Juan Carlos.
—Larry —dijo Gus sinceramente—, es de muy mal gusto.
Hipótesis número 4.
—Para mí que lo creamos nosotros —le dije a Chu por teléfono—. El espantapájaros de Eric. No sé cómo exactamente. Quiero decir, que coserlo y tal no lo cosimos, pero para mí que tenemos que ser la razón de que…
—Deja de hacerte el chalado. Sé que es cuento, Larry. Gus dice que seguramente fuiste tú. Me voy, que me esperan para cenar… —Mondo colgó.
Hablando de esa electricidad estática en la pantalla, a veces eso era lo único que veía en los ojos del Mudo real. Sólo una luz aleatoria que registraba el ir y venir de tus puños. Dos vivos vacíos azules. Cuando lo teníamos allí tirado entre la maleza detrás del edificio de ciencias, era ese vacío lo que nos exacerbaba. Yo le pegaba con tanta saña que sentía como si me escindiera por dentro; era extrañísimo, como si estuviera dentro de dos cuerpos al mismo tiempo, el mío y el del Mudo tirado allí, a mis pies. Como si me encogiera bajo los golpes de mis propios nudillos. Pero no podía dejar de pegarle; tenía miedo de hacerlo. Si lo hacia despertaría yo, o despertaría él, y entonces empezaría a doler de verdad. No sé por qué pero juro que tenía que seguir pegándole, para protegernos a uno y otro de lo que estaba ocurriendo. Con el rabillo enrojecido del ojo veía mi puño mojado surcando el aire. Mojado con la brillante viscosidad de los mocos y la sangre de ambos.
Solo en una ocasión consiguieron frenarnos.
—Dejadlo en paz ordenó una voz que reconocimos de inmediato.
Todos nos volvimos. El Mutante respiraba silenciosamente por la boca entre la maleza a nuestros pies.
—Ya me habéis oído. —Era la señora Kauder, la bibliotecaria del instituto. Se acercó con paso rápido hacia nosotros entre aquellas matas de hierbajos que nadie cortaba nunca. Rebasaba con mucho la mediana edad, pero con aquellos labios pintados de rojo y aquella melena canosa nos resultaba escandalosamente atractiva. Llegó hasta nosotros como un leopardo, cimbreando toda la osamenta.
J.C. se frotó con disimulo la sangre de Eric en la manga. Para así poder pretextar de manera creíble, ante la bibliotecaria, el señor Leyshon o el jefe de estudios, que la agresión había sido una pelea. Pero la bibliotecaria le vio el plumero de inmediato. Clavó sus verdes ojos en los cuatro, uno tras otro; a excepción de Eric, nos conocía a todos desde pequeños. Cuando sentí su mirada sobre mí, me invadió una súbita y morbosa vergüenza.
—Larry Rubio —dijo con voz neutra, como si estuviera comentando el tiempo—. Tú no eres así. —Luego añadió—: Y ahora os volvéis todos a vuestras respectivas clases.
Lo dijo de un modo extraño, como ensayado, como si nos estuviera leyendo la vida en algún volumen de su biblioteca.
—Tú a geometría, Gus Ainsworth… —Pronunció nuestros verdaderos nombres con tanta dulzura, como si estuviera rompiendo un conjuro.
—Vosotros, Juan Carlos Díaz y Mondo Chu, a español…
Y tú, Larry Rubio, a informática…
Tenía la voz tan nasal como Eric pero con el delicado temblor de un adulto. Una voz que daba una vergüenza ajena espantosa, un espécimen de frágil saltamontes blanco que, de haber pertenecido a un compañero, habríamos intentado aniquilar.
—Recordad, chicos —nos dijo cuando ya nos alejábamos—. Yo sé quiénes sois y en realidad no sois así. Sois buenos chicos —insistió—. De buen corazón.
—Y tú, Eric Mutis —oí que le decía en voz baja—, tú ven conmigo.
Recuerdo que sentí celos; yo también quería irme con la señora Kauder. Quería sentarme en la oscura biblioteca y oír mi apellido brotar por sus rojos labios de nuevo, como si la palabra en español designara algo bueno. Creo que los cuatro necesitábamos que aquella bibliotecaria nos siguiera por los pasillos del instituto cada minuto de cada jornada escolar, leyéndonos su historia de nuestras vidas, su hermoso guión de lo que éramos y lo que hacíamos…, pero evidentemente no podía hacer eso, y en efecto nos extraviamos.
El sábado convencí a Mondo para que se reuniera conmigo en Friendship Park. Fuimos los dos solos: Juan Carlos trabajaba ese día como empaquetador en el supermercado y Gus había salido con no sé qué chica.
—¿Tú crees que Eric Mutis vive todavía, Chu? —le pregunté.
Chu levantó los ojos de su granizado de chocolate, estupefacto.
—¿Cómo que si vive? ¡Pues claro! Cambió de instituto, Rubby… Muerto no está.
Chu sorbio furiosamente los últimos restos de su granizado, los ojos saliéndose de las órbitas.
—Pero ¿y si estaba enfermo? ¿Y si resulta que el curso pasado se estaba muriendo? O igual lo secuestraron, o se fugó de casa. ¿Nosotros cómo íbamos a saberlo?
—Joder, Larry. ¿Qué coño vamos a saber? Nada de nada. Igual resulta que el Mutante vive aquí a la vuelta todavía. Y él mismo te ayudó a colocar el espantapájaros. ¿No será eso, Larry? —preguntó, y me ofreció los turbios residuos de su granizado aunque me acusaba de malévolas connivencias. Cuando Gus no estaba presente, Mondo era más listo, más amable y más miedoso.
—¿Estáis los dos conchabados? ¿Tú y Eric?
—No —dije con pesadumbre—. El Mutante se ha ido a vivir a otra parte. Fui a echar un vistazo a su casa.
—¿Eh? ¿Que qué?
Por inercia, Mondo se levantó trabajosamente para tirar el vaso del granizado por el Cucurucho, olvidando momentáneamente que se había convertido en una especie de tumba abierta para Eric Mutis, quiso entonces la ciega casualidad que al hacerlo levantara la vista y se fijara en una inscripción tallada en la cara en sombra del roble:
ERIC MUTIS
♥ SATURDAY
—¡Larry!
—gritó.
Alguien
había tallado aquel mensaje en la corteza muy recientemente. La
savia verde manzana rezumaba por las letras. Era una caligrafía
infantil. Su autor había partido el corazón con una flechita.
Cuando vi el epitafio —porque así es como interpreto yo siempre
esas románticas pintadas en árboles y urinarios: como epitafios de
antiguas parejas— se me hizo un nudo en la garganta y el corazón
me latió con tanta fuerza que vi la posibilidad de la muerte muy
cercana.
—¡El
Mutante ha estado aquí! —exclamó. Por un instante Mondo había
olvidado que se suponía que yo era el culpable, el artífice de
aquella psicótica jugarreta—. ¡El Mutante tenía novia!
Así
que entonces ayudé a Mondo a atar ciertos cabos. Le ofrecí a Mondo
las partes de Eric Mutis que en verdad había estado escondiendo.
Un
miércoles por la tarde de la primavera pasada, circulaba yo en
bicicleta por una anodina zona residencial de Anthem, de camino a
casa de un amigo de West Olmsted que me debía dinero, cuando un
coche dobló la curva a toda pastilla y me cortó el paso tan
bruscamente que del frenazo salté por encima del manillar. Sentí un
estallido de dolor en el costado izquierdo y me quedé tirado como un
fardo en la calzada, viendo cómo el conductor seguía su camino tan
campante calle abajo. Aquel coche me sonaba. La última vez que lo
había visto estaba en el aparcamiento del instituto. Un Cadillac con
el morro largo de color verde. Aquella gárgola del puro, el tipo que
cuidaba del Mudo, había estado a punto de matarme. Me arrastré
hasta la acera y allí seguía diez minutos después, hipnotizado por
los destellos de la luz en los radios de mi bici, cuando vi al Mudo
venir hacia mí corriendo por el asfalto. Sus gafotas cuadradas
emitían un fulgor que le daba aire de un extraño personaje de
cómic.
—Hola,
Larry —me dijo—. ¿Estás bien? Lo siento. No te ha visto.
Lo
miré boquiabierto. Se me ocurrieron montones de cosas que decirle:
«¿Ese loco homicida es tu padre? ¿El cabrón que se ha largado
dejándome aquí tirado? ¿Ése es el tío que te cuida o lo que sea?
Porque podría denunciarle, no sé si lo sabes».
Pero
no dije nada; observé cómo mi mano se deslizaba en la suya y
formaba un pegajoso mitón. Dejé que el Mutante me ayudara a
levantarme del suelo. Imaginé que sacaría a relucir que una vez le
había hecho añicos las gafas, pero el Mudo, muy en su línea, no
dijo una palabra. Yo estaba tan aturdido que tampoco abrí la boca y
lo seguí por la calle, apoyado en la bicicleta como si fuera una
muleta rodante. Nos detuvimos delante de una casa siniestra de dos
plantas con la fachada amarilla, el número 52; el llamador de la
puerta era una piña de bronce incrustada de mugre. Dentro de Casa
Mutis me aguardaban más horteradas e incongruencias. En lo que
supuse que sería la sala de estar, las cortinas estaban echadas. No
había un solo cuadro en las paredes (mi madre tenía la casa forrada
de retratos míos con cara de pánfilo). Olía a cucarachicida. En el
único sofá de la sala había pilas de ropa sucia y revistas, y un
recipiente de poliestireno que contenía una cartilaginosa y grisácea
carne con arroz. Tuve tiempo también de reparar en las botellas de
whisky, en los ceniceros. El Mutante no se disculpó en ningún
momento pero me llevó a toda prisa hacia su dormitorio.
Algo
vivo había en el rincón. Eso fue lo primero que advertí al entrar
en el cuarto del Mudo: una raya en movimiento entre pardas sombras
cerca de una ventana cerrada con postigos. Era un conejo. Una
mascota, a juzgar por la botellita de agua enganchada con un alambre
a los barrotes de la jaula. Una mascota no era un animal cualquiera,
era tu animal, un animal que tú querías y cuidabas. Eso ya se sabe,
desde luego, pero por alguna razón, aquella botellita de plástico
refulgió con un brillo asombroso para mí; el olor fresco, limpio,
de la paja perfumaba como una fragancia exótica la habitación del
Mudo.
El
Mutante, entretanto, hurgaba en un cajón.
—¿Crees
que esto te valdrá, Larry?
Eric
me tendió un jersey arrugado y encogido que reconocí enseguida.
—Ajá.
—¿Te
encuentras mejor, Larry?
—De
fábula. Fantásticamente.
Si
llego a presentarme en casa con la camisa empapada de sangre, a mi
madre le da un síncope. Tan horrorizada la habría dejado mi roce
con la Muerte que ella misma habría intentado quitarme la vida. Mi
madre me castigaba siempre que hacía ostentación de mi mortalidad,
le recordaba que su hijo también era una bolsa de fluido rojo. Eric
Mutis parecía saber todo eso instintivamente. Me tendió una camisa
y unos calcetines blancos, y me pregunté por qué el pobre tendría
que ser tan subnormal en el instituto.
Me
puse el jersey de Mutis. Sabía que debía darle las gracias.
—¿Eso
qué es, un conejo? —le pregunté como un idiota.
—Sí.
—Eric Mutis sonrió radiante como nunca lo había visto—. Es mi
conejo.
Crucé
la habitación, con el jersey a rayas de Eric Mutis puesto, para
presentarme a la mascota enjaulada de Eric Mutis, con la sensación
de que la tarde estaba dando un giro extraño. El conejo tenía las
largas orejas aplastadas contra el cráneo, lo cual me hizo pensar en
un nadador europeo.
—Me
parece que estás malcriando a ese conejo, chaval.
Mutis
se había pertrechado para la llegada del apocalipsis, tenía el
dormitorio convertido en un baluarte conejil. Grandes bolsones de
paja y pienso en grano, de veintipico kilos cada uno, se
repanchigaban por los rincones, bajo la cama. Agujas de pino
prensadas. Heno de fleo, heno de dáctilo, heno de pradera, ALFALFA
ECOLÓGICA, ¡CON CALCIO AÑADIDO!, rezaba una bolsa. «Joder, ¿de
dónde saca el Mutante dinero para comprar alfalfa ecológica?», me
pregunté. En la habitación no había prácticamente otra cosa: un
lector de casetes de color morado, varios libros de texto, una
espaciosa cama con la etiqueta de Goodwill todavía en el cabezal.
—Qué
barbaridad, ¿qué le echan a esa alfalfa, anabolizantes o qué?
—Despegué el adhesivo con el precio, sintiéndome como un cateto
urbano—. ¡Veinte dólares! ¡Te han timado! —dije con una
sonrisa—. Mejor hacías comprando la hierba en Jamaica, chaval.
Pero
Mutis me había dado la espalda y estaba agachado susurrándole algo
al tembloroso conejo. La escena me incomodó; aquel susurro me
taladraba de por sí los oídos. Sentí aflorar de nuevo la rabia
habitual y, por un instante, odié al Mutante de nuevo y odie aún
más a ese animalito ajeno, tan cómodamente instalado en su jaula,
succionando como un niño de teta la boca de la botella. ¿Tendría
conciencia el Mutante de la clase de munición que me estaba
brindando? ¿De verdad pensaba que no iba a chivarme de lo de su
nidito de amor en cuanto me juntara con los colegas? Rasgué los
minúsculos barrotes de la jaula con las uñas. Los sentí como
cuerdas de guitarra petrificadas.
—¿Cómo
se llama tu conejo?
—Coneja.
Se llama
Saturday
—contestó
Eric tan feliz y de pronto me entraron ganas de llorar. A saber por
qué. ¿Porque Eric Mutis tenía una mascota propia de niñas; porque
Eric Mutis había bautizado a aquella deprimente criatura con el
nombre del mejor día de la semana? Nunca había visto a Eric Mutis
dirigirle la palabra a ninguna hembra humana, nunca lo imaginé capaz
de enamorarse de nadie. Pero a la conejita le estaba haciendo la
corte como todo un donjuán. Venga a hacerle arrumacos y susurrarle:
«Saturday, Saturday». Tras los barrotes de la jaula, la cara entera
se le estaba transformando. Como si se le suavizaran los rasgos, o
algo así. Hasta que llegó un punto en que dejó de parecerme feo.
¿Qué nos lo había hecho tan repulsivo en primer lugar? Su dedo
trazaba un tiernísimo círculo entre las aplastadas orejas del
animal, en un punto que me pareció especialmente sensible como la
cabecita de un bebé. El conejo tenía los irises inyectados en
sangre, resecos, observé, restregándome
bruscamente
la cara llena de mocos en la manga del jersey de Eric.
—¿Quieres
acariciarla? —me preguntó el Mutante sin mirarme.
—Ni
de coña.
Pero
luego comprendí que podía; en la dimensión desconocida del
cuartucho del Mudo podía hacer cualquier cosa: nadie me miraba,
salvo él y aquella cosa sin voz dentro de la jaula. Una fuerte
opresión salió volando por mi pecho y propulsó mi cuerpo hacia
delante, como un golpe de aire expulsado por un zigzagueante globo.
Dejé que el Mutante guiara mis dedos y los introdujera entre los
barrotes de la jaula. Imité sus movimientos y sacudí la paja verde
pegada al lomo deSaturday. Seguía pensando que estaba
haciendo el bobo, hasta que empecé a acariciarle el pelo en la misma
dirección que el Mutante y sentí que me electrizaba de verdad: bajo
la palma de mi mano, runruneó un pedazo blanco de vida.
—¿Puedo
contarte un secreto?
—Bueno.
Claro.
En
aquel momento, yo tenía el convencimiento de que podía contármelo.
Mutis
me sonrió tímidamente y abrió un cajón. Había tanto polvo en el
escritorio que el limpio resplandor de la jaula de Saturday
hizo que pareciera un tesoro inca.
—Mira.
—El cartel que tendió bruscamente hacia mí rezaba: BUSCO A MI
CONEJITA PERDIDA, MISS MOLLY MOUSE. POR FAVOR LLAMEN AL xxx-xxxx. La
conejita albina de la foto era a todas luces
Saturday,
con una chistera de lentejuelas a lo Barbie que alguien le había
colocado precariamente sobre las orejas; su dueña, supongo, a modo
de guiño al viejo truco del mago que saca conejos de la chistera;
una broma que al parecer se le escapaba a
Saturday,
cuyos ojos rojos miraban taladrantes a la cámara con toda la calidez
y la personalidad de una marciana. La dueña, según el cartel, se
llamaba Sara Jo. «Tengo nueve años», declaraba en él con
quejumbrosa caligrafía. Y daba la fecha: «Perdida el 22 de agosto».
La dirección que figuraba era calle Delmar, 24; a la vuelta de la
esquina.
—Nunca
llegué a devolvérsela. —La voz del Mutante parecía temblar al
compás de las trémulas ancas del conejo—. Veía los carteles por
todas partes. —Hizo una pausa—. Los arranqué todos.
Se
hizo a un lado para mostrarme el cajón del escritorio, atestado de
fotocopias con la imagen de Miss Molly.
—Vi
a la niña que los ponía. Una niña pelirroja. Con dos…, cómo se
llaman… —Arrugó el entrecejo—. ¡Coletas!
—Entiendo.
—Sonreí—. Qué mal.
De
pronto nos echamos a reír, a carcajadas; hasta Saturday, con
sus ancas temblonas, parecía reír con nosotros.
Eric
fue el primero en callarse. Antes de que yo oyera chirriar los
goznes, ya se había precipitado de puntillas hacia la puerta para
cerrarla. Justo antes de que se cerrara, vi una figura encogida que
pasaba sigilosamente por delante y entraba en una oquedad de madera
que supongo que sería el cuarto de baño. Era el viejo que había
estado a punto de arrollarme con su trompudo Cadillac verde en la
calle Delmar sólo treinta minutos antes. Parentesco con Eric: sin
determinar.
—¿Es
tu padre?
Eric
se puso rojo como la grana.
¿Tu…
abuelo? ¿Tu tío? ¿El novio de tu madre?
Eric
Mutis, inmune a la vergüenza en el instituto, capaz de sostenerte la
mirada sin inmutarse lo llamaras como lo llamaras, no me respondió
ni me miró a los ojos.
—Bueno,
da igual —le dije—. Maldita falta hará que me cuentes tu vida.
Si yo ni siquiera sé pronunciar mi apellido, guapo.
Me
eché a reír a carcajadas: ¿de dónde coño había salido eso?
¿Cómo se me había ocurrido llamarle «guapo»?
Eric
sonrió.
—No
pasa nada, monada —dijo.
Nos
miramos a los ojos un instante. Y luego nos partimos de risa los dos.
Fue la primera y última vez que lo oí intentar hacer un chiste. Nos
agarramos la barriga, descoyuntados los dos, chocando el uno con el
otro.
—¡Chsss!
—dijo Eric, ahogado de la risa, apuntando nervioso con el dedo
hacia la puerta del dormitorio—. ¡Chsss, Larry!
Y
luego nos callamos, Eric Mutis y yo. El conejo se empinó sobre la
grupa para beber agua, intercalando una blanca coma entre ambos, el
mundo entero se fue callando progresivamente y, al final, lo único
que se oía era aquella especie de besuqueo que hacía la boquita del
conejo succionando el agua. Durante un par de minutos, entre
resuellos, logramos ser humanos juntos.
Nunca
le devolví el jersey, y el lunes, en el instituto, no le dirigí la
palabra. Escondí los cortes de las manos en sendos puños. Tardé
una semana en toparme con un cartel de Saturday. Suponía que
ya habrían desaparecido hacía tiempo —Eric dijo haberlos
arrancado todos—, pero descubrí uno en el tablón de anuncios de
Food Lion, escondido bajo montones de calendarios de gatitos, de
folletos de yoga y de ¡CLASES DE BONGOS!: la pobre reproducción de
Saturday me miró furibunda por debajo de su chistera
de Barbie y de la inscripción BUSCO A MI CONEJITA PERDIDA. Marqué
el número. Como era de esperar, me contestó una voz de niña,
aflautada y cortés.
—Llamo
para comunicarle algo que creo que será de su interés —dije con
la voz de adulto griposo que ponía para disculpar mis ausencias en
el instituto.
La
niña lo entendió al instante.
—¡Molly
Mouse!
¡La ha encontrado! —Por cierto, que menuda crisis de identidad
para un conejo. ¿A quién se le ocurre ponerle nombre de ratón?
Peor que mi patito Rubby-oh. A los niños deberían prohibirles poner
nombre a nada, pensé indignado, no tienen cerebro para acertar con
el nombre correcto y verdadero de las cosas. Y los padres, igual.
—Sí.
Justamente. Ha salido a relucir cierta información, señorita.
Contoneé
las caderas con el auricular en la mano, sintiéndome poderoso y
malvado.
—Sé
dónde puede encontrar a su conejita.
Luego
me oí recitando, con voz antigua, falsa, la dirección de Eric
Mutis.
En
el instituto, respiré más tranquilo: me había librado de un buen
apuro. El peligro había sido grande, pero ya estaba superado. Eric
Mutis nunca jamás sería mi amigo. Dos veces llamé por teléfono a
Sara Jo para interesarme por Molly Mouse; su padre se había
presentado en casa de los Mutis y tras cierto intercambio de amenazas
o dólares había recuperado a la conejita.
—Ah
—dijo la niña con voz de pito—, está supercontenta, ¡feliz en
casa!
En
el instituto, puede que yo fuera el único que percibió el cambio
operado en el Mutante. Cuando alguien lo llamaba Moco o Mutante, y
también cuando el profesor lo llamaba, simplemente, «Eric M.», el
rostro entero se le contraía en un rictus, como si no tuviera
fuerzas para alzarlo del suelo. Cuando le pegábamos detrás del
edificio de ciencias, sus ojos nos miraban соmpletamente
inexpresivos, sin un solo atisbo de pensamiento; igual que los de un
monigote, de hecho. Dos telescopios enfocados hacia un planeta azul
sin vida. Nadie había comprendido a Eric Mutis cuando entró en el
centro a finales de octubre, pero para primavera entre mis amigos y
yo habíamos logrado hacerlo todavía más inescrutable.
—Larry…
me abordó un día en los servicios, varias semanas después de que
fueran a por
Saturday,
pero yo me retorcí las manos en el lavabo, asqueado, y lo dejé con
la palabra en la boca, evitando cruzarme con su mirada en el espejo
como él solía hacer. Nunca más volvimos a mirarnos a la cara, y
luego un buen día desapareció.
El
domingo por la noche, Mondo y yo atravesamos el parque infantil en
lenta procesión.
—¡Joder!
¿Qué es esto, una ceremonia o qué? Mondo, ¿qué pasa, que vamos a
casarnos? Venga, tío, aligera el paso. ¿Mondo?
—Es
una chorrada —masculló, con la cabeza gacha mirando el sendero de
hierba que se internaba en las sombras—. Es una locura. Ese
espantapájaros no lo hemos hecho nosotros y punto.
—Bueno,
vamos a lo que vamos.
Me
alegró que tuviera miedo; no sabía que pudieras sentirte tan
agradecido a un amigo por vivir con el miedo en el cuerpo como tú.
El miedo, de otra manera, era un lugar muy solitario. Seguimos
avanzando hacia el espantapájaros.
La
noche anterior se me había ocurrido una idea, después de contarle a
Mondo la historia de Saturday. Haríamos una ofrenda, algo
para apaciguar a cualesquiera furias que se hubieran desencadenado el
año anterior, cuando convertimos en monigote al verdadero Eric.
—¿Y
a qué vamos? —mascullaba Mondo—. Ni siquiera quieres contarme
para qué piensas bajar al barranco. ¿A quién coño le importa lo
que le pase a ese espantapájaros? ¿Para qué vamos a salvar a un
monigote?
Pero
yo sabía lo que debía hacer. No permitiría que el Agresor, fuera
persona, animal o cosa, desmantelara el muñeco de Eric Mutis por
completo, que se lo llevara de nuestro recuerdo por segunda vez.
—¿Quieres
volver a casa y esperar a que desaparezca del todo.
Mondo
sacudió la cabeza. Tenía los mofletes tan hinchados y rojos como la
acolchada espuma de los columpios.
En
algún lugar de las alturas un avión rugió sobre Anthem, desechando
nuestra ciudad entera en veinte segundos.
No
había nadie alrededor, ni siquiera los vagabundos habituales, pero
el tráfico de la I-12 rugía reconfortante justo al otro lado de la
línea de árboles, como un recordatorio constante de los ríos de
asfalto y del entramado de luces y letreros que conducían a nuestras
casas. Friendship Park tenía un aspecto absolutamente distinto a la
luz del día. Esa noche las nubes eran azules y plateadas, y bajo el
reflejo de la luna llena, otros colores parecían emerger en torno a
nosotros por todas partes, los herrumbrosos juncos del estanque de
los patos tenían color mandarina, el roble palustre estaba repleto
de protuberantes venas púrpura.
En
el fondo del barranco, lo único que quedaba del espantapájaros de
Eric era el torso. Unas delicadas zarpas le habían rasgado la
espalda, y ya no quedaba duda de lo que era en realidad aquella paja,
de dónde había salido: era paja para conejos, pensé. Heno de fleo,
heno de dáctilo, heno de pradera. Agujas de pino prensadas. Respiré
hondo; necesitaría la ayuda de Mondo para bajar hasta allí. Mondo
tendría que descolgarme con la cuerda que me había agenciado,
mientras yo reptaba por la rocosa ladera abajo como un insecto.
—¡Se
está moviendo! —gritó Mondo detrás de mí—. Se escapa.
Casi
doy un grito yo también, creyendo que se refería al monigote. Pero
Mondo apuntaba hacia mi mochila negra, que había dejado arrumbada
contra el roble: una pequeña burbuja tumefacta bullía al otro lado
de la lona, empujando la tela hacia fuera. Ante nuestros ojos, la
mochila se volcó hacia un lado y empezó a deslizarse.
—¡Mierda!
—La agarré y me la colgué a la espalda—. Olvídate de eso.
Luego te lo explico. Tú agarra bien la cuerda y punto, ¿vale,
hermano? Por favor, Mondo.
Así
que Mondo, sin quitarle el ojo a mi mochila, me ayudó a atar al
roble los dieciocho metros de cuerda del gimnasio y a enrollarme un
cabo a la cintura. Transcurrieron casi cuarenta minutos hasta que
rocé el suelo del Cucurucho. Hubo un momento en que perdí pie y me
quedé colgado, dando bandazos en el aire, pero Mondo me gritó desde
arriba que todo iba bien, que iba bien (y no creo que exista
hipérbole capaz de describir lo mucho que quise en aquel instante a
Mondo Chu); al momento ya estaba acuclillado, milagrosamente, en el
fondo azul mineral del Cucurucho. Nunca olvidaré la vista que se
desplegaba sobre mí: el majestuoso roble extendiendo sus ramas por
el barranco, las luciérnagas moteando las lagunas de aire entre sus
gibosas raíces como minúsculas luces del submundo. Y arriba, en lo
más alto, en el verdadero cielo, serpientes de nubes ovillándose
como redondas pelotas y disgregándose.
El
torso del espantapájaros era una masa informe de color crudo, como
un largo cojín de sofá. Del monigote apenas quedaba nada, del niño
originario, Eric Mutis, no había ni rastro, y por alguna razón eso
hizo que me sintiera como si hubiera roto un espejo, como si hubiera
perdido mi única oportunidad de conocerme realmente a mí mismo.
Intentaba resucitar a Eric Mutis en mi imaginación —el primer
Eric, el niño al que casi habíamos matado—, pero en vano.
—¡Lo
conseguiste, Rubby! —dijo a voces Mondo desde arriba.
Pero
no lo había conseguido, aún no. Abrí la cremallera de la mochila.
Asomó una naricilla, una eclosión estelar de bigotes, seguida de
una cara blanca, de un cuerpo blanco. Lo dejé caer algo menos
ceremoniosamente de lo que era mi intención sobre el pecho del
espantapájaros, donde aterrizó y rebotó con las patitas delanteras
extendidas. No era la verdadera Saturday, pero tampoco aquel
muñeco era el verdadero Eric Mutis. Me figuraba que no era
moralmente correcto robarle a Sara Jo la auténtica Saturday;
no era experto en desagravios, pero barrunté que habría sido una
forma rastrera de encarar la cosa. Lo que había hecho era comprar
aquel inidentificado conejo enano por diecinueve dólares en la
tienda de animales del centro comercial, cuyo dependiente me miró de
arriba abajo con horror («¿De verdad no piensa comprar una
“conejera” para ese animal, caballero?»). Muchos de los
artículos que aquel tipo con chaleco mostaza tenía a la venta me
parecieron más bien contrarios a la libertad, jaulas y jeringuillas,
de manera que no mencioné que pretendía dejar libre al conejo.
Mondo
me estaba gritando algo desde el borde del barranco, pero no me
volví: no quería bajar la guardia. Seguí con los pies firmemente
plantados en el suelo pero el torso al vaivén del aire, como
imitando al enorme roble balanceando sus ramas allá en lo alto.
—¡Huye!
—clamé al cielo sobre el conejo suplente, haciendo aspas con los
brazos para espantar a posibles depredadores ocultos. Ya que había
perdido al verdadero Eric y a la verdadera
Saturday,
protegería aquella ofrenda en su honor. Unas formas voluminosas
entraron en mi campo de visión con el rabillo del ojo. ¿Y si
aquello que se había llevado el muñeco de Eric Mutis venía ahora a
por mí?, me pregunté. Pero no tenía miedo. Estaba preparado,
extrañamente, para lo que pudiera venir. El conejo suplente, observé
maravillado, hundía la cabecita entre las pálidas hilachas que
brotaban del espantapájaros; se sumergió en la paja, en una
reconstrucción inversa de su nacimiento a través de mi negra
mochila escolar: primero desaparecieron las peludas orejas, luego el
lomo encorvándose, los grandes esquís de terciopelo de sus patitas.
Extendí los brazos sobre el conejo, para que ningún pájaro se
lanzara en picado sobre él. Llevaba una navaja en el bolsillo
trasero del pantalón. Se me ocurrió entonces que ahora era yo el
guardián del espantapájaros, y la simetría de ese cambio de
papeles me produjo tanto alegría como temor. Sí: ahora yo haría
guardia sobre lo que restaba de Eric Mutis. Al fin y al cabo era
justo, después de lo que le había hecho al Mutante. Sería el
espantapájaros del espantapájaros. Mi sombra envolvía los restos
del muñeco. El torso de éste se reanimó extrañamente una vez que
el minúsculo conejo empezó a excavar de costado en su suave y verde
interior, palpitando como un corazón trasplantado. Seguí allí de
pie con los brazos en cruz temblando y sentí como si el negro cielo
fuera mi cuerpo, como si la blanca luna, lejos de mí allá en lo
alto, tersa y brillante, fuera mi mente.
—¡Laaaarry!
Era
consciente de que Mondo me llamaba desde las centelleantes raíces
del roble, iluminado escandalosamente por las luciérnagas del
submundo, pero sabía que todavía no podía volverme ni trepar
barranco arriba. Podían venir búhos a por el nuevo conejo de Eric y
abalanzarse sobre él como un torrente de garras. Halcones urbanos.
Algo Peor. ¿Cuánto tiempo tendría que seguir allí abajo haciendo
guardia, me pregunté, ahuyentando a los pájaros, para compensar lo
que le había hecho a Eric Mutis? El conejo bullía serenamente entre
la paja a mis pies. En cierto modo, creo que aún sigo vigilando, en
esa misma postura.
Vampiros y limones, 2013.
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