El mayor misterio de Agatha Christie no lo encontramos en ninguno de
sus libros. El mayor misterio de Agatha Christie lo protagonizó la
propia escritora en diciembre de 1926. El día 3 desapareció y no la
encontraron hasta once días después. Ni ella pudo explicar qué
pasó ni nadie ha podido explicarlo aún hoy.
¿Pudo ser víctima
de un estado de fuga psicogénica o disociativa? Pues, sí, eso pudo
ser según sospechan los que saben. Es un síndrome que contempla la
psiquiatría desde hace más de un siglo, pero que no se tomó en
serio, no se catalogó, hasta los años cincuenta. Consiste en que la
persona afectada sufre una especie de amnesia que le hace olvidar
quién es, pero a la vez se fabrica una nueva personalidad para
escapar de una situación dolorosa. Todo ello, evidentemente, de
forma inconsciente. Es como si la mente regateara a su propietario
para fugarse de sí mismo.
Esa es una de las
conjeturas psiquiátricas para explicar aquella desaparición de la
escritora que durante once días trajo locos a los británicos, a
Scotland Yard, a la prensa y a su familia. Sigue sin saberse
exactamente qué pasó, aunque sí se sabe por qué pasó.
Y la culpa la tuvo
su apellido.
El apellido de
Agatha no era Christie. Ese era el de su marido, su primer marido. El
típico esposo que deja a su mujer por su secretaria, en este caso
una chica muy mona llamada Nancy Neele. Por las infidelidades de
Archibald Christie se le fue la pinza a su esposa Agatha.
1926 fue un mal año
para la escritora. Murió su madre, y ella estaba muy enmadrada;
llegó su primer gran éxito, y a ella el éxito la estresaba; y su
marido remató la faena pidiéndole el divorcio. Se puede decir que
Agatha Christie gestionó malamente tanta calamidad junta y todo
desembocó en la extravagante historia que viene a continuación.
La noche del 3 de
diciembre Agatha dejó una nota a su secretaria que decía: «No
estaré en casa esta noche. Mañana ya te diré dónde estoy», pero
la escritora ya no volvió a dar señales de vida. El día 4 la
policía encontró un coche en mitad de una colina de la campiña
inglesa, abandonado cuesta abajo y fuera del camino. Dentro, un
abrigo de piel y un carné de conducir a nombre de Agatha Christie.
Saltaron las alarmas y comenzó la búsqueda.
Fueron a preguntar
al marido, a quien, por cierto, pillaron en pleno enredo con Nancy, y
el señor Archibald quitó importancia al asunto diciendo que
probablemente esa desaparición fuera producto de la naturaleza
dramática de su mujer. Se preocupó lo justo, pero no así la
policía, que se entregó a la búsqueda de la reina del crimen
destinando mil guardias que por primera vez emplearon aviones en la
localización de una persona desaparecida. A los policías se sumaron
quince mil voluntarios, y cazadores con sabuesos peinaron la campiña
inglesa, pero nada.
Durante los once
días que estuvo desaparecida no hubo la más mínima pista. Ni una.
La solución al misterio se presentaría sola el 14 de diciembre,
cuando dos músicos de un hotel balneario al norte de Inglaterra, en
Harrogate, creían haber identificado a Agatha Christie gracias a las
fotos que reproducían los periódicos porque la prensa estaba
volcada con el caso de la desaparición de la escritora más famosa
del momento, un misterio absolutamente apasionante.
Lo curioso es que
esos periódicos era los mismos que leía Agatha Christie en el
hotel, pero ella no se reconocía en las noticias. Se había
desasociado tanto de sí misma que ya no sabía ni quién era.
Los músicos
llamaron a la policía diciendo que en el hotel se alojaba una señora
muy simpática y alegre que llevaba allí diez días, que bailaba el
charlestón, tocaba el piano, jugaba al billar y cantaba. Hacía todo
lo que no hacía Agatha Christie en su vida olvidada. Los músicos
dijeron que esa señora se parecía mucho a la de los periódicos,
pero ella decía llamarse Teresa Neele. Y Neele era el apellido de la
amante de su marido.
La cabecita loca de
Agatha creó unas cuantas fantasías que mezcló con su cruda
realidad para fabricarse una nueva vida. Pero a la poli aún le
faltaba hacer la prueba del algodón: acudir con alguien que
identificara a la escritora cara a cara, y el único posible y más
adecuado era precisamente el marido, el descastado del tal Archibald.
Cuando avisaron a la señora Neele de que una visita la esperaba en
recepción, ella bajó, se fue hacia su marido, extendió su mano y
dijo: «Hola, me llamo Neele. Señorita Teresa Neele». Y el marido,
cuajado. No le dijo eso de «anda, tira pa’casa», porque no tenía
gran interés en recuperarla, pero ahí terminó un misterio que tuvo
al país en vilo y comenzó otro que la psiquiatría sigue intentando
explicar.
La policía
reconstruyó los hechos a toro pasado, a base de testigos que fueron
localizando o descubriendo que se habían cruzado, sin saberlo, con
la escritora más famosa del momento. Uno que la vio en una estación,
otro que la ayudó a arrancar el coche, otro que vio a una mujer
andando sin abrigo y sin sombrero sola por el campo.
Su periplo se pudo
reconstruir casi kilómetro a kilómetro, y el móvil de su
desaparición también se averiguó, porque se supo que aquel 3 de
diciembre, que era viernes, además de dejar la nota a su secretaria
diciendo que esa noche no dormiría en casa, Agatha Christie dejó en
casa su anillo de casada. Fue la misma noche en la que su marido le
había pedido el divorcio para inmediatamente después salir de casa
a pasar el fin de semana con su amante. Agatha no lo encajó.
Estuvo toda la
madrugada conduciendo, deambulando, hasta que subió con el coche a
una colina, soltó los frenos y lo dejó caer. Se sospecha que fue un
intento de suicidio, pero el vehículo se frenó contra unos arbustos
y ahí lo dejó. Cuando salió del coche iba tocada, por eso
encontraron su abrigo dentro. Nadie en su sano juicio, con el biruji
que hace en Inglaterra en diciembre, se deja el abrigo.
Desde allí llegó a
una estación de ferrocarril, se subió a un tren, se bajó en otra
estación, se subió a otro tren, llegó a Harrogate, tomó un taxi,
pidió ir al hotel balneario y cuando se bajó de aquel coche ya era
Teresa Neele. Parecía saber a dónde iba, o al menos su instinto lo
sabía, porque días antes había pensado en ir a ese balneario con
su marido.
La escritora hizo un
tótum revolútum de realidad y fantasía, en algún momento abandonó
a la infeliz Agatha Christie y nació la alegre Teresa Neele. Ese es
el misterio que sigue intentando explicar la psiquiatría, porque no
estaba diagnosticado. Era una semiamnesia que sonaba a pitorreo.
Mucha gente se mosqueó con ella. Once días buscándola, todo dios
preocupado y resulta que la señora estaba en un hotel de lujo
bailando el charlestón. Ahora se considera una fuga disociativa,
algo así como «yo me piro de mi vida, que no me gusta».
Por fortuna, no
perdimos a Agatha Christie, porque aún estaban por llegar sus
novelas más famosas. Volvió a la realidad y recuperó su capacidad
para escribir. Estuvo en tratamiento psiquiátrico, con hipnosis, y
fue recuperando su vida. Su marido, por aquello del qué dirán,
aguantó sin divorciarse un año y pico más, pero acabó largándose
con Nancy Neele.
De aquellos once
días Agatha Christie nunca pudo explicar nada. Ella no estuvo en
este mundo, pero se lo pasó en grande sin saberlo. Lo que da pena de
toda esta historia es que Agatha Christie se hizo inmensamente
famosa, se convirtió en la escritora más traducida del planeta, en
la más leída de todos los tiempos, y resulta que inmortalizó el
apellido del tipo que se la pegaba con otra.
Su segundo esposo,
un tipo muy majo y muy cariñoso, el arqueólogo junto al que
recorrió Oriente, junto al que se inspiró para sus más famosas
novelas, habría merecido más prestar su apellido: Mallowan. Agatha
Mallowan también le hubiera quedado muy bien a la reina del crimen.
Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ya mismo, 2018.
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