Este
texto fue encontrado en 1940 en una braña de los altos de Somiedo,
donde se enfrentan Asturias y León. Se encontraron un esqueleto
adulto y el cuerpo desnudo de un niño de pecho sorprendentemente
conservado sobre unos sacos de arpillera tendidos en un jergón; una
piel de lobo y lana de cabra montesa, pelos de jabalí y unos
helechos secos les cobijaban. Los dos cuerpos estaban juntos y
envueltos en una colcha blanca, «como formando un nido», reza el
atestado, cuya limpieza contrastaba con el resto del habitáculo,
sucio, maloliente y miserable. Resecos pero aún hediondos, los
restos de una vaca a la que le faltaba una pata y la cabeza. En 1952,
buscando otros documentos en el Archivo General de la Guardia Civil,
encontré un sobre amarillo clasificado como DD (difunto
desconocido). Dentro había un cuaderno con pastas de hule, de pocas
páginas y cuadriculado, cuyo contenido transcribo. Estaba
enteramente escrito con una caligrafía meliflua y ordenada. Al
principio la escritura es de mayor tamaño, pero poco a poco se va
reduciendo, como si el autor hubiera tenido más cosas que contar de
las que cabían en el cuaderno. A veces, los márgenes aparecen
ribeteados por signos incomprensibles o comentarios escritos en otro
momento posterior.
Esto
se deduce en primer lugar por la caligrafía (que como digo se va
haciendo cada vez más pequeña y minuciosa) y en segundo lugar
porque refleja claramente estados de ánimo distintos. En cualquier
caso recojo estos comentarios en sus páginas correspondientes. El
cuaderno fue descubierto por un pastor sobre un taburete bajo una
pesada piedra que nadie hubiera podido dejar allí descuidadamente.
Un zurrón de cuero vacío, un hacha, un camastro sin colchón y dos
pocillos de barro sobre el hogar apagado es lo único que inventarió
el guardia civil que levantó el atestado. Del techo colgaba un
sencillo vestido negro de mujer. No había más señal de vida, pero
el informe sí recoge —y eso es lo que me indujo a leer el
manuscrito— que, en la pared, había una frase que rezaba: «Infame
turba de nocturnas aves». El texto es éste:
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1
Elena
ha muerto durante el parto. No he sido capaz de mantenerla a este
lado de la vida. Sorprendentemente el niño está vivo.
Ahí
está, desmadejado y convulsivo sobre un lienzo limpio al lado de su
madre muerta. Y yo no sé qué hacer. No me atrevo a tocarlo.
Seguramente le dejaré morir junto a su madre, que sabrá cuidar de
un alma niña y le enseñará a reír, si es que hay un sitio para
que las almas rían. Ya no huiremos a Francia. Sin Elena no quiero
llegar hasta el fin del camino. Sin Elena no hay camino.
¿Cómo
se corrige el error de estar vivo? ¡He visto muchos muertos pero no
he aprendido cómo se muere uno!
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2
No
es justo que comience la muerte tan temprano, ahora que aún no ha
habido tiempo para que la vida se diera por nacida.
He
dejado todo como estaba. Nadie podrá decir que he intervenido. La
madre muerta, el niño agitadamente vivo y yo inmóvil por el miedo.
Es gris el color de la huida y triste el rumor de la derrota.
(Hay
un poema tachado del que se leen sólo algunas palabras:«vigoroso»,
«sin luz»[o «mi luz»,no está claro] y
«olvidar el estruendo». Al margen y con letra más pequeña
hay una frase: «¿Es este niño la causa de la muerte o
es su fruto?».)
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3
Quiero
dejar todo escrito para explicar a quien nos encuentre que él
también es culpable, a no ser que sea otra víctima. Quien lea lo
que escribo, por favor, que esparza nuestros restos por el monte.
Elena no pudo llegar más lejos y el niño y yo queremos permanecer a
su lado. Sólo soy culpable de no haber evitado que ocurriera lo
ocurrido. No aprendí a sortear la pena y la pena me ha amputado a
Elena con su dalle. Además yo sólo sé escribir y contar cuentos.
Nadie me enseñó a hablar estando solo ni nadie me enseñó a
proteger la vida de la muerte. Escribo porque no quiero recordar cómo
se reza ni cómo se maldice.
¿Cómo
puede terminar una historia tan hermosa en una montaña sacudida por
el viento? Es sólo octubre pero aquí arriba el otoño se convierte
en invierno cada noche.
El
niño ha llorado todo el día, con una fuerza sorprendente. Ha
conseguido que piense en él, aunque he claveteado mi mirada en el
rostro de Elena muerta y he pasado toda la mañana sin prestarle
atención. Ahora caigo en que no he derramado ni una sola lágrima,
probablemente porque el llanto del niño es suficiente. Y necesario.
Yo no hubiera conseguido llorar con tanto desconsuelo, no hubiera
logrado gritar con tanta rabia. Elena ha sido llorada sin mi
esfuerzo. ¿Cómo puede llorar un hombre y desvanecerse al mismo
tiempo?
Ahora
parece que el niño ha perdido los sentidos. Me he acercado a mirarle
y he comprobado que aún respira, aunque, al intentar moverle, he
tenido la sensación de que alguien le había arrancado el esqueleto.
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4
He
observado atentamente el rostro blanco de Elena. Su palidez ya no es
tan macilenta como en el momento de la muerte. Sencillamente ha
perdido todos los colores. Quizá la muerte sea transparente. Y
heladora. Durante las primeras horas he sentido la necesidad de
mantener su mano entre las mías, pero poco a poco me he encontrado
unos dedos sin caricias y he sentido miedo de que fuera ése el
recuerdo que quedara grabado en mi piel insatisfecha. Llevo varias
horas sin tocarla y ya no soy capaz de reposar junto a su cuerpo. El
niño sí. Ahora yace exhausto acurrucado junto a su madre. Por un
momento he pensado que pretendía devolver el calor al cuerpo inerte
que le sirvió de refugio mientras duró el zumbido de la guerra.
Sí.
Hemos perdido una guerra y dejarnos atrapar por los fascistas sería
lo mismo que regalarles otra vez otra victoria. Elena ha querido
seguirme y ahora sabemos que nuestra decisión ha sido errónea.
Quiero pensar que jamás se cometió un error tan generoso.
Debimos
hacer caso a sus padres, a los que pido perdón por permitir que
Elena me acompañase en mi huida.
Que
te quedes, no te harán daño, le dije. Que te sigo. Que me matan.
Que me muero. Hablábamos de la muerte para dejar la vida al
descubierto. Pero nos equivocábamos. Nunca debimos emprender un
viaje tan interminable estando ella de ocho meses. El niño no vivirá
y yo me dejaré caer en los pastos que cubrirá la nieve para que de
las cuencas de mis ojos nazcan flores que irriten a quienes
prefirieron la muerte a la poesía.
¡Miguel,
se cumplirá tu profecía! ¿Dónde estarás ahora, Miguel, que no
puedes consolarme? Daría una eternidad por poder escuchar otra vez
tus versos líquidos, tu palabra templada, tus consejos de amigo.
Quizá tanto dolor me convierta en un poeta, Miguel, y puede que ya
no tengas que rezumar tanta benevolencia. ¿Recuerdas cuando me
llamabas el arquero proletario? Elena te quería por eso y te seguirá
queriendo aunque esté muerta.
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5
¿Hubiera
preferido Elena que separara al niño de la placenta que le rodea,
atara su cordón umbilical con una de mis botas e intentara que
humilláramos a los vencedores con la vida germinal de la revancha?
Pienso que ella no hubiera querido un hijo derrotado. Yo no quiero un
hijo nacido de la huida. Mi hijo no quiere una vida nacida de la
muerte. ¿O sí?
Si
el dios del que me han hablado fuera un dios bueno, nos permitiría
elegir nuestro pasado, pero ni Elena ni su hijo podrán desandar el
camino que nos ha traído hasta esta braña que será su sepultura.
Esta
madrugada me venció el sueño y me quedé dormido apoyado en la
mesa. Me despertó el llanto del niño, ahora menos vigoroso, más
convaleciente. Su rabia de ayer me producía indiferencia, su lamento
de hoy me ha dado pena. No sé si es que estaba aturdido por el sueño
y el frío o que a mí también comienzan a faltarme las fuerzas al
cabo de tres días sin comer nada, pero lo cierto es que,
impensadamente, me he encontrado dándole a chupar un trapo mojado en
leche desleída en agua. Al principio no sabía si vivir o dejarse
llevar por mi proyecto, pero al cabo de un rato ha comenzado a sorber
el líquido del trapo. Ha vomitado, pero ha seguido chupando con
avidez. La vida se le impone a toda costa.
Creo
que ha sido un error tenerle en brazos. Creo que ha sido un error
alejarle un instante de la muerte, pero el calor de mi cuerpo y el
alimento que ha logrado ingerir le han sumido en un sueño
desmadejado y profundo.
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6
Con
unos sacos para el heno he hecho una cuna abrigada y la he cubierto
con la colcha de ganchillo heredada de su abuela y que Elena insistió
en llevar consigo como si en ella estuviera resumido su pasado. No es
ya tan acogedora como lo fue cuando compartíamos la huida pero da
calor al niño y es probable que aún quede algo en ella del aroma de
su madre.
Debo
confesar que no he soportado la comparación de la vida y de la
muerte.
Verles
a los dos en la misma cama, boca arriba, Elena tan acabada y él tan
sin hacer, ha sido como trazar una raya entre lo verdadero y lo
falso. Repentinamente la muerte era muerte, nada más que muerte, sin
los candores del cuerpo, sin lo animal de la vida. Un cadáver, al
cabo de tres días, es un mineral sin la humedad del aliento, sin la
fragilidad de las flores. Ni siquiera es algo indefenso. Es algo que
no puede sentirse acorralado y, sin embargo, se agazapa como si
quisiera pasar desapercibido. Un cadáver, al cabo de tres días, es
sólo soledad y ni siquiera tiene el don de la tristeza. Al niño se
le está secando el cordón umbilical. Y llora.
(Alrededor
de este texto hay un dibujo muy sutil en el que se adivina una
estrella fugaz, o la representación infantil de un cometa, que choca
violentamente contra una luna menguante que llora.)
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7
No
he comido. Aún tengo un poco de pan seco y unas conservas de pescado
que trajimos en la huida. El niño ha vuelto a tomar leche desleída.
Parece que se sacia. Hoy enterraré a su madre junto al roble. No
tengo fuerzas para ordeñar las vacas pero se están poniendo
enfermas y sus mugidos tampoco me dejan pensar en Elena. Quisiera que
subieran del valle a recoger el ganado para no tener que decidir si
me alimento o me dejo caer rodando muerte abajo. Pero, en este tiempo
de horror, incluso el ganado está resolviendo la vida a su manera.
Mientras no llegue el invierno estos animales ignorarán que existe
el lobo, el frío y la correlación de fuerzas. Hoy por hoy, estamos
corriendo la misma suerte. Las cuatro o cinco que deben ser ordeñadas
morirán si alguien no lo hace. ¿Cómo ha podido desaparecer quien
las cuidaba, justo ahora? Pero eso qué más da en estos tiempos tan
aciagos. Además, mientras tomo una decisión, necesitaré leche para
el niño.
Llueve.
Mejor así. Nadie se atreverá a subir hasta esta braña con un
tiempo tan desapacible. He logrado acorralar dos vacas. Una de ellas
tiene mastitis. Tendré que matarla para que no sufra. Hoy el niño
ha comido tres veces.
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8
Ayer
enterré a Elena bajo un haya. Es más frágil que el roble y más
desvencijada. El ruido de la tierra cayendo sobre su cuerpo rígido y
el olor de su cuerpo en descomposición provocaron en mí un llanto
tan sofocante que por un momento tuve la sensación de que también
yo iba a morir. Pero morir no es contagioso. La derrota sí. Y me
siento transmisor de esa epidemia. Allá adonde yo vaya olerá a
derrota. Y de derrota ha muerto Elena y de derrota morirá mi hijo al
que todavía no he podido poner nombre. Yo he perdido una guerra y
Elena, a la que nadie jamás hubiera pensado en considerar un
enemigo, ha muerto derrotada. Mi hijo, nuestro hijo, que ni siquiera
sabe que fue concebido en el fulgor del miedo, morirá enfermo de
derrota.
He
puesto una gran piedra blanca sobre su tumba. No he escrito su nombre
porque, si aún hay ángeles, sé que reconocerán el alma bondadosa
de Elena entre un mar de almas bondadosas.
Trato
de recordar versos de Garcilaso para orar sobre tu tumba, Elena, pero
ya no recuerdo ni siquiera la memoria. ¿Cómo eran?
(Hay
varios intentos fallidos de transcribir el poema, pero todo está
tachado aunque aún son legibles los siguientes versos:
Las
lágrimas que en esta sepultura se vierten hoy en día y se vertieron
recibe, aunque sin fruto allá te sean, hasta que aquella eterna
noche oscura me cierre aquestos ojos que te vieron, dejándome con
otros que te vean.)
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9
No
sé por qué estoy escribiendo este cuaderno. Sin embargo me alegro
de haberlo traído conmigo. Si tuviera alguien con quien hablar
probablemente no lo haría; siento cierto placer morboso pensando en
que alguien leerá lo que escribo cuando nos encuentren muertos al
niño y a mí. He puesto una lápida de piedra sobre la tumba de
Elena para que sean tres los remordimientos, si bien es cierto que ya
ha pasado el tiempo de la compasión. Hace mucho frío. Pronto
empezará a nevar y se cerrarán todos los caminos de acceso a esta
braña. Tendré todo el invierno para decidir de qué muerte
moriremos. Sí, creo que el tiempo de la compasión ha terminado.
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(Una
serie de rostros muy mal dibujados pero evidentemente
retratos, entre los que aparece
tres veces un rostro de niño, dos uno de mujer —la misma mujer en
ambos casos— y diversos rostros de ancianos de ambos sexos, unos
con boina, otras con pañoletas atadas al cuello y un perro, este de
cuerpo entero. Bajo todos estos dibujos una frase: «¿Dónde
yacéis?»)
La
vaca enferma muge y muge y ya no está dando leche. No me atrevo a
matarla todavía porque necesito que se formen neveros para
conservarla. Leña hay abundante y conseguiré alimentar la otra
desenterrando hierba bajo la nieve. Sólo me preocupa el lápiz.
Tengo uno y quisiera escribir lo necesario para que quien nos
encuentre en primavera sepa qué muertos ha encontrado.
(Escrito
todo en mayúsculas e imitando letra de imprenta, la siguiente frase:
«SOY UN POETA SIN VERSOS».)
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Hoy
ha nevado todo el día. Estas montañas deben de ser la residencia de
todos los inviernos.
El
niño sigue vivo y la nieve a nuestro alrededor parece una mortaja.
Tenemos carne suficiente con la vaca muerta que en parte mantengo
ahumada y en parte el invierno prematuro mantiene congelada.
Afortunadamente disponemos de leche abundante gracias a la vaca viva,
que ahora comparte con nosotros el refugio y nos da calor. Los
boniatos que robamos al pasar por Perlunes se conservan perfectamente
bajo la nieve y al niño parecen gustarle, a juzgar por la avidez con
la que toma la sopa que logro hacerle. Es sorprendente cómo va
ocupando lugar en el espacio. Recuerdo cuando era algo extraño
dentro de la cabaña, algo que no debería estar allí. Ahora toda la
cabaña gira alrededor a él, como si él fuera el centro. Los días
de sol, que son pocos, nuestra cama refleja la luz como un espejo y
todo el silencio se acumula en torno a los sonidos que constantemente
emite el niño, ya sea porque llora, porque se sorprende de que
exista un pie desnudo volando por el aire o una vaca mustia y
resignada donde debiera haber un hogar alumbrando a una familia. Su
respiración apacible y rítmica pone coto a la soledad que, de no
ser por él, me vencería.
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He
encontrado una cabra montes medio comida por los lobos. Todavía
quedaban restos abundantes y hoy comeremos sus despojos. Con los
huesos y las vísceras he logrado hacer una sopa muy suave que el
niño acepta bien.
(Aquí
se produce un significativo cambio de caligrafía. Aunque la
pulcritud de la escritura se mantiene, los trazos son algo más
apresurados. O, cuando menos, más indecisos.
Probablemente ha transcurrido bastante tiempo.)
¿Me
reconocerían mis padres si me vieran? No puedo verme pero me siento
sucio y degradado porque, en realidad, ya soy también hijo de esa
guerra que ellos pretendieron ignorar pero que inundó de miedo sus
establos, sus vacas famélicas y sus sembrados. Recuerdo mi aldea
silenciosa y pobre ajena a todo menos al miedo que cerró sus ojos
cuando mataron a don Servando, mi maestro, quemaron todos sus libros
y desterraron para siempre a todos los poetas que él conocía de
memoria.
He
perdido. Pero pudiera haber vencido. ¿Habría otro en mi lugar? Voy
a contarle a mi hijo, que me mira como si me comprendiera, que yo no
hubiera dejado que mis enemigos huyeran desvalidos, que yo no hubiera
condenado a nadie por ser sólo un poeta. Con un lápiz y un papel me
lancé al campo de batalla y de mi cuerpo surgieron palabras a
borbotones que consolaron a los heridos y del consuelo que yo
dibujaba salieron generales bestiales que justificaron los heridos.
Heridos, generales, generales, heridos. Y yo, en medio, con mi
poesía. Cómplice. Y, además, los muertos.
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(Hay
una frase tachada y, por tanto, ilegible. El texto de esta página
está sobre el contorno de una mano infantil. Probablemente la mano
del niño le sirvió de plantilla. Aun así escribió encima:)
Ha
pasado el tiempo y no sabría contar los días porque se parecen unos
a otros de tal manera que me sorprende que el niño crezca. Releo mi
cuaderno y veo que ya no estoy donde estaba. Y si pierdo la ira, ¿qué
me queda? El invierno es una caja cerrada donde se atropellan las
tormentas de nieve y estas montañas siguen pareciendo el lugar donde
pasan el invierno los inviernos. También mi tristeza se ha
solidificado con el frío. Sólo tengo el miedo que tanto miedo me
daba. Tengo miedo de que el niño enferme, tengo miedo de que muera
la vaca a la que apenas logro alimentar desenterrando raíces y la
poca hierba que la nieve sorprendió aún viva. Tengo miedo de
enfermar. Tengo miedo de que alguien descubra que estamos aquí
arriba en la montaña. Tengo miedo de tanto miedo. Pero el niño no
lo sabe. ¡Elena!
El
viento por las noches grita entre estos montes con un alarido casi
humano, como si estuviera enseñándonos al niño y a mí cómo
debiera ser el lamento de los hombres. Afortunadamente, esta braña
resiste bien todas las tormentas.
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¡Hoy
he matado un lobo! Han llegado cuatro a merodear en torno a la
cabana. Al principio me he asustado porque su necesidad de comer les
confiere una fiereza casi humana, pero luego he pensado que podrían
ser una fuente de alimento. Cuando el lobo más grande se ha puesto a
rascar la puerta con las, patas, he abierto cuidadosamente una
rendija suficientemente grande como para que metiera la cabeza y le
he aprisionado el cuello con la puerta. Un solo hachazo ha sido
suficiente. Con el hacha que utilizo de falleba le he asestado un
golpe tal que su voracidad se ha derramado con su sangre. Me lo
comeré y utilizaré sus entrañas para hacer algo comestible para el
niño. Eso es bueno. Pero he vuelto a revivir el olor de la sangre,
he vuelto a oír el ruido de la muerte, he visto otra vez el color de
las víctimas. Y eso es malo.
(En
esta página hay un dibujo donde se ve la figura de un lobo con un
niño a la grupa; el aspecto de ambos es risueño y levitan sobre un
campo florido, como si volaran.)
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Un
lobo le dijo a un niño que con su carne tierna
iba
a pasar el invierno.
El
niño le dijo al lobo que sólo comiera una pierna
porque
siendo aún tan tierno
iba
a necesitar muy pronto que estuviera bien cebado
pues
llegaría un momento
en
que, aunque cojito, necesitaría un asado
de
lobo como alimento.
Se
miraron, se olisquearon y sintieron tanta pena
de
tener que hacerse daño
que
se pusieron de acuerdo para repetir la escena
evitándose
el engaño
de
que para sobrevivir dos personas que se quieran
sea
siempre necesario
que,
al margen de sus afectos, unos vivan y otros
[mueran.
(Y
como corolario:)
Ambos
murieron de hambre.
(Bajo
estos versos aparece un pentagrama y una notación musical que no
corresponde a nada que se pueda transcribir en música. Han sido
varios los técnicos que han tratado de descifrar esa pretendida
partitura, pero ninguno lo ha logrado.)
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Nieva.
Nieva. Nieva. Con mi debilidad me resulta cada vez más penoso cortar
leña para calentar la choza donde vivimos la vaca, el niño y yo.
Los tres estamos cada vez más débiles. Sin embargo el niño, al que
todavía no he puesto nombre, tiene una vivacidad sorprendente. Emite
ruidos guturales cuando está despierto, como gorjeos. Por una parte
me gusta que esté despierto porque su total dependencia de mí me
otorga una importancia que nunca nadie me había concedido, excepto
Elena. Por otra, me aniquilan sus ojos desbordando las órbitas hasta
parecer enormes y sus mejillas hundidas buscando la calavera. Está
muy delgado. La vaca también está muy delgada, aunque sigue dando
leche suficiente para él y para mí. Yo estoy muy delgado y aterido.
No
sé en qué mes estamos. ¿Serán ya las navidades?
Hoy,
siguiendo las huellas de un animal, he descendido monte abajo hacia
Sotre y he visto unos leñadores al fondo del valle. He sentido
revivir en mí un miedo familiar y denso. Ahora estoy orgulloso de mi
miedo, porque al final de esta guerra monstruosa he visto morir a
demasiada gente por su arrojo. Si sigo aquí moriremos la vaca, el
niño y yo. Si descendemos al valle moriremos la vaca, el niño y yo.
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He
pensado mucho en ello pero no quiero darles la última satisfacción
de la victoria. Que muera yo puede ser justo, porque sólo he sido un
mal poeta que ha cantado la vida en las trincheras donde anidaba la
muerte. Pero que muera el niño es sólo necesario. ¿Quién va a
hablarle del color del pelo de su madre, de su sonrisa, de la
gracilidad con la que sorteaba el aire a cada paso para evitar
rozarlo? ¿Quién le va a pedir perdón por haberle concebido? Y si
sobrevivo, ¿qué le voy a contar de mí? Que Caviedes es un pueblo
colgado de una montaña que olía a mar y a leña, que tuve un
maestro que me recitaba de memoria a Góngora y a Machado, que tuve
unos padres que no fueron capaces de retenerme junto a su establo,
que no sé qué buscaba yo en Madrid en plena guerra..., ¿un rapsoda
entre las balas? ¡Eso es, hijo mío! ¡Yo quería ser un rapsoda
entre las balas! ¡Y ahora tu sepulturero!
(Un
trazo firme, profundo, subraya esta última frase, desgarrando
incluso el papel cuadriculado del cuaderno de hule negro.)
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Soy
incapaz de seguir alimentando a la vaca y la vaca es incapaz de
seguir alimentando al niño. Escarbo bajo la nieve buscando briznas
de hierba, cada vez más escuálidas, cada vez más escasas. He
encontrado un tubérculo en las raíces de los avellanos yertos y con
ellos logro hacer una pasta que no sabe a nada pero que, hervida y
aplastada, doy a la vaca y al niño. No sé si sirve como alimento,
pero le estoy dando mi saliva y sobrevive. Aunque está muy débil ya
trata de moverse, pero le faltan fuerzas. Se arquea, apoyándose sólo
en la cabeza y en los pies. Pero inmediatamente se derrumba. Si
pudiera descendería al valle para pedir comida, pero es imposible
salir de estas montañas. Yo nací en un pueblo donde jamás nevaba y
nadie me enseñó a desentrañar la nieve silenciosa. Cuando me alejo
de la braña más de lo habitual me hundo hasta la cintura y tardo
una eternidad en salir de la trampa blanca. Lo que han dejado los
lobos de la vaca que murió está tan duro que ni siquiera con el
hacha logro rebanar nada. Está cubierta de nieve, afortunadamente,
porque ayer traté de desenterrarla para buscar algo de magro en sus
despojos y
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descubrí
un animal, mitad carne desgarrada, mitad esqueleto, que estiraba el
cuello como si tratara de escapar inútilmente. Sus costillas, las
pocas que aún le quedan, forman un recinto que parece reservado para
el alma. Pero el alma también se la han comido los lobos. Y yo. Y el
niño.
(Aquí
hay un dibujo que quiere representar la cabeza estilizada de una
vaca, alargada como una flecha, surcando el aire. Debajo una leyenda:
«¿Dónde
estará el cielo de las vacas?»)
Mataría
la otra vaca, ahora que todavía le queda alguna carne. Pero no
podría conservarla. Si la dejo en los neveros, los lobos, que
merodean continuamente, terminarían olfateándola. Dentro de la
braña logro mantener una temperatura que pudriría rápidamente lo
que queda de su cuerpo. ¿Pensará la vaca que yo le estoy salvando
de los lobos o sabrá que los lobos la están salvando de mi hacha?
Quizá sabe la verdad y por eso no da leche.
(Aquí
hay una serie de hojas, nueve, arrancadas al mismo tiempo, porque el
perfil rasgado es exactamente igual en todas. Es un corte cuidadoso,
no hay desgarros. En la numeración de las páginas que viene a
continuación no se han tenido en cuenta las hojas que faltan del
cuaderno.)
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El
niño está enfermo. Casi no se mueve. He matado la vaca y le estoy
dando su sangre. Pero apenas logra tragar algo. He hervido trozos de
carne y huesos hasta hacer un caldo espeso y oscuro. Se lo estoy
dando disuelto en agua de nieve. Todo huele, otra vez, a muerte.
Está
muy caliente. Ahora escribo con él en mi regazo y duerme. ¡Cuánto
le quiero! Le he cantado una canción triste de Federico
Llanto
de una calavera que
espera un beso de oro.
(Fuera viento
sombrío
y estrellas turbias).
Ya
no recuerdo los poemas que recitaba a los soldados. Con el hambre lo
primero que se muere es la memoria. No logro escribir un solo verso
y, sin embargo, en mi cabeza resuenan mil nanas para mi hijo. Todas
tienen la misma letra: ¡Elena!
Hoy
le he besado. Por primera vez le he besado. Se me habían olvidado
mis labios de no usarlos. ¿Qué habrá sentido él ante el primer
contacto con el frío? Es terrible, pero debe de tener ya tres o
cuatro meses y nadie le había besado hasta hoy. Él y yo sabemos qué
largo es el tiempo sin un beso y ahora, probablemente, no nos quede
suficiente para resarcirnos. El miedo, el frío, el hambre, la rabia
y la soledad desalojan la ternura. Sólo regresa como un cuervo
cuando olisquea el amor y la muerte. Y ahora ha regresado confundida.
Olfatea ambas cosas. ¿Hay ternuras blancas y ternuras negras? Elena,
¿de qué color era tu ternura? Ya no lo recuerdo, ni siquiera sé si
lo que siento es pena. Pero le he besado sin tratar de suplantarte.
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Huele
a podrido. Sin embargo yo sólo recuerdo el olor del hinojo.
(En
letras grandes, muy grandes, el resto de la página está cubierto
por un AH, SIN TI NO HAY NADA trazado con rasgos
imprecisos.)
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No
encontraba mi lápiz (lo poco que queda de él) y he estado muchos
días sin poder escribir nada. También eso es silencio, también eso
es mordaza. Pero hoy, cuando lo he encontrado bajo un montón de
leña, he tenido la sensación de que recobraba el don de la palabra.
No sé lo que siento hasta que lo formulo, debe de ser mi educación
campesina. Hoy he estado encaramado mucho tiempo en un tronco
deshojado tratando de buscar huellas de algún animal que pueda
servirnos de alimento. He visto un paisaje blanco y sin aristas,
extenso, interminable, acunado por un viento pertinaz y frío cuyo
zumbido sólo sirve para reafirmar el silencio. Y mientras estaba
allí, observando, sentía algo que no lograba identificar, algo que
ni siquiera sabía si era bueno o malo. Ahora que ya he encontrado mi
lápiz, sé lo que era: soledad.
Tengo
la sensación de que todo terminará cuando se me termine el
cuaderno. Por eso escribo sólo de tarde en tarde. Mi lápiz también
debió de perder la guerra y probablemente la última palabra que
escribirá será «melancolía».
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El
niño ha muerto y le llamaré Rafael, como mi padre. No he tenido
calor suficiente para mantenerle vivo. Aprendió de su madre a morir
sin aspavientos y esta mañana no ha querido escuchar mis palabras de
aliento.
(El
resto de la página, con una caligrafía mucho más cuidada que lo
escrito hasta el momento, casi primorosa, repite «Rafael»,
«Rafael», «Rafael» hasta sesenta y tres veces. La R de Rafael
es siempre una floritura vertical a la que envuelve un trazo panzudo
que comienza en la izquierda, asciende por encima y se hincha en la
derecha describiendo una curva que se junta al trazo vertical más o
menos a media altura para volver a separarse de él como una falda
almidonada y desvanecerse hacia abajo en un rasgo que se pierde. Es
una R inglesa y gótica al mismo tiempo.)
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24
(Vuelve
a repetir «Rafael», «Rafael» hasta sesenta y dos
veces.)
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25
(Repite
«Rafael», con el mismo tipo de letra, pero mucho más
pequeño ciento diecinueve veces.)
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26
(Ya
no está escrita con el mismo lápiz, pues es muy probable que se
terminara, sino con un tizón apagado o algo parecido. Cuesta leerlo
porque, después de escribirlo, el autor pasó la mano por encima
como si hubiera intentado borrarlo. Creemos, pues, que hemos leído
correctamente lo escrito, que transcribimos hechas estas salvedades.
«Infame turba de nocturnas aves.»
(NOTA
DEL EDITOR: El año 1954 fui a una aldea de la provincia de
Santander llamada Caviedes. Efectivamente está colgada de la montaña
y huele al mar próximo aunque desde él no puede divisarse porque se
asoma hacia el interior de un valle. Pregunté aquí y allá y supe
que el maestro, al que llamaban don Servando, fue ajusticiado por
republicano en 1937 y que su mejor alumno, que tenía una afición
desmedida por la poesía, había huido con dieciséis años, en 1937,
a zona republicana para unirse al ejército que perdió la guerra. Ni
sus padres, que se llamaban Rafael y Felisa y murieron al terminar la
contienda, ni nadie del pueblo volvieron a saber de él. Tenía fama
de loco porque escribía y recitaba poesías. Se llamaba Eulalio
Ceballos Suárez. Si fue él el autor de este cuaderno,
lo escribió cuando tenía dieciocho años y creo que ésa no es edad
para tanto sufrimiento.)
Los girasoles ciegos, 2004.
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