lunes, 15 de febrero de 2021

Suspiro de primate. Jorge Wagensberg.

Algún lugar del Ampurdán cerca de Figueres, hacia el año 1974. Sólo he ido de caza una vez. Fue un día lleno de emociones. Primera emoción: un conejo sale de unos arbustos obligado por los perros. La emoción es grande: acabamos de sorprender un episodio de la vida salvaje. El terror urgente del animal ilustra, una vez más, la ley primera de la materia viva: comer y no ser comido. Se oyen voces viriles y seguras que dominan el paisaje desde hace milenios. Jaleado por esas voces, que lo esperan todo de mí, apunto un poco por delante del pequeño fugitivo y disparo. Segunda emoción: la carrera ágil y experta del conejo se detiene en seco en medio de una nubecita de polvo. La emoción es grande porque da la impresión de que puede derribarlo todo. Derribar es la palabra. Se diría que puedo derribar cualquier iniciativa. La emoción consiste en decidir y derribar. Derribar es el placer. Las voces celebran mi inminente futuro como cazador y bromean sobre el futuro de los conejos. Tercera emoción: el conejo herido, con el cuerpo roto hasta una forma imposible, se mueve con estertores cada vez más débiles. Lo tomo en mis manos a pesar de la airada protesta de los perros. La emoción es grande porque el conejo me mira a los ojos desde la palma de mi mano y me pregunta: ¿estás loco o qué? Mientras balbuceo la disculpa más sincera de mi vida, el conejo, sin dejar de mirarme, se muere. Cuarta emoción: ya han pasado más de veinte años y nunca antes, ni después, he sentido tanta vergüenza. Me preocupa mucho porque, de vez en cuando, todavía me gusta ir a pescar.

 
Zoo de Barcelona, diez y media de la mañana de un domingo de finales de los setenta. Estoy solo en un corredor que separa dos espacios. Frente a mí, Copito de nieve, el célebre gorila blanco, inmóvil en una postura yo diría que idéntica a la del Pensador de Rodin. Lo miro intensamente intentando un encuentro de nuestras miradas, pero él no separa la suya del suelo. Tras de mí, un recinto con una familia de chimpancés. En ese instante se acerca un empleado del parque empujando un carrito lleno de manzanas, zanahorias, plátanos… Silba El tercer hombre. Copito no se mueve ni un milímetro, pero los chimpancés estallan en un jolgorio de palmas y gritos en clara y urgente demanda de frutas y hortalizas. Yo sigo mirando al gorila. Entonces ocurrió. Sin deshacer la composición rodiniana, el gorila levanta lentamente su mirada azul hasta encontrarse con la mía y, acto seguido, hace como que pone los ojos en blanco, mueve compasivamente la cabeza de izquierda a derecha y termina con un suspiro de leve fastidio. Sólo le faltó decir algo así como… «si es que no tienen remedio, como si no supieran que la comida llegará más tarde y desde el interior… ¡pero qué pesados!». El empleado sigue silbando. No ha visto nada. Y no hay más testigos.


Palais de la Découverte en París, una de la tarde de un lunes del mes de marzo, veintidós años después. La reunión de cuatro horas ha terminado y los miembros del comité científico ya bromean distendidos. La última cuestión debatida tenía que ver con la distancia genética entre los humanos y otros primates, así que, animado por la buena atmósfera reinante, decido contar aquel lance fugaz del gorila albino. Cuando termino, y como era de prever, me gano un cariñoso abucheo de mis sabios colegas. Sólo uno se ha quedado muy serio: se trata de Jean-Didier Vincent, un conocido neurobiólogo del CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique). Su silencio reclama nuestra atención, que el profesor aprovecha para narrar su propia historia. Ocurrió hace un año en el Zoo de San Diego, uno de los pocos que puede presumir de una familia de bonobos a la vista del público. Los bonobos son muy parecidos a los chimpancés, pero con dos particularidades fuertemente humanoides: exhiben un notable bipedismo y sus hembras están casi siempre receptivas sexualmente. Por lo demás, hacen tantas «monadas» que la mujer de nuestro colega, en un arrebato de excelente humor, se puso a parodiarlas in situ con toda la frescura de una mímica captada y exagerada en directo y en el acto. Tan absorta estaba en su representación y tal era el regocijo general de los asistentes, que nadie, excepto su marido, reparó en el detalle. Un viejo macho bonobo miraba con curiosidad a la improvisada actriz, luego a los miembros de su propia familia y después al grupo visitante… Entonces ocurrió. El jefe clavó su mirada en el único humano que no participaba en la fiesta, hizo como que ponía los ojos en blanco, movió compasivamente la cabeza de izquierda a derecha y terminó con un suspiro de leve fastidio. Sólo le faltó decir algo así como… «ya estamos otra vez con el viejo truco de imitar nuestros gestos… ¡pero qué divertido!».
No sé si la convergencia entre ambas historias es a favor de la estrecha proximidad entre un gorila y un bonobo, entre un físico y un neurobiólogo o entre un simio y un humano. Los caminos del azar son inescrutables. O quizá no tanto. Las experiencias convergentes son dos y a dos de nosotros se nos antoja, mientras el comité científico camina hacia el restaurante, que dos es mucho más que la suma de uno más uno.

Ideas para la imaginación impura, 1998.
 

 

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