Algún lugar del Ampurdán cerca de Figueres, hacia el año 1974. Sólo he ido de caza una vez. Fue un día lleno de emociones. Primera emoción: un conejo sale de unos arbustos obligado por los perros. La emoción es grande: acabamos de sorprender un episodio de la vida salvaje. El terror urgente del animal ilustra, una vez más, la ley primera de la materia viva: comer y no ser comido. Se oyen voces viriles y seguras que dominan el paisaje desde hace milenios. Jaleado por esas voces, que lo esperan todo de mí, apunto un poco por delante del pequeño fugitivo y disparo. Segunda emoción: la carrera ágil y experta del conejo se detiene en seco en medio de una nubecita de polvo. La emoción es grande porque da la impresión de que puede derribarlo todo. Derribar es la palabra. Se diría que puedo derribar cualquier iniciativa. La emoción consiste en decidir y derribar. Derribar es el placer. Las voces celebran mi inminente futuro como cazador y bromean sobre el futuro de los conejos. Tercera emoción: el conejo herido, con el cuerpo roto hasta una forma imposible, se mueve con estertores cada vez más débiles. Lo tomo en mis manos a pesar de la airada protesta de los perros. La emoción es grande porque el conejo me mira a los ojos desde la palma de mi mano y me pregunta: ¿estás loco o qué? Mientras balbuceo la disculpa más sincera de mi vida, el conejo, sin dejar de mirarme, se muere. Cuarta emoción: ya han pasado más de veinte años y nunca antes, ni después, he sentido tanta vergüenza. Me preocupa mucho porque, de vez en cuando, todavía me gusta ir a pescar.
Zoo
de Barcelona, diez y media de la mañana de un domingo de finales de
los setenta. Estoy solo en un corredor que separa dos espacios.
Frente a mí,
Copito
de nieve,
el célebre gorila blanco, inmóvil en una postura yo diría que
idéntica a la del
Pensador
de
Rodin. Lo miro intensamente intentando un encuentro de nuestras
miradas, pero él no separa la suya del suelo. Tras de mí, un
recinto con una familia de chimpancés. En ese instante se acerca un
empleado del parque empujando un carrito lleno de manzanas,
zanahorias, plátanos… Silba El
tercer
hombre. Copito
no
se mueve ni un milímetro, pero los chimpancés estallan en un
jolgorio de palmas y gritos en clara y urgente demanda de frutas y
hortalizas. Yo sigo mirando al gorila. Entonces ocurrió. Sin
deshacer la composición rodiniana, el gorila levanta lentamente su
mirada azul hasta encontrarse con la mía y, acto seguido, hace como
que pone los ojos en blanco, mueve compasivamente la cabeza de
izquierda a derecha y termina con un suspiro de leve fastidio. Sólo
le faltó decir algo así
como…
«si es que no tienen remedio, como si no supieran que la comida
llegará más tarde y desde el interior… ¡pero qué pesados!». El
empleado sigue silbando. No ha visto nada. Y no hay más testigos.
Palais
de la Découverte en París, una de la tarde de un lunes del mes de
marzo, veintidós años después. La reunión de cuatro horas ha
terminado y los miembros del comité científico ya bromean
distendidos. La última cuestión debatida tenía que ver con la
distancia genética entre los humanos y otros primates, así que,
animado por la buena atmósfera reinante, decido contar aquel lance
fugaz del gorila albino. Cuando termino, y como era de prever, me
gano un cariñoso abucheo de mis sabios colegas. Sólo uno se ha
quedado muy serio: se trata de Jean-Didier Vincent, un conocido
neurobiólogo del CNRS (Centre National de la Recherche
Scientifique). Su silencio reclama nuestra atención, que el profesor
aprovecha para narrar su propia historia. Ocurrió hace un año en el
Zoo de San Diego, uno de los pocos que puede presumir de una familia
de bonobos a la vista del público. Los bonobos son muy parecidos a
los chimpancés, pero con dos particularidades fuertemente
humanoides: exhiben un notable bipedismo y sus hembras están casi
siempre receptivas sexualmente. Por lo demás, hacen tantas «monadas»
que la mujer de nuestro colega, en un arrebato de excelente humor, se
puso a parodiarlas
in
situ
con
toda la frescura de una mímica captada y exagerada en directo y en
el acto. Tan absorta estaba en su representación y tal era el
regocijo general de los asistentes, que nadie, excepto su marido,
reparó en el detalle. Un viejo macho bonobo miraba con curiosidad a
la improvisada actriz, luego a los miembros de su propia familia y
después al grupo visitante… Entonces ocurrió. El jefe clavó su
mirada en el único humano que no participaba en la fiesta, hizo como
que ponía los ojos en blanco, movió compasivamente la cabeza de
izquierda a derecha y terminó con un suspiro de leve fastidio. Sólo
le faltó decir algo así como… «ya estamos otra vez con el viejo
truco de imitar nuestros gestos… ¡pero qué divertido!».
No
sé si la convergencia entre ambas historias es a favor de la
estrecha proximidad entre un gorila y un bonobo, entre un físico y
un neurobiólogo o entre un simio y un humano. Los caminos del azar
son inescrutables. O quizá no tanto. Las experiencias convergentes
son dos y a dos de nosotros se nos antoja, mientras el comité
científico camina hacia el restaurante, que dos es mucho más que la
suma de uno más uno.
Ideas para la imaginación impura, 1998.
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