viernes, 12 de febrero de 2021

Las cuatro nos enganchamos al trineo. Svetlana Alexiévich.

Zina Prijodko, cuatro años
Actualmente es operaria


Bombardeaban… La tierra temblaba, nuestra casa temblaba…
Nuestra casa era pequeña, teníamos un jardín. Nos escondimos dentro de casa y cerramos los postigos. Estábamos las cuatro: nuestra madre, mis dos hermanas y yo. Mi madre dijo que ella con los postigos ya no tenía miedo. Le dimos la razón; dijimos que nosotras tampoco teníamos miedo, pero en realidad estábamos asustadas… Lo que pasaba era que no queríamos entristecerla.
Vamos andando detrás de un carro de caballos. Después a nosotras, las pequeñas, nos sentaron encima de los bártulos. No sé por qué, pero yo creía que si me dormía me matarían, así que intentaba con todas mis fuerzas mantener los ojos abiertos, pero se me cerraban. Entonces mi hermana mayor y yo acordamos que primero cerraría los ojos yo para dormir un poco y mientras tanto ella se quedaría vigilando para que no nos matasen. Después ella dormiría y yo haría guardia. Nos dormimos las dos. Nos despertamos con los chillidos de mamá. «¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo!» Delante de nosotros había un tiroteo. Se oían gritos… Mamá trataba de agachar nuestras cabezas, pero nosotras teníamos ganas de mirar…
Los disparos cesaron y nos pusimos en marcha. Vi que la cuneta estaba llena de gente tumbada y le pregunté a mi madre:
—¿Qué hace ahí esa gente?
—Duermen —respondió ella.
—¿Y por qué duermen en una cuneta?
—Porque estamos en guerra.
—¿Nosotras también dormiremos en una cuneta? Yo no quiero acostarme en la cuneta… —gimoteé.
Dejé de lloriquear cuando vi que los ojos de mamá se llenaban de lágrimas.
Adónde nos dirigíamos, hacia dónde viajábamos, yo por supuesto no lo sabía. No lo entendía. Solo recuerdo una palabra: «Azárichi». Y recuerdo una alambrada a la que mi madre no podía acercarse. Después de la guerra me enteré de que estuvimos internadas en el campo de concentración de Azárichi. Fui a visitar el lugar. Pero ¿qué se puede encontrar en un lugar así pasados tantos años? Solo tierra, hierba… Es un sitio normal y corriente. Si algo queda, solo está en nuestra memoria…
Cuando hablo de esto, me muerdo las manos hasta sangrar… para no llorar.
Traen a mi madre de alguna parte y la dejan en el suelo. Nos arrastramos hacia ella; recuerdo que no caminábamos, nos arrastrábamos. La llamábamos: «¡Mamá! ¡Mamá!». Yo le suplicaba: «¡Despierta, mamá!». Estamos cubiertas de sangre porque mi madre está sangrando. Ahora pienso que no comprendíamos que aquello era sangre, ni siquiera sabíamos qué era la sangre, pero sí nos dábamos cuenta de que era algo terrible.
Todos los días llegaban coches; la gente se subía a ellos y se iba. Le pedíamos a mi madre: «Mamaíta, vamos, subamos al coche. A lo mejor va a casa de la abuela…». ¿Por qué nos acordábamos de nuestra abuela? Nuestra madre solía decirnos que la abuelita vivía cerca, pero que no sabía que nosotras estábamos allí. Ella, la abuela, creía que estábamos en Gómel. Mi madre no quería subir a esos coches; cada vez que venían, nos alejaba de ellos. Nosotras llorábamos, suplicábamos, intentábamos convencerla. Un día aceptó… Acababa de llegar el invierno, nos estábamos congelando…
Me muerdo las manos para no llorar. No soy capaz de evitar las lágrimas…
El viaje era muy largo. Alguien le dijo a mi madre, o tal vez ella simplemente lo comprendió, que nos llevaban a la zona de fusilamiento. El vehículo se detuvo; nos ordenaron bajar. Había un caserío; mi madre le preguntó al guardia: «¿Podemos pedir un poco de agua? Mis hijas tienen sed…». Nos dio permiso para entrar en la casa. Entramos y la dueña nos dio una jarra grande con agua. Mamá bebía a sorbitos pequeños, muy despacio; yo pensaba: «Tengo hambre, ¿por qué de pronto mamá tiene tanta sed?».
Mamá vació una jarra y pidió otra. La dueña llenó la jarra, se la entregó a mamá y le dijo que cada mañana se llevaban a muchas personas al bosque y que nadie volvía de allí.
—¿Hay algún otro sitio en la casa por el que podamos salir? —preguntó mi madre.
La dueña señaló con el dedo: «Por allí». Había una puerta que daba a la calle y otra que daba al patio. Salimos de aquella casa y empezamos a arrastrarnos por la tierra. Tengo la sensación de que llegamos a casa de nuestra abuela arrastrándonos. Cómo y cuánto tiempo nos estuvimos arrastrando, eso no lo recuerdo.
La abuela nos metió a las niñas en la parte de arriba de la estufa, a nuestra madre la acomodó en la cama. A la mañana siguiente, mamá empezó a morir. Estábamos asustadas y no lográbamos entenderlo: papá no estaba, ¿cómo podía morirse mamá y dejarnos solas? Recuerdo que mi madre nos llamó, nos sonrió.
—No os peleéis nunca, hijas.
¿Por qué íbamos a pelearnos? No teníamos juguetes. Usábamos una piedra redonda como muñeca. No teníamos golosinas. No teníamos una madre a la que chivarnos y quejarnos.
Al día siguiente, la abuela envolvió a mamá en una sábana blanca y la colocó encima del trineo. Las cuatro nos enganchamos al trineo y tiramos de él…
Lo siento… No puedo seguir… Lloro…

Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial, 1985.

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