Zina Prijodko, cuatro años
Actualmente es
operaria
Bombardeaban… La
tierra temblaba, nuestra casa temblaba…
Nuestra casa era
pequeña, teníamos un jardín. Nos escondimos dentro de casa y
cerramos los postigos. Estábamos las cuatro: nuestra madre, mis dos
hermanas y yo. Mi madre dijo que ella con los postigos ya no tenía
miedo. Le dimos la razón; dijimos que nosotras tampoco teníamos
miedo, pero en realidad estábamos asustadas… Lo que pasaba era que
no queríamos entristecerla.
Vamos andando detrás
de un carro de caballos. Después a nosotras, las pequeñas, nos
sentaron encima de los bártulos. No sé por qué, pero yo creía que
si me dormía me matarían, así que intentaba con todas mis fuerzas
mantener los ojos abiertos, pero se me cerraban. Entonces mi hermana
mayor y yo acordamos que primero cerraría los ojos yo para dormir un
poco y mientras tanto ella se quedaría vigilando para que no nos
matasen. Después ella dormiría y yo haría guardia. Nos dormimos
las dos. Nos despertamos con los chillidos de mamá. «¡No tengáis
miedo! ¡No tengáis miedo!» Delante de nosotros había un tiroteo.
Se oían gritos… Mamá trataba de agachar nuestras cabezas, pero
nosotras teníamos ganas de mirar…
Los disparos cesaron
y nos pusimos en marcha. Vi que la cuneta estaba llena de gente
tumbada y le pregunté a mi madre:
—¿Qué hace ahí
esa gente?
—Duermen
—respondió ella.
—¿Y por qué
duermen en una cuneta?
—Porque estamos en
guerra.
—¿Nosotras
también dormiremos en una cuneta? Yo no quiero acostarme en la
cuneta… —gimoteé.
Dejé de lloriquear
cuando vi que los ojos de mamá se llenaban de lágrimas.
Adónde nos
dirigíamos, hacia dónde viajábamos, yo por supuesto no lo sabía.
No lo entendía. Solo recuerdo una palabra: «Azárichi». Y recuerdo
una alambrada a la que mi madre no podía acercarse. Después de la
guerra me enteré de que estuvimos internadas en el campo de
concentración de Azárichi. Fui a visitar el lugar. Pero ¿qué se
puede encontrar en un lugar así pasados tantos años? Solo tierra,
hierba… Es un sitio normal y corriente. Si algo queda, solo está
en nuestra memoria…
Cuando hablo de
esto, me muerdo las manos hasta sangrar… para no llorar.
Traen a mi madre de
alguna parte y la dejan en el suelo. Nos arrastramos hacia ella;
recuerdo que no caminábamos, nos arrastrábamos. La llamábamos:
«¡Mamá! ¡Mamá!». Yo le suplicaba: «¡Despierta, mamá!».
Estamos cubiertas de sangre porque mi madre está sangrando. Ahora
pienso que no comprendíamos que aquello era sangre, ni siquiera
sabíamos qué era la sangre, pero sí nos dábamos cuenta de que era
algo terrible.
Todos los días
llegaban coches; la gente se subía a ellos y se iba. Le pedíamos a
mi madre: «Mamaíta, vamos, subamos al coche. A lo mejor va a casa
de la abuela…». ¿Por qué nos acordábamos de nuestra abuela?
Nuestra madre solía decirnos que la abuelita vivía cerca, pero que
no sabía que nosotras estábamos allí. Ella, la abuela, creía que
estábamos en Gómel. Mi madre no quería subir a esos coches; cada
vez que venían, nos alejaba de ellos. Nosotras llorábamos,
suplicábamos, intentábamos convencerla. Un día aceptó… Acababa
de llegar el invierno, nos estábamos congelando…
Me muerdo las manos
para no llorar. No soy capaz de evitar las lágrimas…
El viaje era muy
largo. Alguien le dijo a mi madre, o tal vez ella simplemente lo
comprendió, que nos llevaban a la zona de fusilamiento. El vehículo
se detuvo; nos ordenaron bajar. Había un caserío; mi madre le
preguntó al guardia: «¿Podemos pedir un poco de agua? Mis hijas
tienen sed…». Nos dio permiso para entrar en la casa. Entramos y
la dueña nos dio una jarra grande con agua. Mamá bebía a sorbitos
pequeños, muy despacio; yo pensaba: «Tengo hambre, ¿por qué de
pronto mamá tiene tanta sed?».
Mamá vació una
jarra y pidió otra. La dueña llenó la jarra, se la entregó a mamá
y le dijo que cada mañana se llevaban a muchas personas al bosque y
que nadie volvía de allí.
—¿Hay algún otro
sitio en la casa por el que podamos salir? —preguntó mi madre.
La dueña señaló
con el dedo: «Por allí». Había una puerta que daba a la calle y
otra que daba al patio. Salimos de aquella casa y empezamos a
arrastrarnos por la tierra. Tengo la sensación de que llegamos a
casa de nuestra abuela arrastrándonos. Cómo y cuánto tiempo nos
estuvimos arrastrando, eso no lo recuerdo.
La abuela nos metió
a las niñas en la parte de arriba de la estufa, a nuestra madre la
acomodó en la cama. A la mañana siguiente, mamá empezó a morir.
Estábamos asustadas y no lográbamos entenderlo: papá no estaba,
¿cómo podía morirse mamá y dejarnos solas? Recuerdo que mi madre
nos llamó, nos sonrió.
—No os peleéis
nunca, hijas.
¿Por qué íbamos a
pelearnos? No teníamos juguetes. Usábamos una piedra redonda como
muñeca. No teníamos golosinas. No teníamos una madre a la que
chivarnos y quejarnos.
Al día siguiente,
la abuela envolvió a mamá en una sábana blanca y la colocó encima
del trineo. Las cuatro nos enganchamos al trineo y tiramos de él…
Lo siento… No
puedo seguir… Lloro…
Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial, 1985.
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