Fue un impulso. Les se arrimó a la acera y detuvo el coche. Giró la
reluciente llave del contacto y el motor se paró. Se volvió para
mirar Sunset Boulevard y las escarpadas colinas verdes que descendían
verticales hasta el océano.
—Mira. Ruth —dijo.
Caía la tarde y,
más allá de las vallas, veían la luz rojiza del sol reflejándose
en el Pacífico. El cielo era un tapiz de oro y carmesí del que
colgaban serpentinas de nubes ribeteadas de rosa.
—¡Qué bonito!
—exclamó Ruth.
Él levantó la mano
del asiento del coche para ponerla encima de la de Ruth, y ella le
sonrió un instante, pero la sonrisa se desvaneció mientras
observaban la puesta de sol.
—Cuesta creerlo
—dijo Ruth.
—¿El qué?
—Que no volveremos
a ver otra.
Él miró el cielo
de vivos colores con expresión adusta y luego sonrió, pero no de
felicidad.
—¿No hemos leído
en alguna parte que habrá puestas de sol artificiales? —preguntó—.
Nos asomaremos a la ventana de nuestra habitación y veremos una
puesta de sol. ¿No lo hemos leído en alguna parte?
—No será lo mismo
—repuso ella—. ¿O sí?
—¿Cómo va a
serlo?
—Me pregunto cómo
será en realidad —murmuró ella.
—A mucha gente le
gustaría saberlo.
Guardaron silencio y
observaron como se ponía el sol.
«Es curioso —pensó
él—. Intentas comprender el verdadero significado de un momento
como este, pero no puedes. El momento pasa y después no sabes más
ni sientes nada más que antes. Solo es un momento añadido al
pasado. No aprecias lo que tienes hasta que lo pierdes».
Miró a Ruth y vio
que contemplaba el océano con extraña solemnidad.
—Cielo —dijo en
voz baja, y le transmitió todo su amor con aquella palabra. Ella lo
miró e intentó sonreír—. Seguiremos estando juntos.
—Lo sé. Estoy
bien, no te preocupes por mí.
—Sí que me
preocuparé —dijo él, y se le acercó para besarle la mejilla—.
Te cuidaré. Tanto sobre la tierra…
—Como debajo de
ella.
Bill salió de la
casa para recibirlos. Les lo miró mientras aparcaba el coche en el
patio de hormigón que había a la entrada del garaje. Se preguntaba
cómo se sentiría Bill por tener que dejar la casa que acababa de
terminar de pagar. Libre y sin deudas después de dieciocho años
pagando las letras, y al día siguiente quedaría reducida a
escombros. «Qué cabrona es la vida», pensó mientras apagaba el
motor.
—Hola, chaval —lo
saludó Bill—. Hola, preciosa —le dijo a Ruth.
—Hola, guapo
—respondió ella.
Salieron del coche,
y Ruth cogió un paquete del asiento delantero. La hija de Bill,
Jeannie, salió corriendo de la casa.
—¡Hola, Les!
¡Hola, Ruth!
—Oye, Bill, ¿en
qué coche iremos mañana? —preguntó Les.
—No lo sé,
chaval. Lo decidiremos cuando lleguen Fred y Grace.
—Llévame a
caballito —le pidió Jeannie a Les, y este se la subió a la
espalda, pensando: «Me alegro de no tener hijos; sería horrible
tener que bajar con ellos mañana».
Mary apartó la
vista de los fogones cuando entraron en la casa. Todos se saludaron,
y Ruth dejó el paquete en la mesa.
—¿Qué es? —quiso
saber Mary.
—He preparado una
tarta —contestó Ruth.
—¡Ah! No tenías
que haberte molestado —dijo Mary.
—¿Por qué no?
Puede que sea la última que haga.
—No exageres
—terció Bill—. Ahí abajo habrá cocinas.
—El racionamiento
será tan estricto que no merecerá la pena el esfuerzo —dijo Ruth.
—Será una suerte
si tenemos en cuenta los pasteles de mi amada esposa —comentó
Bill.
—Ah, ¿sí? —Mary
le lanzó una mirada asesina a su sonriente marido, que le dio unas
palmaditas en la espalda y se fue al salón con Les.
Ruth se quedó en la
cocina para ayudar. Les dejó en el suelo a Jeannie.
—¡Te ayudo a
preparar la cena, mamá! —gritó la niña, y se marchó corriendo.
—¡Qué bien!
—oyeron que decía Mary.
Les se dejó caer en
el enorme sofá de color cereza. Desde el otro extremo de la
habitación, Bill acercó el sillón a la ventana.
—¿Habéis venido
por Santa Mónica? —le preguntó.
—No, por la
autopista de la costa. ¿Por qué?
—¡Dios mío!
Tendríais que haber ido por Santa Mónica. La gente se ha vuelto
loca: rompen escaparates, vuelcan coches, le prenden fuego a todo. He
estado allí esta mañana y he tenido suerte de conservar el coche.
Unos bromistas querían tirarlo por Wilshire Boulevard.
—¿Qué les pasa?
¿Están mal de la cabeza? —preguntó Les—. Ni que fuese el fin
del mundo.
—Para algunos lo
es —dijo Bill—. ¿Qué crees que va a emitir MGM allí abajo,
dibujos animados?
—Claro que sí:
Tom y Jerry en el centro de la Tierra.
Bill sacudió la
cabeza.
—Las empresas han
perdido la chaveta. No hay espacio suficiente para montarlo todo allí
abajo. Están de los nervios. Mira lo que dice el periódico.
Les se inclinó para
coger el periódico de la mesita; era un ejemplar de hacía tres
días. Las principales noticias, por supuesto, se centraban en los
detalles del descenso, con los horarios de entrada por las distintas
puertas (la de Hollywood, la de Reseda y la del centro de Los
Ángeles). En portada, un enorme titular que abarcaba ocho columnas
rezaba: «¡RECUERDE! ¡LA BOMBA CAERÁ AL PONERSE EL SOL!». Los
periódicos llevaban una semana advirtiéndolo. Y ocurriría al día
siguiente.
El resto de las
noticias eran sobre robos, violaciones, incendios y asesinatos.
—La gente no lo
acepta —dijo Bill—. Es normal que estalle.
—A veces, yo
también me siento a punto de estallar —confesó Les.
—¿Por qué? —Bill
se encogió de hombros—. En lugar de vivir encima de la tierra,
viviremos debajo. ¿Qué demonios va a cambiar? La televisión
seguirá siendo mala.
—No me digas que
ni siquiera vamos a librarnos de eso.
—No. ¿No lo has
leído? —Bill se levantó y se acercó a la mesita para coger el
periódico que Les había dejado—. ¿Dónde narices está? —murmuró
para sí mientras lo hojeaba—. Aquí. —Se lo mostró.
LOS CIENTÍFICOS
PROMETEN
QUE LA TELEVISIÓN
CONTINUARÁ EXISTIENDO
—¿Eso es un
consuelo? —preguntó Les.
—Claro —respondió
Bill, arrojando el periódico a la mesita—. Así podremos ver como
se nos viene encima la bomba.
Bill volvió a su
asiento y Les meneó la cabeza.
—Chaval, ahí
abajo tendremos de todo… ¿Qué pasa, preciosa?
Ruth estaba en el
arco de entrada al salón.
—¿Alguien quiere
vino? —preguntó—. ¿Cerveza?
Bill dijo que quería
cerveza, y Les, vino.
—Quizá esa
promesa de la televisión sea un poco inverosímil —prosiguió
Bill—, pero, por lo demás, los negocios seguirán como siempre.
—Bueno, quizá a
una escala distinta, pero seguirá habiéndolos. Madre mía, querrán
obtener algo a cambio de todo el dinero que han invertido en los
túneles.
—¿Es que no les
basta con conservar la vida?
Bill siguió
hablando de lo que había leído sobre la vida en los túneles: el
sistema de intercambio, los transportes, los planes para la
producción de alimentos sucedáneos y la interminable madeja de
detalles necesarios para la creación de una sociedad nueva en un
mundo nuevo.
Les no escuchaba.
Miraba a lo lejos, al cielo morado y rojo sobre el cambiante azul
oscuro del océano. Oía el flujo constante de las palabras de Bill
sin captar su contenido; oía a las mujeres que se movían por la
cocina.
«¿Cómo será? —se
preguntó—. No tendrá nada que ver con esto. No habrá alfombras
de color aguamarina, solo paredes y más paredes, sin colores vivos,
sin chimeneas con láminas de cobre y, sobre todo, sin ventanas por
donde se pueda observar el bello mundo que existe al otro lado. —Se
le fue haciendo un nudo en la garganta—. Un día, y otro, y otro…».
Ruth entró con los
vasos. Le pasó a Bill la cerveza y a Les el vino. Lo miró a los
ojos un instante y sonrió. Él sintió el impulso de abrazarla y
enterrar la cara en su pelo. Quería olvidar. Pero Ruth regresó a la
cocina.
—¿Qué? —preguntó
luego, porque no había oído la pregunta de Bill.
—He dicho que
supongo que iremos a la entrada de Reseda.
—Será tan buena
como cualquier otra, digo yo.
—Bueno, me imagino
que las entradas de Hollywood y el centro estarán abarrotadas —dijo
Bill—. Madre mía, sí que te has bebido rápido el vino.
Les sintió como la
lenta calidez le recorría el estómago mientras dejaba la copa.
—¿Está empezando
a afectarte, chaval?
—¿Es que a ti no?
—Bueno… —Bill
se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? A lo mejor solo hago ruido
para esconder lo que siento en realidad. Supongo que sí. Sobre todo,
me da pena por Jeannie: solo tiene cinco años.
Oyeron que un coche
aparcaba frente a la casa, y Mary los llamó para decir que Fred y
Grace ya habían llegado. Bill apoyó las manos sobre las rodillas y
se levantó.
—No dejes que te
afecte —dijo, con una sonrisa—. Eres de Nueva York, así que no
será muy distinto del metro.
—Cuarenta años en
el metro —rezongó Les medio en broma con gruñido de protesta.
—No será tan malo
—le aseguró Bill al salir de la habitación—. Los científicos
aseguran que encontrarán la forma de eliminar la radiación del país
y volver a ponerlo todo en marcha.
—¿Cuándo?
—Quizá dentro de
veinte años —respondió, y salió a dar la bienvenida a sus
invitados.
—Pero ¿cómo
podemos saber cómo son en realidad? —preguntó Grace—. Todas las
imágenes que publican son de cómo imaginan los artistas que serán
las viviendas de ahí abajo. No tenemos ni idea; podrían ser
tranquilamente simples huecos en la pared.
—No seas negativa,
chica, sé positiva —le dijo Bill.
—¡Ay! —se
lamentó Grace—. Creo que no te das cuenta de lo… terrorífico
que será este descenso bajo tierra.
Estaban en el salón.
Se habían hartado de comer filetes, ensalada, galletas, tarta y
café. Les estaba sentado en el sofá de color cereza, con el brazo
en torno a la esbelta cintura de Ruth. Grace y Fred habían ocupado
el sofá cama amarillo, y Mary y Bill, cada uno un sillón.
Jeannie estaba
acostada. El tronco que ardía despacio en la chimenea inundaba de
calidez la habitación. Fred y Bill tomaban cerveza de lata, mientras
que el resto bebía vino.
—No es que no me
dé cuenta, chica —dijo Bill—, pero me adapto. Es algo que
tenemos que hacer, así que hay que tomárselo lo mejor posible.
—Es muy fácil
decirlo —repuso Grace—, pero yo, por lo pronto, tengo claro que
no me apetece nada vivir en esos túneles. Creo que me sentiré
desgraciada. No sé qué opina Fred, pero eso es lo que siento. Ni
siquiera creo que a Fred le importe.
—Fred se adapta
—dijo Bill—. Fred no es negativo.
Fred sonrió un
poco, aunque no dijo nada. Era un hombre menudo, sentado junto a su
mujer como un niño paciente que aguarda con su madre en la sala de
espera de la consulta del dentista.
—¡Oh! —intervino
de nuevo Grace—. No entiendo como puedes tomártelo tan a la
ligera. ¿Cómo no va a ser un horror? Sin teatros, sin restaurantes,
sin viajes…
—Sin salones de
belleza —dijo Bill, y soltó una carcajada.
—Sí, sin salones
de belleza —repuso Grace—. Si crees que no son importantes para
una mujer… En fin…
—Tendremos a
nuestros seres queridos —dijo Mary—. Creo que eso es lo más
importante. Y estaremos vivos.
Grace se encogió de
hombros.
—De acuerdo
—convino—. Estaremos vivos y estaremos juntos, pero me temo que
no puedo llamar vida a…, a pasar el resto de mis días en un
sótano.
—Pues no vayas
—dijo Bill—. Demuéstrales lo dura que eres.
—Muy gracioso
—replicó Grace.
—Estoy seguro de
que habrá gente que decidirá no bajar —terció Les.
—Claro que sí,
los locos —repuso Grace—. ¡Qué forma tan espantosa de morir!
—Quizá sea mejor
que meterse bajo tierra —comentó Bill—. ¿Quién sabe? Quizá
mañana mucha gente pase un día tranquilo en su casa.
—¿Tranquilo?
—preguntó Grace—. Te aseguro que Fred y yo estaremos en esos
túneles al despuntar el alba.
—No hace falta que
lo jures —dijo Bill.
Se quedaron en
silencio un momento.
—¿Os parece bien
a todos que usemos la entrada de Reseda? Podríamos decidirlo ya
—dijo Bill al cabo de un poco.
Fred giró las
palmas hacia arriba en un gesto humilde.
—A mí me parece
bien —dijo—. Lo que decida la mayoría.
—Chaval, hay que
reconocerlo. Tú eres el más importante de todos nosotros —dijo
Bill—. Ahí abajo, los electricistas van a ser los mandamases.
—Estará bien lo
que decidáis vosotros —repuso Fred con una sonrisa.
—¿Sabéis? —dijo
Bill—. Me pregunto a qué narices nos dedicaremos los carteros.
—Y los empleados
de banca —añadió Les.
—Bueno, ahí abajo
habrá dinero —dijo Bill—. Allá adonde vayan los Estados Unidos
irá también el dinero. Bueno, ¿qué me decís del coche? Solo
podemos llevar uno para los seis. ¿Vamos en el mío? Es el más
grande.
—¿Por qué no en
el nuestro? —preguntó Grace.
—A mí me importa
un rábano —respondió Bill—. De todos modos, no podemos
llevárnoslos abajo.
Grace miraba el
fuego con amargura, y abría y cerraba los frágiles puños en el
regazo.
—Oh, ¿por qué no
paramos esa bomba? ¿Por qué no atacamos nosotros primero?
—Ya no podemos
pararla —dijo Les.
—Me pregunto si
ellos también tendrán túneles —comentó Mary.
—Seguro —respondió
Bill—. Quizá ahora mismo estén sentados en sus casas, igual que
nosotros, preguntándose cómo será vivir bajo tierra.
—Seguro que ellos
no —dijo Grace con tristeza—. ¿A ellos qué les importa?
—Les importa —dijo
Bill, y esbozó una sonrisa amarga.
—No le veo ningún
sentido —comentó Ruth.
Todos guardaron
silencio y observaron por última vez la chimenea encendida en una
fresca noche californiana. Ruth apoyó la cabeza en el hombro de Les,
y él le acarició la rubia melena. Bill y Mary se miraron y
sonrieron un poco. Fred miraba con expresión dulce y melancólica
los troncos que ardían, mientras que Grace abría y cerraba los
puños y parecía muy vieja.
En el exterior, las
estrellas brillaban por enésima vez el enésimo año…
Ruth y Les estaban
en su salón, sentados en el suelo, escuchando discos, cuando Bill
tocó el claxon. Se miraron un instante sin decir palabra, un poco
asustados. El sol se filtraba por las persianas y dibujaba escaleras
doradas en sus piernas.
«¿Qué puedo
decir? —se preguntó Les de repente—. ¿Acaso existe alguna
palabra que pueda hacer este minuto menos duro para ella?».
Ruth se le acercó
muy deprisa y se abrazaron tan fuerte como pudieron. El claxon sonó
de nuevo.
—Será mejor que
nos vayamos —dijo él en voz baja.
—Sí.
Se levantaron. Les
se acercó a la puerta principal.
—¡Ya vamos!
—gritó.
Ruth fue al
dormitorio y sacó los abrigos y las dos maletas pequeñas que podían
llevar. Tenían que dejar todos los muebles, la ropa, los libros, los
discos…
Cuando regresó al
salón, Les estaba apagando el tocadiscos.
—Ojalá pudiéramos
llevarnos más libros —dijo.
—Habrá
bibliotecas, cariño.
—Ya lo sé pero…
no es lo mismo.
La ayudó a ponerse
el abrigo, y ella lo ayudó con el suyo. El piso estaba muy
silencioso y calentito.
—¡Qué agradable
es! —comentó ella.
Les la miró un
momento como si quisiera preguntarle algo, pero después cogió
deprisa las maletas y abrió la puerta.
—Vamos, cielo —le
dijo.
Ruth se detuvo en la
puerta para mirar atrás. De repente, regresó al tocadiscos, lo puso
en marcha y se quedó inmóvil, impasible, hasta que sonó la música.
Luego salió y cerró bien.
—¿Por qué has
hecho eso? —le preguntó Les.
Ruth se le colgó
del brazo y bajaron por el camino hacia el coche.
—No lo sé. A lo
mejor para dejar vivo nuestro piso.
Una suave brisa les
soplaba en la cara y se agitaban las pesadas hojas de las palmeras.
—Hace un día
precioso —dijo ella.
—Sí.
Ruth le apretó el
brazo.
Bill les abrió la
puerta del coche.
—Arriba, chicos
—dijo—. Nos largamos.
Jeannie se puso de
rodillas en el asiento delantero para hablar con Les y Ruth mientras
el coche se ponía en marcha. Ruth se volvió para ver desaparecer el
bloque de pisos.
—A mí me ha
pasado igual con nuestra casa —dijo Mary.
—No temas, chata
—dijo Bill—, nos apañaremos ahibaho.
—¿Qué es
ahibaho? —preguntó Jeannie.
—Vete a saber
—repuso Bill. Luego añadió—: Papá está bromeando, nena.
Ahibaho significa «ahí abajo».
—Oye, Bill, ¿crees
que viviremos cerca en los túneles? —le preguntó Les.
—No lo sé,
chaval. Va por barrios, así que supongo que nosotros estaremos
bastante cerca, pero Grace y Fred no, porque su casa de Venice está
en el quinto pino.
—No puedo decir
que lo sienta —dijo Mary—. No me atrae la idea de pasarme los
próximos veinte años oyendo las quejas de Grace.
—Grace no es mala
persona —la defendió Bill—. Solo necesita una buena patada donde
yo me sé de vez en cuando.
Había mucho tráfico
en las avenidas principales que se dirigían al este, hacia las dos
entradas de la ciudad. Bill conducía despacio por Lincoln Boulevard
hacia Venice. Aparte de la cháchara de Jeannie, nadie hablaba. Ruth
y Les estaban muy pegados, cogidos de la mano, mirando al frente.
«Hoy nos vamos bajo
tierra —se repetía mentalmente Les—. Hoy nos vamos bajo tierra».
Cuando Bill tocó el
claxon, no pasó nada. Pero después la puerta principal de la casita
se abrió de golpe y Grace salió corriendo por el césped como una
loca, todavía en camisón y zapatillas, con el pelo negro entre cano
recogido en dos largas trenzas.
—¡Dios mío! ¿Qué
ha pasado? —preguntó Mary.
Bill bajó enseguida
del coche para ir al encuentro de Grace. El tacón de una zapatilla
se le clavó en la tierra blanda y perdió el equilibrio. Bill abrió
la puerta de la verja justo a tiempo para sujetarla.
—¿Qué pasa? —le
preguntó.
—¡Fred! —gritó
ella.
Bill se quedó
desconcertado y su mirada voló de súbito hacia la casa silenciosa y
blanca que relucía al sol. Les y Mary salieron del coche de
inmediato.
—¿Qué le pasa
a…? —empezó a decir Bill, pero los nervios le impidieron
terminar la frase.
—¡No quiere irse!
—gritó Grace con la cara desencajada de pánico.
Lo encontraron tal
como Grace les había dicho que llevaba toda la mañana: sentado en
una butaca junto a la ventana que daba al jardín, inmóvil y con los
puños apretados. Bill se le acercó y le puso una mano en el delgado
hombro.
—¿Qué tal,
amigo? —le preguntó.
Fred levantó la
mirada y una sonrisa le asomó por las comisuras de los labios.
—Hola —dijo en
voz baja.
—¿No vienes?
Fred inspiró
profundamente y pareció a punto de decir algo, pero se contuvo.
—No —contestó,
como si estuviese rechazando educadamente unos guisantes en la cena.
—¡Dios mío! ¡Te
lo he dicho! —dijo Grace entre sollozos—. ¡Se ha vuelto loco!
—¡Vale Grace,
tranquilízate! —le espetó Bill de mal humor, y ella se llevó el
pañuelo empapado a la boca. Mary la abrazó por los hombros—. ¿Por
qué no, amigo? —le preguntó luego a Fred.
Otra sonrisa aleteó
brevemente en los labios de Fred, y se encogió de hombros.
—Porque no quiero.
—¡Oh, Fred! Fred,
¿cómo puedes hacerme esto? —gimió Grace, que estaba en la puerta
de la casa, nerviosa, agarrándose el cuello con la mano.
Bill apretó los
labios, pero no apartó la mirada de la cara impasible de Fred.
—¿Y qué pasa con
Grace? —le preguntó.
—Grace debería
irse —respondió Fred—. Quiero que se vaya, no quiero que muera.
—¿Cómo voy a
vivir allí abajo yo sola? —preguntó Grace entre sollozos.
Fred no contestó;
se limitó a mirar al frente, como si se avergonzase de ser el centro
de atención, como si rebuscara la respuesta adecuada en su mente.
—Mira —empezó a
decir—, sé que lo que hago es terrible, que estoy siendo un
arrogante, pero no puedo bajar. —Apretó los labios con firmeza—.
No voy a bajar.
Bill se irguió con
un suspiro cansado.
—Bueno —dijo,
derrotado.
—Esto… —Fred
había abierto el puño derecho y estaba alisando un trocito de
papel—. Quizá… Quizá esto explique… lo que quiero decir.
Bill lo cogió y lo
leyó. Después miró a Fred y le dio una palmadita en el hombro.
—De acuerdo, amigo
—dijo, y se guardó el papel en el abrigo. Miró a Grace—. Si te
vienes con nosotros, vístete.
—¡Fred! —casi
chilló—. ¿Cómo puedes hacerme algo tan horrible?
—Tu marido se
queda —le dijo Bill—. ¿Quieres quedarte con él?
—¡No quiero
morir!
Bill se quedó
mirándola un momento y luego se volvió.
—Mary, ayúdala a
vestirse.
Mientras iban hacia
el coche, con Grace sollozando y tambaleándose agarrada del brazo de
Mary, Fred vio marcharse a su mujer desde la entrada. Ella no le
había dado un beso ni lo había abrazado; había rechazado su
despedida con un sollozo de miedo y rabia. Fred se quedó allí,
inmóvil, sin mover ni un músculo. La brisa le alborotaba el pelo
ralo.
Una vez en el coche,
Bill se sacó el papel del bolsillo.
—Voy a leerte lo
que ha escrito tu marido —dijo, y leyó—. «Si un hombre muere
con el sol en los ojos, muere como un hombre. Pero si muere con
tierra en la nariz, solo muere».
Grace miró a Bill,
desolada, sin cesar de retorcerse las manos en el regazo.
—Mami, ¿por qué
no viene el tío Fred? —preguntó Jeannie cuando Bill puso en
marcha el coche y giró en redondo.
—Porque quiere
quedarse —contestó Mary.
El coche aceleró
camino de Lincoln Boulevard. Nadie dijo nada. Les pensaba en Fred,
sentado a solas en su casita, esperando. Solo. Se le formó un nudo
en la garganta y apretó los dientes.
«¿Estará naciendo
otro poema en la mente de Fred? —pensaba—. Uno que empiece así:
“Si un hombre muere y no hay nadie para cogerle la mano…”».
—¡Para! ¡Para el
coche! —gritó Grace, y Bill se arrimó al bordillo—. No quiero
bajar ahí yo sola —dijo con infinita tristeza—. No es justo que
me haga ir sola. No… —Calló y se mordió el labio—. Oh… —Se
inclinó hacia Mary y le dio un beso—. Adiós, Mary. Adiós, Ruth.
—La besó. Después, a Les y a Jeannie, y luego le dedicó una
breve sonrisa de arrepentimiento a Bill—. Te odio.
—Te quiero
—respondió él.
La observaron
alejarse por la calle. Al principio caminaba, pero al acercarse a la
casa casi corría, como una niña emocionada. Vieron que Fred se
acercaba a la verja. Bill puso en marcha el coche y se alejó, y Fred
y Grace se quedaron solos, juntos.
—No podía
imaginarme que Fred se sintiese de esa manera, ¿y vosotros? —dijo
Les.
—No lo sé, chaval
—respondió Bill—. Siempre que no estaba trabajando pasaba el
rato en el jardín. Le gustaba ponerse unos pantalones cortos y una
camiseta, y dejaba que le diera el sol mientras podaba los setos,
cortaba el césped o algo parecido. Entiendo lo que siente. Si quiere
morir así, ¿qué tiene de malo? Ya es lo bastante mayorcito para
saber lo que quiere. —Sonrió—. Es Grace la que me ha
sorprendido.
—¿No crees que
Fred ha sido un poco injusto al obligar a Grace a quedarse con él?
—preguntó Ruth.
—¿Qué es justo y
qué es injusto? —dijo Bill—. Es su vida y su amor. ¿Dónde está
el libro que enseña cómo debe morir y amar una persona?
Se metieron en
Lincoln Boulevard.
Llegaron a la
entrada poco después de mediodía. Uno de los cientos de policías
de las fuerzas conjuntas del orden les dijo que fuesen al descampado
que había un poco más adelante, aparcasen allí y volviesen
andando.
—¡Santo cielo!
Mirad cuántos coches —dijo Bill. Conducía muy despacio por la
carretera llena de gente que iba a pie.
Había muchísimos
coches, miles. Les se acordó del campo de aviación que había visto
una vez, después de la Segunda Guerra Mundial, lleno de bombarderos,
ala con ala hasta donde alcanzaba la vista. Aquello era igual, salvo
que se trataba de coches y que la guerra no había terminado, sino
que acababa de empezar.
—¿No será
peligroso dejar aquí los coches? —preguntó Ruth—. ¿No serán
un blanco fácil?
—Da igual dónde
caiga la bomba, chica. Va a cargárselo todo —respondió Bill.
—Además —añadió
Les—, tal y como están construidas estas entradas, no creo que
importe mucho dónde caiga la bomba.
Salieron del coche y
se quedaron quietos un instante, como si no estuviesen muy seguros de
qué hacer.
—Bueno, vámonos
—dijo entonces Bill, y le dio unas palmaditas al capó. Hasta la
vista, chatarra… Descansa en paz.
—¿En paz o en
piezas? —preguntó Les.
Había una cola muy
larga frente a cada uno de los veinte mostradores de delante de la
entrada. La gente avanzaba despacio. Al llegar la persona al
mostrador, daba su nombre y dirección, y la asignaban a una
determinada fila para entrar en los búnkeres. Casi nadie hablaba; se
limitaban a cargar con sus maletas y a caminar pasito a pasito hacia
la entrada de los túneles.
Ruth se agarró al
brazo de Les con fuerza y él se notó el estómago agarrotado, como
si los músculos se le estuviesen calcificando lentamente. Cada
sobrio paso que daban los acercaba más a la entrada y los alejaba
más del cielo, el sol, las estrellas y la luna. De repente, Les se
sintió muy enfermo y asustado; quería coger a Ruth de la mano,
volver a su piso y quedarse allí hasta que todo terminara. Fred
estaba en lo cierto; no pudo evitar pensarlo. Fred estaba en lo
cierto, pues sabía que un hombre no podía seguir siendo él mismo
si abandonaba el único hogar que conocía para vivir bajo tierra
como un topo. Algo sucedería allí abajo, algo cambiaría. El aire
artificial, los paneles uniformes de bombillas que imitaban el sol,
la luna eléctrica y las estrellas fluorescentes, todo aquello
inventado a instancias de un estudio psicológico que presagiaba
aberraciones si se eliminaban por completo aquellas cosas. ¿Creían
que bastaría? ¿De verdad creían que una persona podía arrastrarse
por una gran tumba durante veinte años y conservar el alma?
Se puso rígido sin
darse cuenta y sintió ganas de gritar al mundo su estupidez, una
estupidez que había logrado llevar a los hombres a su propia
destrucción. Se le cortó la respiración. Miró a Ruth y vio que
ella lo observaba.
—¿Estás bien?
—le preguntó ella.
—Sí. Bien —repuso
él con un suspiro entrecortado.
Intentó no pensar
en nada, pero no lo consiguió. Contemplaba a las personas que lo
rodeaban y se preguntaba si sentirían, al igual que él, una
tremenda rabia por lo que estaba pasando, por lo que, en definitiva,
habían permitido que sucediera. ¿Pensaban también en la noche
anterior, las estrellas, el aire fresco y los sonidos de la tierra?
Negó con la cabeza. Era una tortura pensar en eso.
Los cinco avanzaban
despacio por la larga rampa de hormigón que conducía a los
ascensores. Les observó a Bill. Llevaba a Jeannie de la mano y la
miraba sin dejar traslucir sus sentimientos. Les lo vio volverse y
darle un golpecito a Mary con la maleta que cargaba en la otra mano.
Cuando ella lo miró, Bill le guiñó un ojo.
—¿Dónde vamos,
papi? —preguntó Jeannie, y el eco de su voz aguda resonó en las
paredes alicatadas de blanco.
Bill tragó saliva.
—Ya te lo he dicho
—respondió—. Vamos a vivir bajo tierra una temporada.
—¿Cuánto tiempo?
—preguntó la niña.
—Calla ya, cielo
—dijo Bill—. No lo sé.
En el ascensor, el
silencio era absoluto. Iban cien personas en él, pero parecía una
tumba que descendía, cada vez más abajo. Y abajo. Y abajo.
Revista If, 1954.
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