lunes, 1 de febrero de 2021

Descenso. Richard Matheson.

Fue un impulso. Les se arrimó a la acera y detuvo el coche. Giró la reluciente llave del contacto y el motor se paró. Se volvió para mirar Sunset Boulevard y las escarpadas colinas verdes que descendían verticales hasta el océano.
—Mira. Ruth —dijo.
Caía la tarde y, más allá de las vallas, veían la luz rojiza del sol reflejándose en el Pacífico. El cielo era un tapiz de oro y carmesí del que colgaban serpentinas de nubes ribeteadas de rosa.
—¡Qué bonito! —exclamó Ruth.
Él levantó la mano del asiento del coche para ponerla encima de la de Ruth, y ella le sonrió un instante, pero la sonrisa se desvaneció mientras observaban la puesta de sol.
—Cuesta creerlo —dijo Ruth.
—¿El qué?
—Que no volveremos a ver otra.
Él miró el cielo de vivos colores con expresión adusta y luego sonrió, pero no de felicidad.
—¿No hemos leído en alguna parte que habrá puestas de sol artificiales? —preguntó—. Nos asomaremos a la ventana de nuestra habitación y veremos una puesta de sol. ¿No lo hemos leído en alguna parte?
—No será lo mismo —repuso ella—. ¿O sí?
—¿Cómo va a serlo?
—Me pregunto cómo será en realidad —murmuró ella.
—A mucha gente le gustaría saberlo.
Guardaron silencio y observaron como se ponía el sol.
«Es curioso —pensó él—. Intentas comprender el verdadero significado de un momento como este, pero no puedes. El momento pasa y después no sabes más ni sientes nada más que antes. Solo es un momento añadido al pasado. No aprecias lo que tienes hasta que lo pierdes».
Miró a Ruth y vio que contemplaba el océano con extraña solemnidad.
—Cielo —dijo en voz baja, y le transmitió todo su amor con aquella palabra. Ella lo miró e intentó sonreír—. Seguiremos estando juntos.
—Lo sé. Estoy bien, no te preocupes por mí.
—Sí que me preocuparé —dijo él, y se le acercó para besarle la mejilla—. Te cuidaré. Tanto sobre la tierra…
—Como debajo de ella.
Bill salió de la casa para recibirlos. Les lo miró mientras aparcaba el coche en el patio de hormigón que había a la entrada del garaje. Se preguntaba cómo se sentiría Bill por tener que dejar la casa que acababa de terminar de pagar. Libre y sin deudas después de dieciocho años pagando las letras, y al día siguiente quedaría reducida a escombros. «Qué cabrona es la vida», pensó mientras apagaba el motor.
—Hola, chaval —lo saludó Bill—. Hola, preciosa —le dijo a Ruth.
—Hola, guapo —respondió ella.
Salieron del coche, y Ruth cogió un paquete del asiento delantero. La hija de Bill, Jeannie, salió corriendo de la casa.
—¡Hola, Les! ¡Hola, Ruth!
—Oye, Bill, ¿en qué coche iremos mañana? —preguntó Les.
—No lo sé, chaval. Lo decidiremos cuando lleguen Fred y Grace.
—Llévame a caballito —le pidió Jeannie a Les, y este se la subió a la espalda, pensando: «Me alegro de no tener hijos; sería horrible tener que bajar con ellos mañana».
Mary apartó la vista de los fogones cuando entraron en la casa. Todos se saludaron, y Ruth dejó el paquete en la mesa.
—¿Qué es? —quiso saber Mary.
—He preparado una tarta —contestó Ruth.
—¡Ah! No tenías que haberte molestado —dijo Mary.
—¿Por qué no? Puede que sea la última que haga.
—No exageres —terció Bill—. Ahí abajo habrá cocinas.
—El racionamiento será tan estricto que no merecerá la pena el esfuerzo —dijo Ruth.
—Será una suerte si tenemos en cuenta los pasteles de mi amada esposa —comentó Bill.
—Ah, ¿sí? —Mary le lanzó una mirada asesina a su sonriente marido, que le dio unas palmaditas en la espalda y se fue al salón con Les.
Ruth se quedó en la cocina para ayudar. Les dejó en el suelo a Jeannie.
—¡Te ayudo a preparar la cena, mamá! —gritó la niña, y se marchó corriendo.
—¡Qué bien! —oyeron que decía Mary.
Les se dejó caer en el enorme sofá de color cereza. Desde el otro extremo de la habitación, Bill acercó el sillón a la ventana.
—¿Habéis venido por Santa Mónica? —le preguntó.
—No, por la autopista de la costa. ¿Por qué?
—¡Dios mío! Tendríais que haber ido por Santa Mónica. La gente se ha vuelto loca: rompen escaparates, vuelcan coches, le prenden fuego a todo. He estado allí esta mañana y he tenido suerte de conservar el coche. Unos bromistas querían tirarlo por Wilshire Boulevard.
—¿Qué les pasa? ¿Están mal de la cabeza? —preguntó Les—. Ni que fuese el fin del mundo.
—Para algunos lo es —dijo Bill—. ¿Qué crees que va a emitir MGM allí abajo, dibujos animados?
—Claro que sí: Tom y Jerry en el centro de la Tierra.
Bill sacudió la cabeza.
—Las empresas han perdido la chaveta. No hay espacio suficiente para montarlo todo allí abajo. Están de los nervios. Mira lo que dice el periódico.
Les se inclinó para coger el periódico de la mesita; era un ejemplar de hacía tres días. Las principales noticias, por supuesto, se centraban en los detalles del descenso, con los horarios de entrada por las distintas puertas (la de Hollywood, la de Reseda y la del centro de Los Ángeles). En portada, un enorme titular que abarcaba ocho columnas rezaba: «¡RECUERDE! ¡LA BOMBA CAERÁ AL PONERSE EL SOL!». Los periódicos llevaban una semana advirtiéndolo. Y ocurriría al día siguiente.
El resto de las noticias eran sobre robos, violaciones, incendios y asesinatos.
—La gente no lo acepta —dijo Bill—. Es normal que estalle.
—A veces, yo también me siento a punto de estallar —confesó Les.
—¿Por qué? —Bill se encogió de hombros—. En lugar de vivir encima de la tierra, viviremos debajo. ¿Qué demonios va a cambiar? La televisión seguirá siendo mala.
—No me digas que ni siquiera vamos a librarnos de eso.
—No. ¿No lo has leído? —Bill se levantó y se acercó a la mesita para coger el periódico que Les había dejado—. ¿Dónde narices está? —murmuró para sí mientras lo hojeaba—. Aquí. —Se lo mostró.
LOS CIENTÍFICOS PROMETEN
QUE LA TELEVISIÓN CONTINUARÁ EXISTIENDO
—¿Eso es un consuelo? —preguntó Les.
—Claro —respondió Bill, arrojando el periódico a la mesita—. Así podremos ver como se nos viene encima la bomba.
Bill volvió a su asiento y Les meneó la cabeza.
—Chaval, ahí abajo tendremos de todo… ¿Qué pasa, preciosa?
Ruth estaba en el arco de entrada al salón.
—¿Alguien quiere vino? —preguntó—. ¿Cerveza?
Bill dijo que quería cerveza, y Les, vino.
—Quizá esa promesa de la televisión sea un poco inverosímil —prosiguió Bill—, pero, por lo demás, los negocios seguirán como siempre.
—Bueno, quizá a una escala distinta, pero seguirá habiéndolos. Madre mía, querrán obtener algo a cambio de todo el dinero que han invertido en los túneles.
—¿Es que no les basta con conservar la vida?
Bill siguió hablando de lo que había leído sobre la vida en los túneles: el sistema de intercambio, los transportes, los planes para la producción de alimentos sucedáneos y la interminable madeja de detalles necesarios para la creación de una sociedad nueva en un mundo nuevo.
Les no escuchaba. Miraba a lo lejos, al cielo morado y rojo sobre el cambiante azul oscuro del océano. Oía el flujo constante de las palabras de Bill sin captar su contenido; oía a las mujeres que se movían por la cocina.
«¿Cómo será? —se preguntó—. No tendrá nada que ver con esto. No habrá alfombras de color aguamarina, solo paredes y más paredes, sin colores vivos, sin chimeneas con láminas de cobre y, sobre todo, sin ventanas por donde se pueda observar el bello mundo que existe al otro lado. —Se le fue haciendo un nudo en la garganta—. Un día, y otro, y otro…».
Ruth entró con los vasos. Le pasó a Bill la cerveza y a Les el vino. Lo miró a los ojos un instante y sonrió. Él sintió el impulso de abrazarla y enterrar la cara en su pelo. Quería olvidar. Pero Ruth regresó a la cocina.
—¿Qué? —preguntó luego, porque no había oído la pregunta de Bill.
—He dicho que supongo que iremos a la entrada de Reseda.
—Será tan buena como cualquier otra, digo yo.
—Bueno, me imagino que las entradas de Hollywood y el centro estarán abarrotadas —dijo Bill—. Madre mía, sí que te has bebido rápido el vino.
Les sintió como la lenta calidez le recorría el estómago mientras dejaba la copa.
—¿Está empezando a afectarte, chaval?
—¿Es que a ti no?
—Bueno… —Bill se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? A lo mejor solo hago ruido para esconder lo que siento en realidad. Supongo que sí. Sobre todo, me da pena por Jeannie: solo tiene cinco años.
Oyeron que un coche aparcaba frente a la casa, y Mary los llamó para decir que Fred y Grace ya habían llegado. Bill apoyó las manos sobre las rodillas y se levantó.
—No dejes que te afecte —dijo, con una sonrisa—. Eres de Nueva York, así que no será muy distinto del metro.
—Cuarenta años en el metro —rezongó Les medio en broma con gruñido de protesta.
—No será tan malo —le aseguró Bill al salir de la habitación—. Los científicos aseguran que encontrarán la forma de eliminar la radiación del país y volver a ponerlo todo en marcha.
—¿Cuándo?
—Quizá dentro de veinte años —respondió, y salió a dar la bienvenida a sus invitados.


—Pero ¿cómo podemos saber cómo son en realidad? —preguntó Grace—. Todas las imágenes que publican son de cómo imaginan los artistas que serán las viviendas de ahí abajo. No tenemos ni idea; podrían ser tranquilamente simples huecos en la pared.
—No seas negativa, chica, sé positiva —le dijo Bill.
—¡Ay! —se lamentó Grace—. Creo que no te das cuenta de lo… terrorífico que será este descenso bajo tierra.
Estaban en el salón. Se habían hartado de comer filetes, ensalada, galletas, tarta y café. Les estaba sentado en el sofá de color cereza, con el brazo en torno a la esbelta cintura de Ruth. Grace y Fred habían ocupado el sofá cama amarillo, y Mary y Bill, cada uno un sillón.
Jeannie estaba acostada. El tronco que ardía despacio en la chimenea inundaba de calidez la habitación. Fred y Bill tomaban cerveza de lata, mientras que el resto bebía vino.
—No es que no me dé cuenta, chica —dijo Bill—, pero me adapto. Es algo que tenemos que hacer, así que hay que tomárselo lo mejor posible.
—Es muy fácil decirlo —repuso Grace—, pero yo, por lo pronto, tengo claro que no me apetece nada vivir en esos túneles. Creo que me sentiré desgraciada. No sé qué opina Fred, pero eso es lo que siento. Ni siquiera creo que a Fred le importe.
—Fred se adapta —dijo Bill—. Fred no es negativo.
Fred sonrió un poco, aunque no dijo nada. Era un hombre menudo, sentado junto a su mujer como un niño paciente que aguarda con su madre en la sala de espera de la consulta del dentista.
—¡Oh! —intervino de nuevo Grace—. No entiendo como puedes tomártelo tan a la ligera. ¿Cómo no va a ser un horror? Sin teatros, sin restaurantes, sin viajes…
—Sin salones de belleza —dijo Bill, y soltó una carcajada.
—Sí, sin salones de belleza —repuso Grace—. Si crees que no son importantes para una mujer… En fin…
—Tendremos a nuestros seres queridos —dijo Mary—. Creo que eso es lo más importante. Y estaremos vivos.
Grace se encogió de hombros.
—De acuerdo —convino—. Estaremos vivos y estaremos juntos, pero me temo que no puedo llamar vida a…, a pasar el resto de mis días en un sótano.
—Pues no vayas —dijo Bill—. Demuéstrales lo dura que eres.
—Muy gracioso —replicó Grace.
—Estoy seguro de que habrá gente que decidirá no bajar —terció Les.
—Claro que sí, los locos —repuso Grace—. ¡Qué forma tan espantosa de morir!
—Quizá sea mejor que meterse bajo tierra —comentó Bill—. ¿Quién sabe? Quizá mañana mucha gente pase un día tranquilo en su casa.
—¿Tranquilo? —preguntó Grace—. Te aseguro que Fred y yo estaremos en esos túneles al despuntar el alba.
—No hace falta que lo jures —dijo Bill.
Se quedaron en silencio un momento.
—¿Os parece bien a todos que usemos la entrada de Reseda? Podríamos decidirlo ya —dijo Bill al cabo de un poco.
Fred giró las palmas hacia arriba en un gesto humilde.
—A mí me parece bien —dijo—. Lo que decida la mayoría.
—Chaval, hay que reconocerlo. Tú eres el más importante de todos nosotros —dijo Bill—. Ahí abajo, los electricistas van a ser los mandamases.
—Estará bien lo que decidáis vosotros —repuso Fred con una sonrisa.
—¿Sabéis? —dijo Bill—. Me pregunto a qué narices nos dedicaremos los carteros.
—Y los empleados de banca —añadió Les.
—Bueno, ahí abajo habrá dinero —dijo Bill—. Allá adonde vayan los Estados Unidos irá también el dinero. Bueno, ¿qué me decís del coche? Solo podemos llevar uno para los seis. ¿Vamos en el mío? Es el más grande.
—¿Por qué no en el nuestro? —preguntó Grace.
—A mí me importa un rábano —respondió Bill—. De todos modos, no podemos llevárnoslos abajo.
Grace miraba el fuego con amargura, y abría y cerraba los frágiles puños en el regazo.
—Oh, ¿por qué no paramos esa bomba? ¿Por qué no atacamos nosotros primero?
—Ya no podemos pararla —dijo Les.
—Me pregunto si ellos también tendrán túneles —comentó Mary.
—Seguro —respondió Bill—. Quizá ahora mismo estén sentados en sus casas, igual que nosotros, preguntándose cómo será vivir bajo tierra.
—Seguro que ellos no —dijo Grace con tristeza—. ¿A ellos qué les importa?
—Les importa —dijo Bill, y esbozó una sonrisa amarga.
—No le veo ningún sentido —comentó Ruth.
Todos guardaron silencio y observaron por última vez la chimenea encendida en una fresca noche californiana. Ruth apoyó la cabeza en el hombro de Les, y él le acarició la rubia melena. Bill y Mary se miraron y sonrieron un poco. Fred miraba con expresión dulce y melancólica los troncos que ardían, mientras que Grace abría y cerraba los puños y parecía muy vieja.
En el exterior, las estrellas brillaban por enésima vez el enésimo año…


Ruth y Les estaban en su salón, sentados en el suelo, escuchando discos, cuando Bill tocó el claxon. Se miraron un instante sin decir palabra, un poco asustados. El sol se filtraba por las persianas y dibujaba escaleras doradas en sus piernas.
«¿Qué puedo decir? —se preguntó Les de repente—. ¿Acaso existe alguna palabra que pueda hacer este minuto menos duro para ella?».
Ruth se le acercó muy deprisa y se abrazaron tan fuerte como pudieron. El claxon sonó de nuevo.
—Será mejor que nos vayamos —dijo él en voz baja.
—Sí.
Se levantaron. Les se acercó a la puerta principal.
—¡Ya vamos! —gritó.
Ruth fue al dormitorio y sacó los abrigos y las dos maletas pequeñas que podían llevar. Tenían que dejar todos los muebles, la ropa, los libros, los discos…
Cuando regresó al salón, Les estaba apagando el tocadiscos.
—Ojalá pudiéramos llevarnos más libros —dijo.
—Habrá bibliotecas, cariño.
—Ya lo sé pero… no es lo mismo.
La ayudó a ponerse el abrigo, y ella lo ayudó con el suyo. El piso estaba muy silencioso y calentito.
—¡Qué agradable es! —comentó ella.
Les la miró un momento como si quisiera preguntarle algo, pero después cogió deprisa las maletas y abrió la puerta.
—Vamos, cielo —le dijo.
Ruth se detuvo en la puerta para mirar atrás. De repente, regresó al tocadiscos, lo puso en marcha y se quedó inmóvil, impasible, hasta que sonó la música. Luego salió y cerró bien.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Les.
Ruth se le colgó del brazo y bajaron por el camino hacia el coche.
—No lo sé. A lo mejor para dejar vivo nuestro piso.
Una suave brisa les soplaba en la cara y se agitaban las pesadas hojas de las palmeras.
—Hace un día precioso —dijo ella.
—Sí.
Ruth le apretó el brazo.
Bill les abrió la puerta del coche.
—Arriba, chicos —dijo—. Nos largamos.
Jeannie se puso de rodillas en el asiento delantero para hablar con Les y Ruth mientras el coche se ponía en marcha. Ruth se volvió para ver desaparecer el bloque de pisos.
—A mí me ha pasado igual con nuestra casa —dijo Mary.
—No temas, chata —dijo Bill—, nos apañaremos ahibaho.
—¿Qué es ahibaho? —preguntó Jeannie.
—Vete a saber —repuso Bill. Luego añadió—: Papá está bromeando, nena. Ahibaho significa «ahí abajo».
—Oye, Bill, ¿crees que viviremos cerca en los túneles? —le preguntó Les.
—No lo sé, chaval. Va por barrios, así que supongo que nosotros estaremos bastante cerca, pero Grace y Fred no, porque su casa de Venice está en el quinto pino.
—No puedo decir que lo sienta —dijo Mary—. No me atrae la idea de pasarme los próximos veinte años oyendo las quejas de Grace.
—Grace no es mala persona —la defendió Bill—. Solo necesita una buena patada donde yo me sé de vez en cuando.
Había mucho tráfico en las avenidas principales que se dirigían al este, hacia las dos entradas de la ciudad. Bill conducía despacio por Lincoln Boulevard hacia Venice. Aparte de la cháchara de Jeannie, nadie hablaba. Ruth y Les estaban muy pegados, cogidos de la mano, mirando al frente.
«Hoy nos vamos bajo tierra —se repetía mentalmente Les—. Hoy nos vamos bajo tierra».


Cuando Bill tocó el claxon, no pasó nada. Pero después la puerta principal de la casita se abrió de golpe y Grace salió corriendo por el césped como una loca, todavía en camisón y zapatillas, con el pelo negro entre cano recogido en dos largas trenzas.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —preguntó Mary.
Bill bajó enseguida del coche para ir al encuentro de Grace. El tacón de una zapatilla se le clavó en la tierra blanda y perdió el equilibrio. Bill abrió la puerta de la verja justo a tiempo para sujetarla.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—¡Fred! —gritó ella.
Bill se quedó desconcertado y su mirada voló de súbito hacia la casa silenciosa y blanca que relucía al sol. Les y Mary salieron del coche de inmediato.
—¿Qué le pasa a…? —empezó a decir Bill, pero los nervios le impidieron terminar la frase.
—¡No quiere irse! —gritó Grace con la cara desencajada de pánico.
Lo encontraron tal como Grace les había dicho que llevaba toda la mañana: sentado en una butaca junto a la ventana que daba al jardín, inmóvil y con los puños apretados. Bill se le acercó y le puso una mano en el delgado hombro.
—¿Qué tal, amigo? —le preguntó.
Fred levantó la mirada y una sonrisa le asomó por las comisuras de los labios.
—Hola —dijo en voz baja.
—¿No vienes?
Fred inspiró profundamente y pareció a punto de decir algo, pero se contuvo.
—No —contestó, como si estuviese rechazando educadamente unos guisantes en la cena.
—¡Dios mío! ¡Te lo he dicho! —dijo Grace entre sollozos—. ¡Se ha vuelto loco!
—¡Vale Grace, tranquilízate! —le espetó Bill de mal humor, y ella se llevó el pañuelo empapado a la boca. Mary la abrazó por los hombros—. ¿Por qué no, amigo? —le preguntó luego a Fred.
Otra sonrisa aleteó brevemente en los labios de Fred, y se encogió de hombros.
—Porque no quiero.
—¡Oh, Fred! Fred, ¿cómo puedes hacerme esto? —gimió Grace, que estaba en la puerta de la casa, nerviosa, agarrándose el cuello con la mano.
Bill apretó los labios, pero no apartó la mirada de la cara impasible de Fred.
—¿Y qué pasa con Grace? —le preguntó.
—Grace debería irse —respondió Fred—. Quiero que se vaya, no quiero que muera.
—¿Cómo voy a vivir allí abajo yo sola? —preguntó Grace entre sollozos.
Fred no contestó; se limitó a mirar al frente, como si se avergonzase de ser el centro de atención, como si rebuscara la respuesta adecuada en su mente.
—Mira —empezó a decir—, sé que lo que hago es terrible, que estoy siendo un arrogante, pero no puedo bajar. —Apretó los labios con firmeza—. No voy a bajar.
Bill se irguió con un suspiro cansado.
—Bueno —dijo, derrotado.
—Esto… —Fred había abierto el puño derecho y estaba alisando un trocito de papel—. Quizá… Quizá esto explique… lo que quiero decir.
Bill lo cogió y lo leyó. Después miró a Fred y le dio una palmadita en el hombro.
—De acuerdo, amigo —dijo, y se guardó el papel en el abrigo. Miró a Grace—. Si te vienes con nosotros, vístete.
—¡Fred! —casi chilló—. ¿Cómo puedes hacerme algo tan horrible?
—Tu marido se queda —le dijo Bill—. ¿Quieres quedarte con él?
—¡No quiero morir!
Bill se quedó mirándola un momento y luego se volvió.
—Mary, ayúdala a vestirse.
Mientras iban hacia el coche, con Grace sollozando y tambaleándose agarrada del brazo de Mary, Fred vio marcharse a su mujer desde la entrada. Ella no le había dado un beso ni lo había abrazado; había rechazado su despedida con un sollozo de miedo y rabia. Fred se quedó allí, inmóvil, sin mover ni un músculo. La brisa le alborotaba el pelo ralo.
Una vez en el coche, Bill se sacó el papel del bolsillo.
—Voy a leerte lo que ha escrito tu marido —dijo, y leyó—. «Si un hombre muere con el sol en los ojos, muere como un hombre. Pero si muere con tierra en la nariz, solo muere».
Grace miró a Bill, desolada, sin cesar de retorcerse las manos en el regazo.
—Mami, ¿por qué no viene el tío Fred? —preguntó Jeannie cuando Bill puso en marcha el coche y giró en redondo.
—Porque quiere quedarse —contestó Mary.
El coche aceleró camino de Lincoln Boulevard. Nadie dijo nada. Les pensaba en Fred, sentado a solas en su casita, esperando. Solo. Se le formó un nudo en la garganta y apretó los dientes.
«¿Estará naciendo otro poema en la mente de Fred? —pensaba—. Uno que empiece así: “Si un hombre muere y no hay nadie para cogerle la mano…”».
—¡Para! ¡Para el coche! —gritó Grace, y Bill se arrimó al bordillo—. No quiero bajar ahí yo sola —dijo con infinita tristeza—. No es justo que me haga ir sola. No… —Calló y se mordió el labio—. Oh… —Se inclinó hacia Mary y le dio un beso—. Adiós, Mary. Adiós, Ruth. —La besó. Después, a Les y a Jeannie, y luego le dedicó una breve sonrisa de arrepentimiento a Bill—. Te odio.
—Te quiero —respondió él.
La observaron alejarse por la calle. Al principio caminaba, pero al acercarse a la casa casi corría, como una niña emocionada. Vieron que Fred se acercaba a la verja. Bill puso en marcha el coche y se alejó, y Fred y Grace se quedaron solos, juntos.
—No podía imaginarme que Fred se sintiese de esa manera, ¿y vosotros? —dijo Les.
—No lo sé, chaval —respondió Bill—. Siempre que no estaba trabajando pasaba el rato en el jardín. Le gustaba ponerse unos pantalones cortos y una camiseta, y dejaba que le diera el sol mientras podaba los setos, cortaba el césped o algo parecido. Entiendo lo que siente. Si quiere morir así, ¿qué tiene de malo? Ya es lo bastante mayorcito para saber lo que quiere. —Sonrió—. Es Grace la que me ha sorprendido.
—¿No crees que Fred ha sido un poco injusto al obligar a Grace a quedarse con él? —preguntó Ruth.
—¿Qué es justo y qué es injusto? —dijo Bill—. Es su vida y su amor. ¿Dónde está el libro que enseña cómo debe morir y amar una persona?
Se metieron en Lincoln Boulevard.


Llegaron a la entrada poco después de mediodía. Uno de los cientos de policías de las fuerzas conjuntas del orden les dijo que fuesen al descampado que había un poco más adelante, aparcasen allí y volviesen andando.
—¡Santo cielo! Mirad cuántos coches —dijo Bill. Conducía muy despacio por la carretera llena de gente que iba a pie.
Había muchísimos coches, miles. Les se acordó del campo de aviación que había visto una vez, después de la Segunda Guerra Mundial, lleno de bombarderos, ala con ala hasta donde alcanzaba la vista. Aquello era igual, salvo que se trataba de coches y que la guerra no había terminado, sino que acababa de empezar.
—¿No será peligroso dejar aquí los coches? —preguntó Ruth—. ¿No serán un blanco fácil?
—Da igual dónde caiga la bomba, chica. Va a cargárselo todo —respondió Bill.
—Además —añadió Les—, tal y como están construidas estas entradas, no creo que importe mucho dónde caiga la bomba.
Salieron del coche y se quedaron quietos un instante, como si no estuviesen muy seguros de qué hacer.
—Bueno, vámonos —dijo entonces Bill, y le dio unas palmaditas al capó. Hasta la vista, chatarra… Descansa en paz.
—¿En paz o en piezas? —preguntó Les.
Había una cola muy larga frente a cada uno de los veinte mostradores de delante de la entrada. La gente avanzaba despacio. Al llegar la persona al mostrador, daba su nombre y dirección, y la asignaban a una determinada fila para entrar en los búnkeres. Casi nadie hablaba; se limitaban a cargar con sus maletas y a caminar pasito a pasito hacia la entrada de los túneles.
Ruth se agarró al brazo de Les con fuerza y él se notó el estómago agarrotado, como si los músculos se le estuviesen calcificando lentamente. Cada sobrio paso que daban los acercaba más a la entrada y los alejaba más del cielo, el sol, las estrellas y la luna. De repente, Les se sintió muy enfermo y asustado; quería coger a Ruth de la mano, volver a su piso y quedarse allí hasta que todo terminara. Fred estaba en lo cierto; no pudo evitar pensarlo. Fred estaba en lo cierto, pues sabía que un hombre no podía seguir siendo él mismo si abandonaba el único hogar que conocía para vivir bajo tierra como un topo. Algo sucedería allí abajo, algo cambiaría. El aire artificial, los paneles uniformes de bombillas que imitaban el sol, la luna eléctrica y las estrellas fluorescentes, todo aquello inventado a instancias de un estudio psicológico que presagiaba aberraciones si se eliminaban por completo aquellas cosas. ¿Creían que bastaría? ¿De verdad creían que una persona podía arrastrarse por una gran tumba durante veinte años y conservar el alma?
Se puso rígido sin darse cuenta y sintió ganas de gritar al mundo su estupidez, una estupidez que había logrado llevar a los hombres a su propia destrucción. Se le cortó la respiración. Miró a Ruth y vio que ella lo observaba.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
—Sí. Bien —repuso él con un suspiro entrecortado.
Intentó no pensar en nada, pero no lo consiguió. Contemplaba a las personas que lo rodeaban y se preguntaba si sentirían, al igual que él, una tremenda rabia por lo que estaba pasando, por lo que, en definitiva, habían permitido que sucediera. ¿Pensaban también en la noche anterior, las estrellas, el aire fresco y los sonidos de la tierra? Negó con la cabeza. Era una tortura pensar en eso.
Los cinco avanzaban despacio por la larga rampa de hormigón que conducía a los ascensores. Les observó a Bill. Llevaba a Jeannie de la mano y la miraba sin dejar traslucir sus sentimientos. Les lo vio volverse y darle un golpecito a Mary con la maleta que cargaba en la otra mano. Cuando ella lo miró, Bill le guiñó un ojo.
—¿Dónde vamos, papi? —preguntó Jeannie, y el eco de su voz aguda resonó en las paredes alicatadas de blanco.
Bill tragó saliva.
—Ya te lo he dicho —respondió—. Vamos a vivir bajo tierra una temporada.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la niña.
—Calla ya, cielo —dijo Bill—. No lo sé.
En el ascensor, el silencio era absoluto. Iban cien personas en él, pero parecía una tumba que descendía, cada vez más abajo. Y abajo. Y abajo.

Revista If, 1954.

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