Todo parece girar en torno a Gesualdo, si tenía derecho a hacer lo
que hizo o si se vengó en su mujer de algo que hubiera debido vengar
en sí mismo. Entre dos ensayos, bajando al bar del hotel para
descansar un rato, Paola discute con Lucho y Roberto, los otros
juegan canasta o suben a sus habitaciones. Tuvo razón, se obstina
Roberto, entonces y ahora es lo mismo, su mujer lo engañaba y él la
mató, un tango más, Paolita. Tu grilla de macho, dice Paola, los
tangos, claro, pero ahora hay mujeres que también componen tangos y
ya no se canta siempre la misma cosa. Habría que buscar más
adentro, insinúa Lucho el tímido, no es tan fácil saber por qué
se traiciona y por qué se mata. En Chile puede ser, dice Roberto,
ustedes son tan refinados, pero nosotros los riojanos meta facón
nomás. Ríen, Paola quiere gin-tonic, es cierto que habría que
buscar más atrás, más abajo, Carlo Gesualdo encontró a su mujer
en la cama con otro hombre y los mató o los hizo matar, ésa es la
noticia de policía o el flash de las doce y media, todo el resto
(pero seguramente en el resto se esconde la verdadera noticia) habría
que buscarlo y no es fácil después de cuatro siglos. Hay mucha
bibliografía sobre Gesualdo, recuerda Lucho, si te interesa tanto
averigualo cuando volvamos a Roma en marzo. Buena idea, concede
Paola, lo que está por verse es si volveremos a Roma.
Roberto la
mira sin hablar, Lucho baja la cabeza y después llama al mozo para
pedir más tragos. ¿Te referís a Sandro?, dice Roberto cuando ve
que Paola se ha perdido de nuevo en Gesualdo o en esa mosca que vuela
cerca del cielo raso. No concretamente, dice Paola, pero reconocerás
que ahora las cosas no son fáciles. Se le pasará, dice Lucho, es
puro capricho y berrinche a la vez, Sandro no irá más lejos. Sí,
admite Roberto, pero entre tanto el grupo es el que paga los platos
rotos, ensayamos mal y poco y al final eso se tiene que notar. Es
cierto, dice Lucho, cantamos crispados, tenemos miedo de meter la
pata. Ya la metimos en Caracas, dice Paola, menos mal que la gente no
conoce casi a Gesualdo, la patinada de Mario les pareció otra
audacia armónica. Lo malo va a ser si en una de ésas nos pasa con
un Monteverdi, masculla Roberto, a ése se lo saben de memoria, che.
No dejaba
de ser bastante extraordinario que la única pareja estable del
conjunto fuera la de Franca y Mario. Mirando de lejos a Mario que
hablaba con Sandro frente a una partitura y dos cervezas, Paola se
dijo que las alianzas efímeras, las parejas de un breve buen rato se
habían dado muy poco dentro del grupo, por ahí algún fin de semana
de Karen con Lucho (o de Karen con Lily, porque Karen ya se sabía y
Lily a lo mejor por pura bondad o para saber cómo era eso aunque
Lily también con Sandro, latitud generosa de Karen y de Lily,
después de todo). Sí, había que reconocer que la única pareja
estable y que merecía ese nombre era la de Franca y Mario, con
anillo en el dedo y todo el resto. En cuanto a ella misma alguna vez
se había concedido en Bérgamo una habitación de hotel, por si
fuera poco llena de cortinados y puntillas, con Roberto en una cama
que parecía un cisne, rápido interludio sin mañana, tan amigos
como siempre, cosas así entre dos conciertos, casi entre dos
madrigales, Karen y Lucho, Karen y Lily, Sandro y Lily. Y todos tan
amigos, porque de hecho las verdaderas parejas se completaban al
final de las giras, en Buenos Aires y Montevideo, allí esperaban
mujeres y maridos y niños y casas y perros hasta la nueva gira, una
vida de marinos con los inevitables paréntesis de marinos, nada
importante, gente moderna. Hasta que. Porque ahora algo había
cambiado desde. No sé pensar, pensó Paola, me salen pedazos sueltos
de cosas. Estamos todos demasiado tensos, damn it. De golpe así,
mirar de otra manera a Mario y a Sandro que discutían de música,
como si por debajo imaginara otra discusión. Pero no, de eso no
hablaban, justamente de eso era seguro que no hablaban. En fin,
quedaba el hecho de que la única verdadera pareja era la de Mario y
Franca aunque desde luego no era de eso que estaban discutiendo Mario
y Sandro. Aunque a lo mejor por debajo, siempre por debajo.
Irán los
tres a la playa de Ipanema, por la noche el grupo va a cantar en Río
y hay que aprovechar. A Franca le gusta pasear con Lucho, tienen la
misma manera de mirar las cosas como si apenas las rozaran con los
dedos de los ojos, se divierten tanto. Roberto se colará a último
minuto, lástima porque todo lo ve en serio y pretende auditorio, lo
dejarán a la sombra leyendo el Times y jugarán a la pelota en la
arena, nadarán y comentarán mientras Roberto se pierde en un
semisueño donde vuelve a asomar Sandro, esa paulatina pérdida de
contacto de Sandro con el grupo, su agazapado empecinamiento que les
está haciendo tanto mal a todos. Ahora Franca lanzará la pelota
blanca y roja, Lucho saltará para atraparla, se reirán como tontos
a cada tiro, es difícil concentrarse en el Times, es difícil
guardar la cohesión cuando un director musical pierde contacto como
está ocurriendo con Sandro y no por culpa de Franca, no es desde
luego su culpa como tampoco es culpa de Franca que ahora la pelota
caiga entre las copas de los que beben cerveza bajo una sombrilla y
haya que correr a disculparse. Plegando el Times, Roberto se acordará
de su charla con Paola y Lucho en el bar; si Mario no se decide a
hacer algo, si no le dice a Sandro que Franca no entrará jamás en
otro juego que en el suyo, todo se va a ir al diablo, Sandro no sólo
está dirigiendo mal los ensayos sino que hasta canta mal, pierde esa
concentración que a su vez concentraba al grupo y le daba la unidad
y el color tonal de los que tanto han hablado los críticos. Pelota
al agua, carrera doble, Lucho primero, Franca tirándose de cabeza en
una ola. Sí, Mario debería darse cuenta (no puede ser que no se
haya dado cuenta todavía), el grupo se va a ir irremisiblemente al
diablo si Mario no se decide a cortar por lo sano. ¿Pero dónde
empieza lo sano, dónde hay que cortar si no ha pasado nada, si nadie
puede decir que haya pasado alguna cosa?
Empiezan a
sospechar, lo sé y qué voy a hacer si es como una enfermedad, si no
puedo mirarla, indicarle una entrada sin que de nuevo ese dolor y esa
delicia al mismo tiempo, sin que todo tiemble y resbale como arena,
un viento en la escena, un río bajo mis pies. Ah, si otro de
nosotros dirigiera, si Karen o Roberto dirigieran para que yo pudiera
diluirme en el conjunto, simple tenor entre las otras voces, tal vez
entonces, tal vez por fin. Ahí como lo ves está siempre ahora, dice
Paola, ahí lo tenés soñando despierto, en mitad del más jodido de
los Gesualdos, cuando hay que medir al milímetro para no irse al
corno, justo entonces se te queda como en el aire, carajo. Nena, dice
Lucho, las mujeres bien no dicen carajo. Pero con qué pretexto hacer
el cambio, hablarle a Karen o a Roberto, sin contar que no es seguro
que acepten, los dirijo desde hace tanto y eso no se cambia así
nomás, técnica aparte. Anoche fue tan duro, por un momento creí
que alguno me lo iba a decir en el entreacto, se ve que no pueden
más. En el fondo tenés razón de putear, dice Lucho. En el fondo sí
pero es idiota, dice Paola, Sandro es el más músico de todos
nosotros, sin él no seríamos esto que somos. Esto que fuimos,
murmura Lucho.
Hay noches
ahora en que todo parece alargarse interminablemente, la antigua
fiesta —un poco crispada antes de perderse en el júbilo de cada
melodía— cada vez más sustituida por una mera necesidad de
oficio, de calzarse los guantes temblando, dice Roberto broncoso, de
subir al ring previendo que te van a dar por el coco. Delicadas
imágenes, le comenta Lucho a Paola. Tiene razón, qué joder, dice
Paola, para mí cantar era como hacer el amor y ahora en cambio una
mala paja. Vení vos a hablar de imágenes, se ríe Roberto, pero es
verdad, éramos otros, mirá, el otro día leyendo ciencia-ficción
encontré la palabra justa: éramos un clone. ¿Un qué? (Paola). Yo
te entiendo, suspira Lucho, es cierto, es cierto, el canto y la vida
y hasta los pensamientos eran una sola cosa en ocho cuerpos. ¿Como
los tres mosqueteros, pregunta Paola, todos para uno y uno para
todos? Eso, m’hija, concede Roberto, pero ahora lo llaman clone que
es más piola. Y cantábamos y vivíamos como uno solo, murmura
Lucho, no este arrastrarse de ahora al ensayo y al concierto, los
programas que no acaban nunca, nunquísima. Interminable miedo, dice
Paola, cada vez pienso que alguno va a patinar de nuevo, lo miro a
Sandro como si fuera un salvavidas y el muy cretino está ahí
colgado de los ojos de Franca que para peor cada vez que puede mira a
Mario. Hace bien, dice Lucho, es a él a quien tiene que mirar. Claro
que hace bien pero todo se va yendo al diablo. Tan poco a poco que es
casi peor, un naufragio en cámara lenta, dice Roberto.
Casi una
manía, Gesualdo. Porque lo amaban, claro, y cantar sus a veces casi
incantables madrigales demandaba un esfuerzo que se prolongaba en el
estudio de los textos, buscando la mejor manera de aliar los poemas a
la melodía como el príncipe de Venosa lo había hecho a su oscura,
genial manera. Cada voz, cada acento debía hallar ese esquivo centro
del que surgiría la realidad del madrigal y no una de las tantas
versiones mecánicas que a veces escuchaban en discos para comparar,
para aprender, para ser un poco Gesualdo, príncipe asesino, señor
de la música.
Entonces
estallaban las polémicas, casi siempre Roberto y Paola, Lucho más
moderado pero flechando justo, cada uno su manera de sentir a
Gesualdo, la dificultad de plegarse a otra versión aunque sólo se
apartara mínimamente de lo deseado. Roberto había tenido razón, el
clone se iba disgregando y cada día asomaban más los individuos con
sus discrepancias, sus resistencias, al final Sandro como siempre
zanjaba la cuestión, nadie discutía su manera de sentir a Gesualdo
salvo Karen y a veces Mario, en los ensayos eran siempre ellos los
que proponían cambios y encontraban defectos, Karen casi
venenosamente contra Sandro (un viejo amor fracasado, teoría de
Paola) y Mario resplandeciente de comparaciones, ejemplos y
jurisprudencias musicales. Como en una modulación ascendente los
conflictos duraban horas hasta la transacción o el acuerdo
momentáneo. Cada madrigal de Gesualdo que agregaban al repertorio
era un nuevo enfrentamiento, la recurrencia acaso de la noche en que
el príncipe había desenvainado la daga mirando a los amantes
desnudos y dormidos.
Lily y
Roberto escuchando a Sandro y a Lucho que juegan a la inteligencia
después de dos scotchs. Se habla de Britten y de Webern y al final
siempre el de Venosa, hoy es un acento que habría que cargar más en
O voi, troppo felici (Sandro) o dejar que la melodía fluya en toda
su ambigüedad gesualdesca (Lucho). Que sí, que no, que en ésta
está, ping-pong por el placer de los tiros con efecto, las réplicas
aguijón. Ya verás cuando lo ensayemos (Sandro), tal vez no sea una
buena prueba (Lucho), me gustaría saber por qué, y Lucho harto,
abriendo la boca para decir lo que también dirían Roberto y Lily si
Roberto no se cruzara misericordioso aplastando las palabras de
Lucho, proponiendo otro trago y Lily sí, los otros claro, con
bastante hielo.
Pero se
vuelve una obsesión, una especie de cantus firmus en torno al cual
gira la vida del grupo. Sandro es el primero en sentirlo, alguna vez
ese centro era la música y en torno a ella las luces de ocho vidas,
de ocho juegos, los pequeños ocho planetas del sol Monteverdi, del
sol Josquin des Prés, del sol Gesualdo. Entonces Franca poco a poco
ascendiendo en un cielo sonoro, sus ojos verdes atentos a las
entradas, a las apenas perceptibles indicaciones rítmicas, alterando
sin saberlo, dislocando sin quererlo la cohesión del clone, Roberto
y Lily lo piensan al unísono mientras Lucho y Sandro vuelven ya
calmados al problema de O voi, troppo felici, buscan el camino desde
esa gran inteligencia que nunca falla con el tercer scotch de la
velada.
¿Por qué
la mató? Lo de siempre, le dice Roberto a Lily, la encontró en el
bulín y en otros brazos, como en el tango de Rivero, ahí nomás el
de Venosa los apuñaleó en persona o acaso sus sayones, antes de
huir de la venganza de los hermanos de la muerta y encerrarse en
castillos donde habrían de tejerse a lo largo de los años las
refinadas telarañas de los madrigales. Roberto y Lily se divierten
en fabricar variantes dramáticas y eróticas porque están hartos
del problema de O voi, troppo felici que sigue su debate sabihondo en
el sofá de al lado. Se siente en el aire que Sandro ha comprendido
lo que Lucho iba a decirle; si los ensayos siguen siendo lo que son
ahora, todo se volverá cada vez más mecánico, se pegará impecable
a la partitura y al texto, será Carlo Gesualdo sin amor y sin celos,
Carlo Gesualdo sin daga ni venganza, al fin y al cabo un madrigalista
aplicado entre tantos otros.
—Ensayemos
con vos, propondrá Sandro a la mañana siguiente. En realidad sería
mejor que vos dirigieras desde ahora, Lucho.
—No sean
tíos bolas, dirá Roberto.
—Eso,
dirá Lily.
—Sí,
ensayemos con vos a ver qué pasa, y si los otros están de acuerdo,
seguís al frente.
—No,
dirá Lucho que ha enrojecido y se odia por haber enrojecido.
—La cosa
no es cambiar de dirección, dirá Roberto. Claro que no, dirá Lily.
—Capaz
que sí, dirá Sandro, capaz que nos haría bien a todos.
—En todo
caso, yo no, dirá Lucho. No me veo, qué quieres. Tengo mis ideas
como todo el mundo pero conozco mis incapacidades.
—Es un
amor este chileno, dirá Roberto. Es, dirá Lily.
—Decidan
ustedes, dirá Sandro, yo me voy a dormir.
—A lo
mejor el sueño es buen consejero, dirá Roberto. Es, dirá Lily.
Lo buscó
después del concierto, no que las cosas hubieran andado mal pero de
nuevo esa crispación como una amenaza latente de peligro, de error,
Karen y Paola cantando sin ánimo, Lily pálida, Franca sin mirarlo
casi, los hombres concentrados y como ausentes a la vez; él mismo
con problemas de voz, dirigiendo fríamente pero atemorizándose a
medida que avanzaban en el programa, un público hondureno entusiasta
que no bastaba para borrar ese mal gusto en la boca, por eso buscó a
Lucho después del concierto y allí en el bar del hotel con Karen,
Mario, Roberto y Lily, bebiendo casi sin hablar, esperando el sueño
entre anécdotas desganadas, Karen y Mario se fueron enseguida pero
Lucho no parecía querer separarse de Lily y Roberto, hubo que
quedarse sin ganas, con la copa del estribo alargándose en el
silencio. Al fin y al cabo es mejor que seamos de nuevo los de la
otra noche, dijo Sandro echándose al agua, a vos te buscaba para
repetirte lo que ya te dije. Ah, dijo Lucho, pero yo te contesto lo
que ya te contesté. Roberto y Lily otra vez al quite, hay variantes
posibles, che, por qué insistir solamente con Lucho. Como quieran, a
mí me da igual, dijo Sandro bebiéndose el whisky de un trago,
hablen entre ustedes, después de decidir me lo dicen. Mi voto es
Lucho. El mío es Mario, dijo Lucho. No se trata de votar ahora, qué
joder (Roberto exasperado y Lily pero claro). De acuerdo, tenemos
tiempo, el próximo concierto es en Buenos Aires dentro de dos
semanas. Yo me pego un salto a La Rioja para ver a la vieja (Roberto,
y Lily yo tengo que comprarme una cartera). Tú me buscas para
decirme esto, dijo Lucho, está muy bien pero una cosa así necesita
explicaciones, aquí cada uno tiene su teoría y tú también desde
luego, es hora de ponerlas sobre el tapete. En todo caso esta noche
no, decretó Roberto (y Lily por supuesto, me caigo de sueño, y
Sandro pálido, mirando sin verlo el vaso vacío).
«Esta vez
se armó la gorda», pensó Paola después de erráticos diálogos y
consultas con Karen, Roberto y algún otro, «del próximo concierto
no pasamos, cuantimás que es en Buenos Aires y no sé por qué algo
me trinca que allá todo el mundo va a hacer la pata ancha, al final
la familia sostiene y en el peor de los casos yo me quedo a vivir con
mamá y mi hermana a la espera de otra chance».
«Cada
cual debe tener su idea», pensó Lucho, que sin hablar demasiado
había estado echando sondas para todos lados. «Cada uno se las
arreglará a su manera si no hay un entendimiento clone como diría
Roberto, pero de Buenos Aires no se pasa sin que las papas quemen, me
lo dice el instinto. Esta vez fue demasiado».
Cherchez
la femme. ¿La femme? Roberto sabe que más vale buscar al marido si
se trata de encontrar algo sólido y cierto, Franca se evadirá como
siempre con gestos de pez ondulando en su pecera, inocentes ojeadas
enormes verdes, al fin y al cabo no parece culpable de nada y
entonces buscar a Mario y encontrar. Detrás del humo del cigarro
Mario casi sonriente, un viejo amigo tiene todos los derechos, pero
claro que es eso, empezó en Bruselas hace seis meses, Franca me lo
dijo enseguida. ¿Y vos?, Roberto riojano meta facón de punta. Bah,
yo, Mario el sosegado, el sabio gustador de tabacos tropicales y ojos
verdes grandísimos, yo no puedo hacer nada, viejo, si está metido
está metido. «Pero ella», quisiera decir Roberto y no lo dice.
En cambio
Paola sí, quién iba a atajar a Paola a la hora de la verdad.
También ella buscó a Mario (habían llegado la víspera a Buenos
Aires, faltaba una semana para el recital, el primer ensayo después
del descanso había sido pura rutina sin ganas, Jannequin y Gesualdo
casi lo mismo, un asco). Hacé algo, Mario, que sé yo pero hacé
algo. Lo único que se puede es no hacer nada, dijo Mario, si Lucho
se niega a dirigir no veo quién es capaz de reemplazar a Sandro.
Vos, coño. Sí, pero no. Entonces hay que creer que lo hacés a
propósito, gritó Paola, no solamente dejas que las cosas te
resbalen delante de las narices sino que encima nos largas parados a
todos. No alces la voz, dijo Mario, te escucho muy bien, créeme.
Fue así,
como te lo cuento, se lo grité en plena cara y ya ves lo que me
contesta el muy. Sh, nena, dice Roberto, cornudo es una fea palabra,
si llegas a decirla en mis pagos armas una hecatombe. No lo quise
decir, se arrepiente a medias Paola, nadie sabe si se acuestan juntos
y al final qué importa que se acuesten o que se miren como si
estuvieran acostados en pleno concierto, el asunto es otro. En eso
sos injusta, dice Roberto, el que mira, el que se cae adentro, el que
va como mariposa a la lámpara, el infecto idiota es Sandro, nadie le
puede reprochar a Franca que le haya devuelto esa especie de ventosa
que él le aplica cada vez que la tiene delante. Pero Mario, insiste
Paola, cómo puede aguantar. Supongo que le tiene confianza, dice
Roberto, y él sí está enamorado de ella sin necesidad de ventosas
ni caras lánguidas. Ponele, acepta Paola, ¿pero por qué se niega a
dirigirnos cuando Sandro es el primero en estar de acuerdo, cuando
Lucho mismo se lo ha pedido y todos se lo hemos pedido?
Porque si
la venganza es un arte, sus formas buscarán necesariamente las
circunvoluciones que la vuelven más sutilmente bella. «Es curioso»,
piensa Mario, «que alguien capaz de concebir el universo sonoro que
surgía de los madrigales se vengara tan crudamente, tan a lo taita
barato, cuando le estaba dado tejer la telaraña perfecta, ver caer
las presas, desangrarlas paulatinamente, madrigalizar una tortura de
semanas o de meses». Mira a Paola que trabaja y repite un pasaje de
Poichè l’avida sete, le sonríe amistosamente. Sabe muy bien por
qué Paola ha vuelto a hablar de Gesualdo, por qué casi todos ellos
lo miran cuando se habla de Gesualdo y bajan la vista y cambian de
tema. Sete, le dice, no marques tanto sete, Paolita, la sed se la
siente con más fuerza si dices suavemente la palabra. No te olvides
de la época, de esa manera de decir callando tantas cosas, y hasta
de hacerlas.
Los vieron
salir juntos del hotel, Mario llevaba a Franca del brazo, Lucho y
Roberto desde el bar podían seguir su lento alejarse abrazados, la
mano de Franca ciñendo la cintura de Mario que volvía un poco la
cabeza para hablarle. Subieron a un taxi, el tráfico del centro los
metió en su lenta serpiente.
—No
entiendo, viejo —le dijo Roberto a Lucho—, te juro que no
entiendo nada.
—A quién
se lo dices, compañero.
—Nunca
estuvo más claro que esta mañana, todo saltaba a la vista porque de
vista se trata, ese inútil disimulo de Sandro que se acuerda tarde
de disimular el muy imbécil, y ella todo lo contrario, por primera
vez cantando para él y solamente para él.
—Karen
me lo hizo notar, tienes razón, esta vez ella lo miraba a él, era
ella que lo quemaba con los ojos y vaya si esos ojos pueden si
quieren.
—Con lo
cual ya ves —dijo Roberto—, por un lado el peor desajuste que
hemos tenido desde que empezamos, y a seis horas del concierto y qué
concierto, acá no perdonan, lo sabes. Eso por un lado, que es la
evidencia misma de que la cosa está hecha, es algo que lo sentís
con la sangre o con la próstata, a mí eso no se me ha escapado
nunca.
—Casi
las palabras de Karen y de Paola aparte de la próstata —dijo
Lucho—. Yo debo ser menos sexy que ustedes, pero esta vez también
para mí resulta transparente.
—Y por
el otro lado ahí lo tenés a Mario tan contento yéndose con ella de
compras o de copetines, el matrimonio perfecto.
—Ya no
puede ser que él no sepa.
—Y que
la deje hacerle esos arrumacos de putona barata.
—Vamos,
Roberto.
—Ma qué
carajo, chileno, por lo menos déjame desahogarme.
—Hacés
bien —dijo Lucho—, nos hace falta antes del concierto.
—El
concierto —dijo Roberto—. Me pregunto si…
Se
miraron, era de cajón que se encogieran de hombros y sacaran los
cigarrillos.
Nadie los
verá pero lo mismo se sentirán incómodos al cruzarse en el lobby,
Lily mirará a Sandro como si quisiera decirle algo y vacilará, se
detendrá al lado de una vitrina y Sandro con un vago saludo de la
mano se volverá hacia el quiosco de cigarrillos y pedirá un Camel,
sentirá la mirada de Lily en la nuca, pagará y echará a andar
hacia los ascensores mientras Lily se despegará de la vitrina y le
pasará al lado como desde otro tiempo, desde otro efímero encuentro
que ahora revive y lastima. Sandro murmurará un «qué tal», bajará
los ojos mientras abre el atado de cigarrillos. Desde la puerta del
ascensor la verá detenerse a la entrada del bar, volverse hacia él.
Encenderá aplicadamente el cigarrillo y subirá a vestirse para el
concierto. Lily irá al mostrador y pedirá un coñac, que no es
bueno a esa hora como tampoco es bueno fumar dos Camel seguidos
cuando hay quince madrigales esperando.
Como
siempre en Buenos Aires, los amigos están allí y no sólo en la
platea sino buscándolos en los camarines y las bambalinas,
encuentros y saludos y palmadas, por fin de vuelta, hermano, pero qué
linda estás Paolita, te presento a la madre de mi novio, che Roberto
vos estás engordando demasiado, hola Sandro; leí las críticas de
México, formidables, el rumor de la sala completa, Mario saludando a
un viejo amigo que pregunta por Franca, debe andar por ahí, la gente
empezando a aquietarse en sus plateas, diez minutos todavía, Sandro
haciendo un gesto sin apuro para reunirlos, Lucho zafándose de dos
chilenas pegajosas con libro de autógrafos, Lily casi a la carrera,
son tan adorables pero no se puede hablar con todos, Lucho junto a
Roberto echando una ojeada y de golpe hablándole a Roberto, en menos
de un segundo Karen y Paola a la vez dónde está Franca, el grupo en
la escena pero dónde se metió Franca, Roberto a Mario y Mario qué
se yo, la dejé en el centro a las siete, Paola dónde está Franca,
y Lily y Karen, Sandro mirando a Mario, ya te digo, volvía por su
cuenta, debe estar al caer, cinco minutos, Sandro yendo hacia Mario
con Roberto cruzándose callado, vos tenés que saber qué pasa, y
Mario ya te dije que no, pálido mirando el aire, un empleado
hablando con Sandro y Lucho, carreras en las bambalinas, no está,
señor, no la han visto llegar, Paola tapándose la cara y doblándose
como si fuera a vomitar, Karen sujetándola y Lucho por favor, Paola,
contrólate, dos minutos, Roberto mirando a Mario callado y pálido
como acaso callado y pálido salió Carlo Gesualdo de la alcoba,
cinco de sus madrigales en el programa, aplausos impacientes y el
telón siempre bajo, no está señor, hemos mirado por todas partes,
no llegó al teatro, Roberto cruzándose entre Sandro y Mario, lo has
hecho vos, dónde está Franca, a gritos, el murmullo sorprendido del
otro lado, el empresario temblando, yendo hacia el telón señoras y
señores, rogamos por favor un momento de paciencia, el grito
histérico de Paola, Lucho forcejeando para detenerla y Karen dando
la espalda, alejándose paso a paso, Sandro quebrándose en los
brazos de Roberto que lo sostiene como a un pelele, que mira a Mario
pálido e inmóvil, Roberto comprendiendo que ahí tenía que ser ahí
en Buenos Aires, ahí Mario, no habrá concierto, no habrá nunca más
concierto, el último madrigal lo están cantando para la nada, sin
Franca lo están cantando para un público que no puede oírlo, que
empieza desconcertadamente a irse.
Nota sobre el tema
de un rey y la venganza de un príncipe
Cuando
llega el momento, escribir como al dictado me es natural; por eso de
cuando en cuando me impongo reglas estrictas a manera de variante de
algo que terminaría por ser monótono. En este relato la «grilla»
consistió en ajustar una narración todavía inexistente al molde de
la Ofrenda Musical de Juan Sebastián Bach.
Se sabe
que el tema de esta serie de variaciones en forma de canon y fuga le
fue dada a Bach por Federico el Grande, y que luego de improvisar en
su presencia una fuga basada en ese tema —ingrato y espinoso—, el
maestro escribió la Ofrenda Musical donde el tema real es tratado de
una manera más diversa y compleja. Bach no indicó los instrumentos
que debían emplearse, salvo en el Trío-Sonata para flauta, violín
y clave; a lo largo del tiempo incluso el orden de las partes
dependió de la voluntad de los músicos encargados de presentar la
obra. En este caso me serví de la realización de Millicent Silver
para ocho instrumentos contemporáneos de Bach, que permite seguir en
todos sus detalles la elaboración de cada pasaje, y que fue grabado
por el London Harpsichord Ensemble en el disco Saga XID 5237.
Elegida
esta versión (o después de ser elegido por ella, ya que
escuchándola me vino la idea de un relato que se plegara a su
decurso) dejé pasar el tiempo; nada puede ser apurado en la
escritura y el aparente olvido, la distracción, los sueños y los
azares tejen imperceptiblemente su futuro tapiz. Viajé a una playa
llevando la fotocopia de la tapa del disco donde Frederick Youens
analiza los elementos de la Ofrenda Musical; vagamente imaginé un
relato que enseguida me pareció demasiado intelectual. La regla del
juego era amenazadora: ocho instrumentos debían ser figurados por
ocho personajes, ocho dibujos sonoros respondiendo, alternando u
oponiéndose debían encontrar su correlación en sentimientos,
conductas y relaciones de ocho personas. Imaginar un doble literario
del London Harpsichord Ensemble me pareció tonto en la medida en que
un violinista o un flautista no se pliegan en su vida privada a los
temas musicales que ejecutan; pero a la vez la noción de cuerpo, de
conjunto, tenía que existir de alguna manera desde el principio,
puesto que la poca extensión de un cuento no permitiría integrar
eficazmente a ocho personas que no tuvieran relación o contacto
previos a la narración. Una conversación casual me trajo el
recuerdo de Carlo Gesualdo, madrigalista genial y asesino de su
mujer; todo se coaguló en un segundo y los ocho instrumentos fueron
vistos como los integrantes de un conjunto vocal; desde la primera
frase existiría así la cohesión de un grupo, todos ellos se
conocerían y amarían u odiarían desde antes; y además, claro,
cantarían los madrigales de Gesualdo, nobleza obliga. Imaginar una
acción dramática en ese contexto no era difícil; plegarla a los
sucesivos movimientos de la Ofrenda Musical contenía el reto, quiero
decir el placer que el escritor se había propuesto antes que nada.
Hubo así
la cocina literaria imprescindible; la telaraña de las profundidades
habría de mostrarse en su momento, como ocurre casi siempre. Para
empezar, la distribución instrumental de Millicent Silver encontró
su equivalencia en ocho cantantes cuyo registro vocal guardaba una
relación analógica con los instrumentos. Esto dio:
Flauta: Sandro,
tenor.
Violín: Lucho,
tenor.
Oboe: Franca,
soprano.
Corno inglés:
Karen, mezzo soprano.
Viola: Paola,
contralto.
Violonchello:
Roberto, barítono.
Fagote: Mario, bajo.
Clave: Lily,
soprano.
Vi a los
personajes como latinoamericanos, con asiento principal en Buenos
Aires donde ofrecerían el último recital de una larga temporada que
los había llevado a diferentes países. Los vi en el inicio de una
crisis todavía vaga (más para mí que para ellos), donde lo único
claro era esa fisura que empezaba a operarse en la cohesión propia
de un grupo de madrigalistas. Había escrito los primeros pasajes al
tanteo —no los he cambiado, creo que nunca he cambiado el comienzo
incierto de tantos cuentos míos, porque siento que sería la peor
traición a mi escritura— cuando comprendí que no era posible
ajustar el relato a la Ofrenda Musical sin saber en detalle qué
instrumentos, es decir, qué personajes figuraban en cada pasaje
hasta el fin. Entonces, con una maravilla que por suerte todavía no
me ha abandonado cuando escribo, vi que el fragmento final tendría
que abarcar a todos los personajes menos a uno. Y ese uno, desde las
primeras páginas ya escritas, había sido la causa todavía incierta
de la fisura que se estaba dando en el conjunto, en eso que otro
personaje habría de calificar de clone. En el mismo segundo la
ausencia forzosa de Franca y la historia de Carlo Gesualdo, que había
subtendido todo el proceso de la imaginación, fueron la mosca y la
araña en la tela. Ya podía seguir, todo estaba consumado desde
antes.
Sobre la
escritura en sí: Cada fragmento corresponde al orden en que se da la
versión de la Ofrenda Musical realizada por Millicent Silver; por un
lado el desarrollo de cada pasaje procura asemejarse a la forma
musical (canon, trío-sonata, fuga canónica, etc.) y contiene
exclusivamente a los personajes que reemplazan a los instrumentos con
arreglo a la tabla supra. Será pues útil (útil para los curiosos,
pero todo curioso suele ser útil) indicar aquí la secuencia tal
como la enumera Frederick Youens, con los instrumentos escogidos por
la señora Silver:
Ricercar a 3 voces:
Violín, viola y violoncello.
Canon perpetuo:
Flauta, viola y fagote.
Canon al unísono:
Violín, oboe y violoncello.
Canon en movimiento
contrario: Flauta, violín y viola.
Canon en aumento y
movimiento contrario: Violín, viola y violoncello.
Canon en modulación
ascendente: Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y
violonchelo.
Trío-Sonata:
Flauta, violín y continuo (violonchelo y clave).
1. Largo
2. Allegro
3. Andante
4. Allegro
Canon perpetuo:
Flauta, violín y continuo.
Canon «cangrejo»:
Violín y viola.
Canon «enigma»:
a) Fagote y
violoncello
b) Viola y fagote
c) Viola y
violoncello
d) Viola y fagote
Canon a 4 voces:
Violín, oboe, violoncello y fagote.
Fuga canónica:
Flauta y clave.
Ricercar a 6 voces:
Flauta, corno inglés, fagote, violín, viola y violoncello, con
continuo de clave.
(En el fragmento
final anunciado como «a 6 voces», el continuo de clave agrega el
séptimo ejecutante).
Como esta
nota es ya casi tan extensa como el relato, no tengo escrúpulos para
alargarla otro poco. Mi ignorancia en materia de conjuntos vocales es
total, y los profesionales del género encontrarán aquí amplio
motivo de regocijo. De hecho, casi todo lo que conozco sobre música
y músicas me viene de la tapa de los discos, que leo con sumo
cuidado y provecho. Esto vale también para las referencias a
Gesualdo, cuyos madrigales me acompañan desde hace mucho. Que mató
a su mujer es seguro; lo demás, otros posibles acordes con mi texto,
habría que preguntárselo a Mario.
Queremos tanto a Glenda, 1980.
No hay comentarios:
Publicar un comentario