Pobre
niño. Tenía las orejas muy grandes, y, cuando se ponía de espaldas
a la ventana, se volvían encarnadas. Pobre niño, estaba doblado,
amarillo. Vino el hombre que curaba, detrás de sus gafas. “El mar
-dijo-; el mar, el mar”. Todo el mundo empezó a hacer maletas y a
hablar del mar. Tenían una prisa muy grande. El niño se figuró que
el mar era como estar dentro de una caracola grandísima, llena de
rumores, cánticos, voces que gritaban muy lejos, con un largo eco.
Creía que el mar era alto y verde.
Pero
cuando llegó al mar se quedó parado. Su piel, ¡qué extraña era
allí! “Madre -dijo, porque sentía vergüenza-, quiero ver hasta
dónde me llega el mar”.
Él,
que creyó el mar alto y verde, lo veía blanco, como el borde de la
cerveza, cosquilleándole, frío, la punta de los pies.
“¡Voy
a ver hasta dónde me llega el mar!”. Y anduvo, anduvo, anduvo. El
mar, ¡qué cosa rara!, crecía, se volvía azul, violeta. Le llegó
a las rodillas. Luego, a la cintura, al pecho, a los labios, a los
ojos. Entonces, le entró en las orejas el eco largo, las voces que
llaman lejos. Y en los ojos, todo el color. ¡Ah, sí, por fin, el
mar era de verdad! Era una grande, inmensa caracola. El mar,
verdaderamente, era alto y verde.
Pero
los de la orilla no entendían nada de nada. Encima, se ponían a
llorar a gritos, y decían: “¡Qué desgracia! ¡Señor, qué gran
desgracia!”.
Los niños tontos, 1978.
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