La aldeíta donde nos
detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo
una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya
demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios
meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con
encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.
De
más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que
muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino
multiplicar sus padecimientos.
No
dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado,
para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba
lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que,
de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.
Era
un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en
andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto
al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso
personaje. Éste se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se
proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por
todos conceptos discorde con su catadura.
–Pero
yo no soy loco –dijo con una notable calma, que mal velaba, no
obstante, su doloroso pesimismo–. Yo no soy loco, y estoy muerto,
efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi
amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
–Soy
nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…
(Por
mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas
vivientes y próximas.)
–Padecía
de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar
hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de
que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su
ciencia. Parece que tenía la solitaria.
“Cierta
vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza
la historia de mi tormento; de mi locura…
“La
incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba
morir. Ante la naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para que
esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una
sola.
“Volví
de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser
pensante, yo como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que
alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa
horrible.”
Decía
aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
–¡La
sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años
despierto! ¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante
mi no ser!
En
la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a
ser vulgares sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su
muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro velas. Pasaba
largas horas inmóvil en medio del campo, con la cara cubierta de
tierra.
Tales
narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a
metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.
Dos
peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del
tercer día con varias mulas rezagadas.
No
los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos
despertaron sus gritos. He aquí lo que había sucedido.
El
loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir
entre sus velas habituales -la única limosna que nos había
aceptado.
No
mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por
aquel espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el
pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
–¡Un
muerto! –balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la
realidad.
Oyeron
algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se
aplastó como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles
-cabeza y pies- trocáronse bruscamente en esqueleto.
El
grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
Tiramos
de la manta con un erizamiento mortal.
Allá,
entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad,
sin la más mínima partícula de carne, huesos viejísimos a los
cuales adhería un pellejo reseco.
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