En
la estación de Vitebsk, entre un puesto pequeño de souvenirs y un
estanco en el que venden tabaco para liar Occidental Fuerte, hay un
comercio de despedidas. Allí, los viajeros solitarios eligen la que
mejor se acomodará a su partida de acuerdo con su estado de ánimo y
con sus posibilidades económicas.
Por
una cantidad ciertamente razonable, en él se puede encontrar desde
el apretón de manos formal y económico de un conocido reciente
hasta el abrazo sincero de un amigo muy querido; también la
despedida emocionada en el andén de una familia al completo, con
sus abrígate mucho y sus llama cuando llegues, sus lamentos y su
llanto inconsolable, en el que se empeñan a conciencia cinco
intérpretes de sólida formación actoral y diferentes edades.
La
despedida más solicitada es sin embargo el beso con abrazo
prolongado de una bella enamorada. Su ternura susurrada deja en
nuestra solapa un leve rastro de jazmines que tarda varios kilómetros
en desaparecer. Promesas de inmediato reencuentro, juramentos de
fidelidad y llamada diaria, se acompañan de los lógicos reproches
por la indeseada partida, que conceden verosimilitud a la escena.
Por
un insignificante suplemento, la enamorada caminará unos metros por
el andén en paralelo al tren, con su mirada emboscada en la nuestra,
pronunciando palabras de amor que no podremos escuchar, porque lo
impedirá el traqueteo creciente del tren y la indudable emoción del
momento.
El
arrullo de los adioses elegidos acompaña a los viajeros buena parte
del trayecto, reconfortando su sueño con una levemente dolorosa,
aunque necesaria, sensación de desarraigo.
Aquí yacen dragones, 2013.
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